El arte de la magia

Mavrakis ⚡
Chicas
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4 min readAug 27, 2018

Estudié magia en 1991 o 1992. Las clases eran los sábados a la mañana en un edificio de oficinas sobre una galería profunda en Avenida de Mayo. Al fondo de la galería había un local donde vendían los elementos para fabricar esa magia. (Hay algo del orfebre y del sujeto industrial en la magia: la magia no sucede sino que se construye). El profesor era el mago Jorge Trouve (tenía un libro de magia escrito por Jorge Trouve, y recuerdo mejor lo que leí muchas veces que lo que hice muchas veces). Leo en Google que Jorge Trouve se murió en agosto de 2002. Era un buen profesor. Se tomaba ese par de horas de clase con bastante humor, y al menos durante el tiempo en que fui su alumno, debo haber sido el más joven. La primera lección era no contar cómo se producía la magia. No era un problema de mercado sino una cuestión de honor. Respeto hacia la fantasía. La ética inaugural. A la primera clase fui solo (tendría nueve o diez años) y lo que encontré fue un departamento en un piso alto, plagado de corredores de oficinas. El departamento era una habitación sin ventanas pero alfombrada y con sillas alineadas en filas. Había que sentarse y tomar nota. Se enseñaban uno o dos trucos por clase. Primero la ejecución, después la demostración y después la explicación paso a paso. Al final, una nueva ejecución.

Los alumnos hacían preguntas, pedían detalles y hacían sus intentos. Casi todos eran adultos, la mayoría hombres. Las pocas mujeres eran, supongo, madres preocupadas por aprender algo para entretener a los amiguitos de sus hijos en alguna fiesta. Ninguna llegó a la tercera clase. De ahí se derivaba la segunda lección: la magia no era para las mujeres (y el rol tradicional de la asistente es elocuente al respecto). A partir de la segunda clase, me empezó a acompañar mi padre. Él tomaba las notas y prestaba atención a los detalles, y a la tarde, en casa, me ayudaba a perfeccionar la ejecución. Después, yo podía hacer los trucos con bastante éxito ante mis hermanos. Por supuesto, mi padre se ocupaba también de comprar los materiales necesarios para la magia y pagaba las clases. A mi padre le tocaba, además, la obligación social de conversar con los otros aprendices durante el recreo para el café y los cigarrillos.

James Graham Ballard dijo que en un mundo perfectamente razonable la única libertad posible es la locura. Supongo que aquellos tipos (a los que les prestaba la atención suficiente para no tropezármelos) eran dementes factibles. Weekend warriors a la búsqueda de algunas partículas de libertad. Lo seguro era que aprendían algo que, durante su infancia, no se podía aprender tan fácil. Los años noventa, en cambio, oh, quanto é corto il dire e come fioco al mio concetto!, también habían puesto en el sagrado circuito de la oferta y la demanda las lecciones de magia. Durante esos bellos años se vendían muchas maravillas importadas y muchos kits de laboratorio, astronomía y magia. En algún momento, mis padres me compraron el kit más grande, uno con aspiraciones semiprofesionales para chicos entre ocho y doce años. No sé cómo habré expresado mi deseo de aprender magia ni cómo llegué a Jorge Trouve. El truco más complejo que llegué a dominar era la transformación de una botella de 350 centímetros cúbicos de Coca-Cola en un pañuelo amarillo (y lo más interesante que aprendí fue cómo sostener una paloma para magos con un dedo). La rutina empezaba de la siguiente manera (lo ensayé y lo ejecuté en al menos dos eventos escolares): primero un breve speech, una minucia retórica que constaba de explicar cómo era que alguien como yo había sido depositario de ciertos saberes extraños. Me presentaba con una galera y un bastón. Después del speech, convertía el bastón en un ramo de flores (simple precalentamiento). Después, sacaba de uno de los bolsillos del saco (yo usaba un saco) un pañuelo rojo. Había que mirarlo, mostrárselo al público y guardarlo en el puño. No lo hacía desaparecer: lo convertía en un pañuelo de otro color. Y después sí lo hacía desaparecer. Llegado este punto, los aplausos llegaban fácil.

Salir del escenario, para un mago lleno de trucos, es más difícil que entrar en escena. Una buena asistente se ocupa de distraer al público con su belleza, y por eso la belleza es la más importante y la más poderosa de sus virtudes. En una de las dos presentaciones estelares, mi asistente (útil y efectivo, pero no tan bello) falló, y toda la representación (en medio de los aplausos y de la gloria) estuvo en riesgo. Pero por suerte nadie notó nada. Fue la última vez que usé un asistente y la penúltima vez que actué en público. Me retiré de la magia dentro de la misma nebulosa en la que había llegado, y años después tiré a la basura todos los elementos. ¿Qué había en la voluntad de dominio sobre el artificio? ¿Y en la vanidad relativa del aplauso? En esa época también cambiaba mi nombre en público; era yo y no era yo, y lo que pasaba era real y no era real.

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