El amigo loco

Tomás Richards
Chicas
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4 min readJun 2, 2020

Quién era el paciente del Borda muerto por una jauría de perros salvajes dentro del hospital, titula Infobae el 30 de mayo. En su cuerpo la nota cuenta que el interno muerto era Jorge Marcheggiano. Dos escuetos párrafos narran el episodio:

“El viernes 22 de mayo amaneció nublado y ventoso en la ciudad de Buenos Aires. A pesar de eso, Jorge Marcheggiano (paciente del servicio 15 del Hospital Borda) pidió permiso para salir a dar una vuelta por los jardines de la Institución. En su caminata, el hombre de 70 años fue interceptado por una jauría de perros que lo atacó ferozmente.

A Jorge lo encontró un empleado de seguridad. Estaba tirado en el piso con varias mordeduras en el cuerpo, sobre todo en una de sus piernas. Nadie sabe cuánto tiempo pasó agonizando allí. Finalmente, cerca de las 11.00 am, decidieron trasladarlo al Hospital Penna. Murió a las pocas horas.”

Más adelante un delegado gremial del Borda explica que “los perros siempre están dando vueltas. Muchos, incluso, circulan por dentro de la Institución. Como no se hicieron arreglos en el perímetro, entran y salen del edificio con facilidad. Además de atacar pacientes, también mordieron a trabajadores”.

En algún momento de los años 90 un amigo de mi padre estuvo internado un tiempo en el Borda. Yo lo acompañaba a visitarlo, cada tanto, un sábado o domingo a la mañana. En ese entonces yo ya tenía formada una idea de lo que era un loquero, sin duda construida con elementos televisivos: cuartos de paredes acolchadas, camisas de fuerza, vasitos con pastillas, inyecciones. Esas cosas. Pero el Borda no se parecía demasiado a esa idea. Ya nomás empezar a transitar la cuadra del hospital uno empezaba a cruzarse con tipos, todos con una llave colgada del cuello a modo de medallita, pidiendo cigarrillos. No pedían plata, solamente cigarrillos. Al primero uno no notaba nada, pero al tercero o cuarto mangazo uno ya empezaba a sospechar. “Son locos que pueden salir a pasear, que no están tan locos o no son peligrosos”, me explicó mi padre.

Después uno entraba en el predio del hospital y todavía había que recorrer un tramo de parque y unas escaleras hasta el edificio. No recuerdo una recepción ni nada por el estilo, solamente que para llegar a donde estaba el amigo loco había que subir unos pisos por escalera. Ahí ya la cosa se iba volviendo más caótica. Mucha gente yendo y viniendo, cierto abandono, mugre. El olor de un guiso volcado en el piso de un hall me acompaña hasta hoy. También el recuerdo de una puerta cerrada donde mi padre decía que estaban los locos violentos. Nunca supe si era cierto. A él le divertía mentir o exagerar en las respuestas a sus hijos.

Después de ese recorrido llegábamos al lugar de visitas, un gran salón con casilleros en una pared. Las llaves de los internos de la vereda eran para esos casilleros personales. Al amigo loco le llevábamos cosas. Jabón, yerba, plata. Después ellos conversaban y yo miraba a los otros locos. Una vez se nos acercó un ciego y se presentó. Dijo que se llamaba Tiburcio, “como el hospital”. El nombre entero del Borda es Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial José Tiburcio Borda. El ciego y el amigo loco parecían conocerse y llevarse bien. Nos dimos las manos, sonrió, volvió a saludar y se fue. Cuando ya no estaba, el amigo loco nos contó que ese tipo había matado a bastonazos a otro interno que le había robado un dentífrico de su casillero. Podría haber sido por plata o por un reloj. Morir por un dentífrico me pareció un detalle espectacular.

No recuerdo cuánto tiempo estuvo internado ahí el amigo loco. Creo que unos años después murió en un geriátrico. Lo que tuviera en la cabeza no debía ser tan grave, pero sin duda le impedía funcionar bien en el mundo. En una época pintó íconos religiosos. Mi familia conserva uno de San José de Arimatea, aquel justo que le dio sepultura a Jesús. Varias veces le oí contar a mi padre una anécdota que retrata el tipo de locura que tenía el amigo y que, en realidad, es lo único de lo que deseaba hablar en este texto. En la historia son jóvenes, es la época de la dictadura militar, están en la calle. No sé si es de día o de noche. Un Falcon se detiene ante ellos y se bajan dos, quizá tres, tipos trajeados, engominados, con anteojos oscuros. Caminan hacia mi padre y su amigo. El amigo loco entonces se adelanta y les dice:

–¿A quién buscáis? ¿A Jesús el Nazareno? Yo soy.

Los tipos se detienen sorprendidos, se miran entre sí. Hay unos segundos de duda. Al final, apabullados, retroceden hasta el auto y se van.

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