De la función del tramoya

Lucía Malvido
Chicas
Published in
7 min readApr 25, 2019

Durante un período bastante extendido de mi vida fui tramoyista de teatro. En realidad miento porque el título de tramoyista sólo se le da a algunos pocos miembros de la raza humana, la mayoría de ellos bendecidos con el don de la sucesión, es decir que ocupan sus puestos gracias a que sus abuelos, padres o tíos ganaron ese título antes que ellos y, cuando murieron o se retiraron, heredaron su hermoso oficio a sus hijos varones.

Del Tumblr de Waneella, pixel artist.

Sin embargo la tramoya es un trabajo al que a veces se le llama por muchos otros nombres; se necesita gente detrás de bambalinas para llevar a cabo las tareas más extrañas. Los tramoyistas verdaderos son empleados de un teatro o de una institución que los asigna a una sala en específico, por lo que muchas compañías intinerantes o independientes tienen su propia versión de esta figura, a la que a veces se le conoce como productor, asistente de producción, jefe de foro, director técnico o cualquier forma pomposa que se quiera usar para indicar la función de esta persona. Es aquella que mueve los hilos detrás de la escena, que sirve el propósito de que todo ocurra como está orquestado, atiende emergencias y dispone los objetos en el lugar preciso, avisa al operador de cabina si el acto está discurriendo como se tenía previsto, si un actor estará en su sitio en el momento que se debe encender la luz o tiene que empezar una pista de audio, cuándo el telón se abre y se cierra, cuándo la escenografía cambia de lugar, cuando a alguien se le rompió el corpiño o se resbaló en las escaleras. Las responsabilidades de quienes están detrás de escena son innumerables y en ocasiones totalmente impredecibles. Entonces digo que no he sido tramoya ya que no sólo casi siempre este lugar está reservado para los hombres sino que, al parecer durante mucho tiempo, el nombre propio de este trabajo se volvió un poco oprobioso. Quizá porque un tramoya no es más que un obrero de las artes escénicas: clava clavos, enrolla alfombras, cables y sogas, pasa el trapo o la mopa antes y después de la función (nunca la escoba porque es de mala suerte) al escenario. Prende y apaga la luz de la sala para que la gente entre o se vaya, para que una compañía ensaye o se entere de que es hora de irse a ensayar a otra parte. Un tramoya carga mucho peso: mueve objetos, lleva y trae piezas, paquetes, bultos. Un tramoya puede ver en la oscuridad. Su cuerpo se mueve por los pasillos y pasajes de un foro sin hacer ruido y sin tropezarse. Un tramoya se encarga de que nada estorbe, de que no haya una punta afilada con la que alguien pueda lastimarse. Trae consigo aguja e hilo, alfileres de gancho, pegamento, prendedores invisibles, gomitas para el pelo, clavos, cordones, listones, velcro, cinta de papel, cinta aisladora, un martillo y dos destornilladores, una navaja suiza, algo que ilumine un pequeño punto en el espacio, curitas y tela adhesiva, algo donde anotar, un lápiz y un marcador, quizá algún maquillaje. Es el dueño o comparte un par de guantes de cuero que se necesitan para sostener las tiesas cuerdas a las que están asidas las cosas ocultas o que flotan gracias al efecto de gigantescos contrapesos. También puede llevar lo que los actores o ejecutantes le pidan, un calzón rojo que La Nube Negra tiene que ponerse en los instantes que toma un cambio de luces, una rededecilla para el pelo que El Sultán necesita para colocarse debajo del sombrero que usará en su boda. Una cabeza de pescado que Segismundo encuentra detrás de una columna, una copa que El Mago hace aparecer ante los ojos del público, una lámpara maravillosa, un par de zapatillas de baile, un collar de perlas, una cola de sirena, una marioneta.

Del Tumblr de Waneella, pixel artist.

Cuando duerme, el que ha sido tramoya sueña con su trabajo. Sueña con pasillos y luces de colores a lo lejos. Hordas de bailarinas, como cisnes, que se preparan para entrar al escenario. Carreras en la penumbra para avisarle a alguien su llamada. Lentejuelas y telas de raso que reflejan pequeños fulgores. En los sueños siempre hay algo que se está ensayando: pruebas de iluminación y de vestuario, pruebas de micrófonos y personas vocalizando, repitiendo en murmullos una línea de diálogo. También hay emergencias, prisas, apurones, olvidos, pisotones. Asuntos que tienen que resolver al instante, improvisando. En los sueños y en el teatro, por un breve fragmento de tiempo, hay un grupo de personas que trata por todos los medios de suprimir la fuerza de las leyes de Murphy en ese espacio determinado: deben evitar que cualquier cosa que pueda salir mal, salga mal. En los sueños existe, tan patente como durante la función, esa emoción animal que atraviesa el cuerpo, las pupilas dilatadas, los oídos como antenas, las manos y los pies se transforman en los de un insecto. La tramoya tiene una relación apasionada con la materialidad, con los objetos y los cuerpos, el espacio, la luz, el sonido y el tiempo, el desgaste. El trabajo del tramoya se lleva a cabo en un presente continuo y hay que estar atento a cada detalle hasta que el teatro vuelve a quedar vacío, como si allí no hubiera pasado nada.
Nunca pude conseguir un puesto definitivo en un teatro. Ser tramoya es el trabajo de mis sueños. A veces me despierto conmocionada porque mientras dormía estuve escondida debajo de un escenario, con mi ropa negra, con el pelo atado, sosteniendo una pequeña luz, esperando. El tramoya espera respirando despacio. El tramoya permanece quieto en un punto determinado. El tramoya cuando falla puede dejar a alguien desnudo en el escenario, puede hacer desaparecer un mundo por tirar del cable equivocado. El tramoya señala con su dedo el momento preciso en el que estalla el aplauso.
Las cosas más hermosas que conozco las he aprendido de esos hombres de pocas palabras y manos llenas de callos. Me enseñaron los nombres de todas las lámparas y cómo están cableadas. Cómo se proyecta la luz de una gelatina verde, ámbar o color palo de rosa. Cómo hacer que alguien desaparezca, cómo hablar con un fantasma, cómo ponerme en cuclillas para no lastimarme la espalda. Es necesario comer un desayuno ranchero antes de pintar con solvente. Cualquier cosa puede ser reparada para que aguante al menos la función que viene. El tamaño de los objetos que hay en escena debe ser levemente exagerado. Los ojos no se notan si no están adecuadamente maquillados. Las caras son agujeros negros o se vuelven un punto brillante si no les echas luz desde los costados. No olvides ponerte una faja.

Del Tumblr de Waneella, pixel artist.

El Maestro Víctor Altamirano había perdido la movilidad de una de sus manos tratando de evitar que un telón cayera sobre los miembros de un ensamble de baile. Se abalanzó, sin guantes, para sostener la cuerda y se quemó los tejidos que articulaban los dedos de su mano derecha. Cuando mostraba su cicatriz decía que había visto un hueco sanguinolento debajo de su dedo pequeño y el hueso del carpo. Tenía un asistente que se llamaba Quique. Quique era joven y amable. Quique y yo teníamos que clavar unas grandes planchas de madera a un bastidor que las levantaba como los muros de un palacio. Don Víctor supervisaba y nos iba indicando las direcciones adecuadas. Quique clavaba unos clavos gruesos de dos pulgadas con un sólo golpe del martillo. Tas. Tas. Tas. El ritmo y la precisión con la que lo hacía eran envidiables. A mí me habían dado un montoncito de pequeños clavos. Debía poner cinco de ellos entre cada clavo grande que ponía Quique. Yo iba despacio, a contratiempo. Ponía demasiado esfuerzo en cada golpe y necesitaba cuatro o cinco martillazos para que los clavos quedaran asegurados en su sitio. Algunos se doblaban y tenía que tirarlos. Quique terminó en seguida y se fue a comer unos tacos. Yo pasé la tarde obstinada en mi tarea y Don Víctor se quedó a mi lado. Mi lentitud me había avergonzado, mi falta de fuerza y destreza, y al final del día le pedí perdón al maestro. Sabía que no había muchas mujeres que hicieran ese trabajo, entendía por qué, y le agradecí por su paciencia y la disposición que tenía para enseñarme. El viejo me dijo: los clavos que puso Quique le dan apoyo a la estructura. Son muy importantes pero así como entraron de un golpe, igual con otro se salen. Los clavos que tú pusiste son como puntadas, unen las planchas de madera con los tirantes y se necesita mucho tiempo y empeño para sacarlos de su sitio. Tú hiciste este trabajo una vez y no volverás a hacerlo por mucho tiempo, esa es tu tarea. Quique todas las funciones va a tener que revisar si los clavos grandes no se han salido y volverá a colocarlos cada vez si es necesario.
Ese día, con mis dos coletas y las mejillas coloradas, estreché la aparatosa mano de Don Víctor y me fui a casa. Los brazos me dolieron durante semanas. La temporada duró nueve meses y en una ocasión Quique me pidió que revisara la escenografía. Aseguré los clavos que estaban flojos y reemplacé tres o cuatro. Don Víctor me estuvo mirando desde en una silla en la que sólo él se sentaba. Cuando terminé, asintió con la cabeza y me dijo: bien hecho, chamaca.

Esta historia está dedicada a Paula: para poder contar una historia sólo hace falta alguien que quiera escucharla.
Admiro mucho el trabajo de Waneella. Las escenas que ilustra se parecen a lo que se puede encontrar en los sótanos de un teatro.

--

--

Lucía Malvido
Chicas
Editor for

(CDMX, 1985) Mexicana y argentina por partes iguales. Mi patria es la Internet. Escritora de oficio. Lectora de vocación.