El último diario de Lucien Carr

Juan Terranova
Chicas
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11 min readSep 14, 2018

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William Burroughs, Lucien Carr y Allen Ginsberg.

Lucien Carr nació en Nueva York el primero de marzo de 1925. A principios de los años 1940, fue compañero de cuarto de Allen Ginsberg en la Universidad de Columbia y estuvo presente el día que Ginsberg conoció a Jack Kerouac. De hecho, Carr trató a Edie Parker antes de que fuera novia de Jack. En ese momento, todos tenían más o menos la misma edad, leían los mismos libros, frecuentaban los mismos bares y querían lo mismo de la vida. Pero Carr destacaba. Mientras el mundo estaba en guerra, y los estudiantes de Columbia se preguntaba si los iban a llamar al frente, fue él quien introdujo a Ginsberg y a Kerouac en el trato con un viejo caballero sureño llamado William S. Burroughs. Hay una foto de esos años famosos en la que se los puede ver a los cuatro.

Lucien Carr, Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs.

Cuando se dice que Lucien Carr estuvo en el corazón de la movida beatnik, la frase es acertada. Aunque quizás habría que agregar que estuvo en el riñón y en el estómago, y también en otras partes menos decentes del cuerpo. Más difícil es pensarlo en la cabeza o en las manos. Las diferentes biografías grupales que se hicieron de los beats siempre lo describen de la misma manera: Carr era atractivo, audaz y violento.

La madrugada del 14 de agosto de 1944, después de una larga noche de bebida y risas en el West End bar del upper west side de Manhattan, Carr se coló en el Riverside Park con David Kammerer, un antiguo compañero de los Boy Scouts. Al parecer discutieron y está confirmado que iban borrachos. No se sabe mucho más, salvo que Carr apuñaló a Kammerer y después tiró su cuerpo el río Hudson. Durante el proceso, Carr declaró que Kammerer lo acosaba para mantener relaciones sexuales y dijo que eso le daba asco. Sin embargo, es probable que Carr y Kammerer fueran amantes más o menos regulares, tanto como que Kammerer estaba enamorado de Carr. En ese momento y en ese lugar, las relaciones homosexuales, la amistad y la tertulia literaria iban juntas. Jack Kerouac también fue detenido por el asesinato de Kammerer y acusado de cómplice. Pero después de que Edie Parker pagara una fianza de 2500 dólares quedó libre. Cuando el juicio terminó, Carr fue sentenciado a veinte años en prisión por homicidio, pero solo cumplió dos años en la correccional de Elmira, Nueva York. Cuando salió de la cárcel, en 1946, la agencia de noticias United Press International lo contrató como cadete. Tenía veintiún años y al poco tiempo se inició como periodista. Diez años más tarde, en 1956, el mismo año que se publicaba Howl, se convirtió en el editor de la sección “noticias nocturnas” y tiempo después llegó a ser editor general de la agencia hasta su retiro en 1993. Se dice que fue un buen periodista y que los redactores y editores más jóvenes lo miraban como una leyenda viva. Nadie podía decir que no lo fuera. En algún momento Carr se casó, tuvo tres hijos y se divorció.

Se cuentan muchos mitos y muchas historias sobre Carr. Se dice que venía de una familia acomodada del mid west, que una vez intentó matarse metiendo la cabeza en el horno, que le dio a leer Rimbaud por primera vez a Ginsberg, que fue el Virgilio de los beats en Greenwich Village, que le pidió a Ginsberg que sacara su nombre de la dedicatoria de Howl, que, hacia 1950, le facilitó a Kerouac el interminable rollo de papel donde escribió On the road, cuando el novelista y su mujer Joan Haverty se mudaron al departamento de Carr en la 21st Street y Seventh Avenue.

Se dice que en The Town and the City, Jack Kerouac lo retrata con el nombre Kenneth Wood. Wikipedia señala que una “representación más literal de los eventos” aparece en Vanity of Duluoz. En el 2010, Anagrama publicó la traducción al español de And the hippos were boiled in their tanks, una novela escrita por William Burroughs y Jack Kerouac que ficcionaliza el asesinato de Riverside Park. Al parecer, habría permanecida inédita durante más de cincuenta años, y solo se publicó cuando Carr murió de un cáncer de huesos en el Hospital de la Universidad George Washington el 28 de enero de 2005.

Kerouac, Carr y Ginsberg.

Uno de sus tres hijos, Caleb Carr, nacido en 1955, escribió novelas, libros de historia militar y guiones para Hollywood. En una entrevista describió a su padre como un borracho violento que siempre lograba que las mujeres hicieran lo que él les pedía. En el 2013 se estrenó Kill your Darlings, a true story of obsession and murder, un largometraje donde Daniel Radcliffe, el actor de Harry Potter, hace de Allen Ginsberg y Dane DeHaan de Carr.

Desde fines de los años 80, 22 de diciembre de 1987 para ser más preciso, y hasta bien entrada la década del 90, la última entrada es del 5 de abril de 1994, Carr llevó un diario que, en el 2015, el sello de la librería City Lights publicó con el título The last diaries. La edición quedó al cuidado de Nancy Peters que también escribió un breve prólogo. El libro, de unas doscientas cincuenta páginas, es valioso por muchos motivos. Para empezar, se trata de un testimonio de la disforia. A los años 50 y los 60, en que los beats, de una u otra forma, marcaron el pulso de la cultura en ambas costas de USA, lo sucede otro momento, para algunos, el de la consagración, y para otros, el de la leyenda o la muerte. ¿Qué les queda a los jóvenes poetas cuando ya no son jóvenes y nunca fueron poetas? Carr no escribía todos los días, ni era meticuloso con las fechas, pero el estilo del libro es uniforme. A veces las entradas tienen que ver con el día a día de su vida, a veces no, a veces se trata de recuerdos, muchas veces son reflexiones sobre el oficio de escribir. Carr era un buen prosista. Tenía oficio de décadas de periodismo. Como los mejores narradores norteamericanos puede describir una escena completa con muy pocas palabras. Tampoco era un mal observador. ¿Por qué nunca publicó una novela? ¿Dónde están los poemas que seguramente, con esmero o desdén, confeccionó a lo largo de su vida? Él mismo responde a esa pregunta en el diario:

“La cárcel me sacó el gusto por escribir poesía. No tiene nada que ver con la libertad y no poder expresarse estando preso, o cualquier a de esas patrañas. Más bien al contrario. Tiene que ver con que hasta los peores hombres estando encerrados se vuelven melancólicos. Todos los presos en algún momento escriben poesía, y casi siempre son poemas horribles, sensibleros, cursis, donde lloran lo que perdieron. Cuando salí me di cuenta de que ese sabor a estupidez, a hombre reducido y castigado, seguía en mí, en mis palabras, en mis páginas. Tuve que trabajar mucho para sacarmelo de encima y una forma de sacarlo de mí fue quemar todo lo que había escrito hasta ese momento. De mis años en la universidad no queda nada.”

Más adelante agrega: “Escribí muchos diarios a lo largo de mi vida. Los perdí todos. También perdí poemas. Eso no me agrada ni me desagrada. No sé cómo tomarlo. No sé si fue una suerte o una desgracia. Pero cuando era joven escribía por el hecho de escribir. Escribía como quien lee una novela de detectives, para saber qué va a pasar, pero después ¿quién pone esa novela en su biblioteca?”

La posible actividad literaria de Carr se ve, si no interrumpida, por lo menos condicionada, de forma prematura, por el crimen, la cárcel y luego el oficio de periodista. Sobre esto último Nancy Peters dice en su prólogo que “había un consenso sobre la memoria de Carr, al parecer recordaba todo lo que se había escrito en la prensa estadounidense desde Eisenhower hasta la primera administración de George Bush.” Hay varias alusiones sobre el oficio de periodista en el diario:

“Después de que te pagan por escribir una cuartilla sobre la vida de algún político, el discurso de alguien que hace campaña para senador, o sobre cómo un grupo de tipos destruyeron el sistema de salud, te queda poco resto para dedicarte a la poesía, que por otra parte, nadie te paga.”

“Los periodistas jóvenes que me gustan son los que pueden entrar y salir de una pelea y después recordar lo que pasó pese a las drogas y los golpes y escribirlo con precisión. Hunter Thompson puede hacerlo. Hay varios más así. Y después están los idiotas de siempre, bañados de especulación y miedo, que no pueden cerrar una oración con un mínimo de elegancia y se la pasan elogiando la corbata de su jefe.”

“Trabajar como periodista a contraturno tiene muchas ventajas. No hay noticias, nadie te molesta, nadie está apurado, salvo algún fotógrafo. Uno puede tomar té, cognac, leer y escribir cartas. A lo largo de mi vida debo haber respondido unas dos mil cartas. Y lo sigo haciendo. (…) Ser periodista es lo más aburrido del mundo. Pero no es el peor trabajo del mundo. En San Francisco, no hay malos trabajos. Hasta el tipo que limpia mesas en el peor bar del centro es feliz. Pero Nueva York es diferente. Acá todos los trabajos son malos, toda la gente está de mal humor, nadie está conforme con lo que gana, todos sienten que nadie aprecia sus grandes aportes al mundo.”

Pero lo mejor de The last diaries son las viñetas, las escenas, los personaje que aparecen y desaparecen sin mayor explicación: “Ayer subí al cuarto de Mike y lo encontré en la cama. Tomaba una taza de café. Estaba vestido, acostado y tapado con sábanas y frazadas. Quizás incluso tuviera puestos los zapatos. Me senté en una silla y lo escuché hablar por más de una hora. Recordó para mí muchos episodios de la guerra. Hablaba de sus compañeros, de sus jefes, me daba detalles técnicos, fechas, reía y se ponía taciturno según el humor de su relato, pero, que yo sepa, nunca estuvo en ninguna guerra. Cuando terminó de hablar, apoyó la taza vacía en la mesa de luz y agarró unas píldoras y un vaso de agua.”

“Cuando terminamos el último despacho fuimos con Billy a tomar una cerveza al mismo bar de siempre. Un hombre me detuvo y yo me fastidié, pensé que iba a ser otro idiota más que celebraba los viejos tiempos y toda esa basura, pero no. Me dijo que había leído una columna mía sobre Regan, me felicitó, me dio la mano con amabilidad y se fue. Billy sonrió. Incluso en la vejez a veces uno se equivoca con sus prejuicios.”

“Pasé el fin de semana en California. Me llevaron a pasear en auto. Las mansiones son más interesantes que la gente. De hecho, casi no hay gente. Le dije a la chica que manejaba el auto que me gustaba el paisaje, pero también que me aburría. Me ofreció hacer una parada en la casa de una amiga en Malibú. Había una fiesta o algo así. Entramos y me presentaron como un gran poeta de Nueva York. ¿Poeta yo? Son cosas que ya no me importan. Tomé un jugo de color rosa. En un momento fui al baño y vi un sillón tapizado en color celeste. ¿A quién se le ocurre tapizar un sillón de celeste? Me dieron ganas de prenderlo fuego.”

Carr, aburrido, circa 1990.

Después de la bohemia de newyorkina, de los bares, la poesía, el crimen y los excesos, Carr parece haber dedicado su vida a trabajar. Hay una diáfana lucidez en sus diarios, también resignación y una sorprendente asertividad. En un momento habla de “Sudamérica” y resulta tajante y lapidario.

“Estuve en Sudamérica dos veces. Muy malos viajes, que me dejaron muy malos recuerdos. Las calles parecían basureros, la gente caminaba como si no les importara morirse de hambre o de alguna horrible enfermedad tropical. Hoy una de las redactoras me preguntó no sé cosa de política internacional. La pregunta me desagrado. Tranquilamente podría haber dicho yo qué sé pero en su lugar no dije nada.”

Los últimos diarios de Lucien Carr no fueron todavía traducidos al español, quizás porque no se trata de un libro de memorias. No hay nada que recuerde a los beats, más allá de algunas veladas alusiones a New York y San Francisco. Pero eso no hace que la lectura se vuelve desabrida, al contrario. Se trata del diario póstumo de un escritor lateral, de un personaje secundario en la épica americana de la subjetividad. Desde la rutina de su laboriosa madurez, y también desde su tormentosa juventud que late como un escenario ineludible en cada línea, Carr nos ofrece no la época mítica o mitologizada sino lo que siguió después, menos conspicua pero no por eso menos interesante.

En el 2013, A. R. Blank publicó un libro titulado My Darling Killer: How Lucien Carr Introduced Jack Kerouac, Allen Ginsberg & William Burroughs, Killed David Kammerer, and Shaped the Beat Generation. Ese es el libro que los lectores de los beats tienen que leer si quieren saber más sobre qué pasó en 1944 y cómo el asesinato de un hombre afectó a todo el grupo. Pero ya en el título hay algo que importa al lector de los diarios de Carr. El es verbo to shape, que significa “dar forma”, “moldear”, “perfilar.” Según Blank, Carr habría colaborado con sus lecturas y su carisma a definir un estilo, una forma de ser y de escribir a la que Ginsberg bautizó new vision, reutilizando una idea de William Yeats, y que luego pasaría a la historia como la generación beat. El Carr de los diarios, entonces, es ese agitador, ese demiurgo, el artífice secreto, que, como un régisseur, incita a sus actores a ir más allá, les exige, los hace llegar hasta el borde de sus capacidades y luego, en un acto de locura, incendia el teatro. Todo eso para, mucho tiempo después, contar otras anécdotas, menores, interesantes, breves historias de su vida, de su arte, que nada tienen que ver con el incendio salvo que sus palabras todavía desprenden un ligero pero reconocible olor a cenizas.////

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