Contar desde afuera

Lucía Malvido
Chicas
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6 min readOct 15, 2018
Personas reunidas en la calle en ocasión del funeral de Juan Domingo Perón. Foto por Marta Merkin. Julio de 1974.

En el año 2009 volví a vivir en Argentina. Fue un acto importante, la decisión de un adulto -o al menos un proyecto de adulto-, una búsqueda individual de la restauración de aquellas vestiduras que mi familia se había desgarrado en nuestra confusa y apresurada partida a principios del 2001. También era mi propio y solitario intento de encontrar un lugar en el mundo que mi comprensión alcanzara para abarcar al menos parcialmente. Entonces me propuse emprender algunos proyectos que ayudaran a clarificar un poco esa historia amputada y deforme que con los años me había ido haciendo sobre la patria de mi madre y de mi familia materna. El enigma en que consiste eso que a veces llamamos patria. Hasta cierto punto, de esa cosa no sabemos más que su nombre, el patronímico que nos asociamos cuando empezamos a cambiar de lugar en el mundo, quizá la versión ministerial y equivocada de los libros que se nos obliga a estudiar en la educación básica, y -con un poco de suerte- algunas historias familiares cuyo contexto es ese marco inaprensible; pequeños relatos de la experiencia individual dentro del universo de la patria que los acoge o que los expulsa. Y he ahí que uno encuentra la mayor parte de la materia útil para regenerar ese tejido tumefacto y ajeno del que estaba hasta entonces compuesta la historia en nuestra mente: en las historias expulsadas, en el material que conforman las notas escritas en los márgenes y al reverso de las fotografías enmohecidas, en los secretos guardados durante demasiado tiempo y en las preguntas que sólo ahora alguien se atreve a formular, acerca del paso del tiempo y las obras de los que nos precedieron.

Personas reunidas en la calle en ocasión del funeral de Juan Domingo Perón. Foto por Marta Merkin. Julio de 1974.

Arrancaba el año 2011 -que en la cartografía de mi vida sería un accidente geográfico del tamaño del Paraná- y pasaba las noches de verano conversando con amigos. Empecé a bromear un poco en serio con que aquellas reuniones eran mis clases de historia argentina y peronismo. Si la historia argentina era en gran parte un misterio para mí, la historia del peronismo y de la política argentina del siglo XX eran, no sé, la Dinastía Ming. En sintonía con esa inquietud, apareció un amigo que me recomendaba escuchar un programa de radio por internet llamado Cromo. Los locutores de Cromo fueron mis maestros de la historia argentina que yo cursaba sin asistir a ninguna academia. Empecé a leer literatura argentina contemporánea y a escuchar música de la misma cepa. Empecé a estudiar los libros de la biblioteca de la Maestra Perla y a examinar los mapas que Mancilla y Zeballos habían trazado de la gigantesca Araucanía. Empecé a leer en voz alta las letras que Solari compuso para las canciones de Los Redonditos y a escarbar en los archivos de Casa 13 para ver cómo había sido antes el mundo en el que me encontraba ahora. En el medio de esa pesquisa me olvidé un poco de México y del dolor que me causaba la Guerra contra el narcotráfico que Felipe Caderón usaba como excusa -y otros usan ahora- para asesinar a la gente de nuestro pueblo. Porque la patria también es eso que uno extraña cuando está lejos, eso que quema cuando salen decenas de cráneos sin nombre de abajo de la tierra. La patria -lo sé también por los relatos de mis compañeros- es también el dolor que produce la existencia de un pasado del que no se habla con claridad, una pelea añeja entre vecinos, entre hermanos, algo de lo que no pudimos o no quisimos enterarnos. En eso que llamamos la historia, todo ha sido previamente catalogado. Los únicos que pudieron escapar a las circunstancias políticas más complejas, los que se mantuvieron fuera de la Polis y sus agobiantes pugnas, fueron bandidos, poetas, gente molesta, personajes agobiados con una angustia más vieja, incapaces de quedarse bajo el radar a resolver otro problema.

Personas reunidas en la calle en ocasión del funeral de Juan Domingo Perón. Foto por Marta Merkin. Julio de 1974.

Hace poco, pasé algunos días transcribiendo una entrevista que dos colegas le hicieron a dos viejos militantes peronistas. Estuve cerca de sesenta horas reproduciendo sus palabras que, llenas de sabiduría -más sabe el diablo por viejo- trataban de explicar experiencias llenas de dolor. Encontré en los relatos de estos hombres algo que en un principio podría leerse como arrepentimiento pero, más precisamente, es lo que podríamos llamar una verdadera reflexión: poder verse a uno mismo, a otro uno que está en esa imagen que leemos, y encontrar en ello una ausencia de sentido muy honda. Hablar del pasado tiene muchas veces ese resultado, la sensación que deja es que desperdiciamos una cantidad importante de aliento en algo que ya no es, que ya no está. Como cuando vas a una de esas reuniones del colegio secundario y vuelves a tu casa mirándote los pies, tratando de entender cuál era el objeto de reencontrarse con todo eso. Entonces me quedé pensando en esos otros, en los que se mantuvieron aparentemente al margen, que decidieron no enrolarse bajo la bandera de un ejército, ni el de liberación ni el otro. Y ahí, en esa decisión a la que muchas veces se llama cobardía, en esa posición de resistencia ante el estímulo de la libertad, fundaron las más grandes odas que nos dejó la historia, las obras que aún ahora nos cuentan -a veces de una forma más clara y elocuente- qué era lo que ocurría, cómo se sentía estar en ese mundo cuando sentir o pensar no eran consignas para llenar los feeds de social medias. Me encontré con que, en el mismo momento de la historia, en Argentina había una despiadada guerra, Norberto Aníbal Napolitano estaba escribiendo esta rola y esta letra.

“A dónde está la libertad
no dejo nunca de pensar
quizás la tengan en algún lugar
que tendremos que alcanzar.

No creo que nunca
sí, que nunca,
no creo que nunca la hemos pasado tan mal.

No es posible,
es imposible aguantar.

El otro día me quisieron matar
con ametralladoras papapapá,
yo sólo quiero escapar
de toda tu locura intelectual.

No creo que nunca, sí, que nunca,
no creo que nunca
la hemos pasado tan mal.

No es posible, es imposible aguantar.”

Muchas veces conté la historia de mis antepasados ante otras personas que me dijeron que habían sido cobardes, que huir estaba destinado a los espíritus pusilánimes. Y al final, incluso estos viejos guerreros que hablaron en mi oído durante los pasados días, a pesar de su ideología, a pesar de la ética, de la entrega a un movimiento, después de todo ese dolor terminaron saliendo despacito por la puerta trasera, cansados de la muerte y de la lucha, de buscar una libertad que nunca está aquí, nunca queda suficientemente cerca. Irse es el mecanismo de aquellos que están cansados y el que se rinde, antes o después, se encontrará probablemente con el arrepentimiento. Pero haber resistido en el borde es otra cosa, hacer equilibrio ahí. Nadie le daría un verdadero lugar en la historia a un personaje de esta clase porque todo el mundo cree que la historia sólo pueden narrarla los que la vivieron de adentro. Pero nadie más puede ver el panorama despojado de sus estúpidos hábitos que estos personajes que tanto trabajo cuesta encasillar. Cómo era la vida de todos desde el punto de vista de algunas personas cuyos nombres no alcanzaron las libretas negras ni las grandes marquesinas. Los combatientes de la vida cotidiana, de los problemas mundanos, de los vicios ordinarios. La gente del borde, que pasa mucho tiempo cerca de las estaciones, en habitaciones mal iluminadas, y se queda prácticamente quieta, mirando la guerra por la ventana.
Quizá eso es lo que no hay en la poesía, arrepentimiento.////CHICAS

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Lucía Malvido
Chicas
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(CDMX, 1985) Mexicana y argentina por partes iguales. Mi patria es la Internet. Escritora de oficio. Lectora de vocación.