El artista equivocado

Tomás Richards
Chicas
Published in
13 min readMay 27, 2021

Hace algunos años me encontré por casualidad con un extenso artículo en inglés acerca de Glass Steagall, el misterioso artista neoyorkino. Publicado en una página web fantasmal cuyo nombre podría tanto ser The Middle como no serlo, el artículo era largo y pormenorizado. Recuerdo sobre todo unas imágenes muy coloridas de tapas de discos que acompañaban el texto. Perdido en el palimpsesto insoportable de Facebook, ese link es hoy irrecuperable. Mis rastreos tardíos en la web tampoco surtieron el efecto deseado: tipear el nombre de Glass Steagall en el buscador conduce inexorablemente a poco entendibles cuestiones relativas a teoría macroeconómica, acumulación del capital y especulación financiera a gran escala. Contra esa ficción de eternidad y ubicuidad que aceptamos con mayor o menor conciencia acerca de internet, a veces no hay palabras clave ni búsquedas en caché eficaces para volver al pasado perdido y muerto de la red.

Podría, de todas formas, intentar reconstruir la anécdota valiéndome de mi propia memoria y de uno o dos datos recobrados de otras fuentes. El cronista de The Middle arrancaba su artículo hablando de su infancia en Nueva York durante los años 60. Pero no lo hacía en tono intimista. Apenas si daba señas personales. Más bien se limitaba a unas pinceladas de color general. Una amalgama urbana de derechos civiles, arte pop, sensibilidad beatnik y música negra, justo antes de internarse en esa zona de guerra que serían los años 70, en los que el fracaso de Vietnam, el abandono, los incendios, el choque de razas y el auge de las pandillas moldearían la atmósfera local. Una nota, sin embargo, delataba en parte la individualidad del cronista. En algunas oraciones escuetas narraba cómo, mecido al ritmo de la discoteca paterna, había aprendido a apreciar el jazz, el blues y algo del rock and roll.

La siguiente parte del artículo sí se ponía necesariamente confesional ya que su nudo dramático reposaba en una anécdota personal. La década del 70 había encontrado al joven cronista caminando por el lado salvaje del punk neoyorkino. Lo usual: vinilos y salas de ensayo, charlas en el parque acerca de tal o cual banda, noches de concierto en el CBGB u otro club, pero también fiestas en departamentos abyectos en las que sonaba una combinación de Bowie, Ramones, Roxy Music y The Sparks; y, por supuesto, drogas, alcohol y bastante sexo. En ese clima vital, casi por accidente, el cronista había dado con Glass Steagall. Una tarde, “después de haber tomado algo de speed”, terminó haciendo el amor con una muchacha punk. Su nombre era Sheila o Sheena. Quizá ninguno de los dos. Ella era, creo recordar, una chica proveniente de una familia rica de otro estado. Llevaba una vida de módico lujo y decadencia ostensible en un loft del Soho apuntalada por los cheques de un fondo fiduciario familiar. Tenía un novio, que acaso también fuese algo así como un proxeneta, al que se le ocurrió llegar al departamento justo cuando nuestro cronista estaba, por decirlo así, muy comprometido con su faena. Pormenor más o menos, el joven logró salir vivo del departamento escapando por la típica escalera de incendio de la ciudad de Nueva York.

Alejado el susto inicial, y aún bajo los influjos del acto sexual inconcluso y las sustancias ingeridas, deambuló por las calles del Soho hasta dar con una disquería. El artículo no describía el local, pero uno puede figurarse una cueva mal iluminada y peor ventilada, apenas organizada por bateas repletas de discos de segunda mano y un mostrador al fondo, tras el cual un empleado de aspecto indolente veía pasar los días. Allí mismo, perdido en una de las bateas, el cronista encontró un álbum que le llamó la atención por sus colores y motivos. El arte de tapa, como se lo llamaba entonces, es algo actualmente en desuso. Del disco de vinilo al compacto las tapas sufrieron un proceso terminal de pauperización. Ya con la cultura digital, que llevó al borde de la extinción al álbum como concepto, diseñar una cubierta como complemento estético de ese objeto artístico que es un disco pareciera no tener ningún sentido. Pero en la época del mundo que estamos reconstruyendo el arte de tapas estaba, quizá, más en auge que nunca antes ni después. Para dar una idea mínima del fenómeno bastaría con mencionar las portadas de The dark side of the moon, The rise and fall oh Ziggy Stardust o Sabbath bloody sabbath, tan disímiles entre sí como contemporáneas.

El disco que encontró nuestro héroe, sin embargo, no parecía ser de rock and roll. Su estética era otra, de aspecto más bien naif, incluso infantil. Era una escena costumbrista con colores vivos y de perspectiva extraviada que recordaba ciertos motivos del jazz europeo. Charlie Parker ya había decorado la grabación de alguna célebre jam session de los años 50 con una estética similar, apenas menos impresionista. Siguiendo una vaga pulsión edípica, y sin tener ninguna clase de seguridad de qué era aquello que tenía entre sus manos, el cronista pagó el álbum y se lo llevó a su pieza, un agujero al otro lado de la ciudad. Una vez allí se derrumbó en la cama y el disco quedó olvidado. Un par de días después, cuando quiso escucharlo en su aparato, comprobó que adentro del sobre de cartón no había disco alguno. Revisó todos los rincones de la pieza pero no encontró. ¿Lo habría perdido? Procuró reconstruir su odisea tóxica desde el Soho hasta el hogar, pero no consiguió formar un hilo del todo coherente. En algún momento empezó a sospechar que le habían vendido un álbum vacío así que regresó a las calles de aquel barrio extraño en busca de la disquería. No tuvo suerte, el local se había evaporado como un espectro.

Sin duda la cosa podría haber muerto ahí, arrastrada por la espuma de los días, pero unas semanas más tarde, en una fiesta en la que se corrían apuestas en peleas de ratas, el cronista se puso a hablar con Richard Hell. En ese entonces Hell era un tipo delgado y fibroso, bien educado en colegios prestigiosos de su Kentucky natal pero pobre. También había estudiado en Delaware, donde conoció a Tom Verlaine. Juntos habían llegado a Nueva York hacía un par de años y, entre empleos basura, habían formado The Neon Boys, que en 1973 pasó a llamarse Television. Esa noche Hell le confirmó al cronista que él también tenía entre sus discos el sobre vacío de un álbum de Glass Steagall. Ambos quedaron tan intrigados por la casualidad que al día siguiente se juntaron a cotejar sus álbumes. El de Hell era de fecha posterior al del cronista. El estilo pictórico de ambas cubiertas coincidía. En primer plano del álbum de Hell tres hombres de piel marrón tocaban un contrabajo, una guitarra y una trompeta. En sus camisas a rayas abundaban el rosa y el verde. Más atrás dos mujeres con ruleros en la cabeza, también de tez oscura, bailaban al son de la música. Sus vestidos tenían margaritas estampadas. Al fondo había un Cadillac rojo y edificios desencajados de distintos colores. En un balcón un cartel decía: “Puerto Rico — NY”. Al otro lado del sobre había una lista de ocho canciones y algunos datos relativos al sello discográfico estampados en letra imprenta de máquina de escribir. Ninguna dirección ni número de teléfono.

El dorso del álbum del cronista repetía los caracteres del otro: lista de temas, duración de los temas, nombre de la compañía, año de grabación. No mucho más. Incluso algunos temas tenían idéntico título que los del otro álbum. No sacaron nada en limpio. Procuraron averiguar datos de la compañía discográfica entre sus numerosos amigos y conocidos del ambiente musical: nadie sabía nada de ella. El sello parecía ser de fantasía. Buscaron más discos de Glass Steagall pero tampoco tuvieron suerte: ni las disquerías ni sus empleados guardaban ningún dato acerca del artista. “Estará descatalogado”, fue lo más cuerdo que consiguieron oír de boca de los connaisseurs. Más allá de eso, pronto Hell entró en crisis con su banda y su interés por el misterioso artista pasó a mejor vida.

El cronista, sin embargo, no consiguió desprenderse de igual modo de su inquietud por Steagall. Un año después de perder a Hell de vista hizo su último intento por ubicar al artista. Animado por su amigo Lester Bangs, puso un anuncio en The Village Voice. El Voice era ya por entonces toda una institución de la contracultura citadina. Había cubierto el florecer de los años 60 en la costa este y le había dado respaldo a la comunidad homosexual desde mucho antes de los disturbios de Stonewall. Las últimas páginas del semanario eran célebres por sus cientos y cientos de anuncios de contenido sexual y musical. A ese promiscuo mar arrojó su última esperanza el cronista. Y, con toda lógica, no obtuvo respuesta. La década del 80 llegó, el punk entró en declive, varios amigos del cronista murieron. Bangs, por ejemplo, se tomó una sobredosis de Valium en abril de 1982 y pasó a ser recuerdo.

Llegados a este punto es necesario hacer un injerto narrativo. El artículo del cronista neoyorkino, desde ya, no mencionaba nada de lo que sigue a continuación por la sencilla razón de que le era absolutamente desconocido. En la sección Barriochino del número 10 de la revista argentina Cerdos y Peces del año 1987, figura una crítica del disco Volumen 5 de Glass Steagall firmada por Helmostro Punk (seudónimo de Mauricio Kurcbard). Según el crítico, la música de Steagall resulta “difícil de encasillar” porque se ubica “lejos de acordes efectistas y comerciales”. Sin dejar claro a qué estilo musical se adscribe la obra, en ese estilo poroso y barroco del periodismo alfonsinista, lo califica como “un viaje al futuro sin más paradas que el final de cada lado del disco, un universo intocable de acores vanguardistas con toques electrónicos y de música étnica”. Hacia el final entrega la que quizá sea la única pista certera mencionando “la influencia evidente de King Crimson”.

Por lo demás, la nota de Kurcbard no aporta mayores datos. Sí se puede inferir que si estamos ante el quinto volumen de algo deberían existir otros cuatro volúmenes previos. Al lado del texto, en la página 69 de la revista, aparece una imagen de muy mala calidad de la tapa del disco, en un blanco y negro insobornable. Alcanzan a distinguirse algunas siluetas humanas sentadas y recostadas en sillones, sobre un fondo grisáceo amueblado con lámparas, plantas y mamparas. Podría tratarse de un bar, un living o un salón social.

Otro aporte posterior al enigma Steagall aparece en el documental de 2020 Satori Sur, dirigido por Federico Rotstein. Centrado en la vida de Miguel Grinberg, el film recorre algunas zonas de la cultura porteña de los años 70 y 80. Entre las escenas descartadas hay un largo traveling en el que Jonas Mekas, el experimental cineasta lituano, recorre su archivo en busca de unas cartas de Grinberg a él. De entre los libros, videocassettes y carpetas llenas de papeles que exhibe, en determinado momento saca una caja de discos de vinilo. Al ir revolviendo el material se ve con toda claridad un álbum con el nombre del artista misterioso estampado en su frontis. Sobre un fondo naranja dos hombres negros y un judío ortodoxo dibujados con trazo aniñado juegan a las cartas en una mesa. Medio al pasar, Mekas detiene su mirada en el disco y, sopesándolo, dice: “Este es un blusero olvidado”. Luego lo abandona y empieza a hablar de su amigo Miguel y de Allen Ginsberg.

Pero entonces, ¿Glass Steagall había sido un músico de blues, de jazz o de rock? Ninguna explicación había de su sonido ni de su estilo musical, apenas un esbozo del arte de tapas de sus discos.

Lo que de ahora en más llamaré “archivo Mekas”, ha transitado por distintas ciudades y manos. Al mes siguiente de la muerte de Mekas, en 2019, su mujer se mudó de Nueva York a Vermont. Apenas unas semanas más tarde, Ted Fang, un discípulo de Mekas que gozaba de la confianza de la esposa le solicitó permiso para ordenar el archivo y rastrear en él aquellos escritos o films del maestro que hubiesen podido encontrarse perdidos. En sucesivos viajes Fang se llevó a Boston, la ciudad donde vivía, distintas cajas que revisó rápidamente, sin clasificarlas. Estaba preparando entonces un catálogo de los cortometrajes de Mekas y apenas le dio importancia al material no fílmico de las cajas. Cuando su trabajo estuvo terminado, el archivo Mekas pasó a manos de la Serpentine Gallery de Londres a fin de organizar una retrospectiva. Pero la pandemia de coronavirus del año 2020 impuso el cierre de todos los museos e impulsó a la galería a un cambio de formato. Bajo el título Lost, Lost, Lost: The Jonas Mekas´s archives puede verse en el sitio web de la galería una muestra del archivo Mekas. Entre las alrededor de cien fotografías de papeles y objetos del cineasta hay, no una, sino dos que corresponden a discos de Glass Steagall.

Uno es el que se ve en la escena cortada de Satori Sur. El otro disco se titula Vol. 9. A diferencia de aquel número 5, en este la palabra volumen aparece abreviada. La escena es, una vez más, cotidiana, pueril y saturada de color. Se trata de un parque de diversiones a la vera de un río o de un mar, con su vuelta al mundo, su montaña rusa, sus puestos de golosinas. Varios visitantes de razas diversas y edades disímiles disfrutan de las instalaciones y del sol, que fulge sonriente en el vértice superior derecho de la imagen. La desproporción entre juegos y personas caracteriza la escena. Debajo de todo, como pintadas a pincel, se ven la iniciales GS y un número, 1983.

Ahora volvamos a nuestro anónimo cronista de The Middle y su artículo. Hacia 1990 en una venta de garage en Brooklyn dio con un disco más de Glass Steagall. Como ya el lector puede adivinar, no había disco, apenas el envoltorio. El dibujo de la tapa era todavía más artesanal que los anteriores y su trazo era más vacilante, como si el pulso del artista hubiese fallado al pintar. La textura, además, dejaba ver que aquel era un objeto de factura manual, no un producto industrial seriado. Pero esta vez en el dorso del álbum había una dirección. El nombre de una calle y una numeración que el cronista ubicó enseguida en Queens. La vieja y ansiosa curiosidad por aquel artista invadió al cronista de manera instantánea. Sin tardanza paró un taxi y se fue allí.

Cuando llegó se encontró con una antigua construcción de ladrillo a la vista, muy deteriorada. El número que el cronista tenía correspondía al sótano del edificio, al que se bajaba por una escalera lateral. Hacía mucho calor y la única ventana del lugar estaba abierta de par en par. El cronista tocó el timbre. Volvió a hacerlo varias veces más hasta que se asomó a la ventana y empezó a llamar a los gritos. Por fin una negra vieja y gorda se le apareció desde la penumbra del sótano. Iba en camisón y pantuflas. Alzando mucho la voz para vencer la sordera de la mujer, el cronista le explicó que buscaba a Glass Steagall. Cuando ella logró entender qué quería, hizo un gesto de divertida resignación y lo hizo pasar. El olor a carne anciana lo envolvió al instante.

–¿Así que busca a Raymond?–, le dijo.

No alcanzó a corregirla. Ella ya lo conducía hacia la habitación contigua. Ahí lo esperaba un viejo muy negro, casi azul, con bigotes y pelo entrecano, que yacía en una cama ortopédica desvencijada. En un rincón, sobre una cómoda, se apilaban tarros de pintura, pinceles, cartones. El cronista se presentó pero el viejo se mantuvo indiferente. Intentó algunas preguntas pero las respuestas obtenidas eran muy incoherentes. El viejo estaba demente, totalmente ido. Incluso sus señales físicas –su respiración balbuceante, su agitado parloteo– parecían los de alguien listo para morir de un momento a otro.

El cronista se acercó a la cómoda, revolvió un poco lo que había. Entre los cartones encontró una serie de viejos sobres de discos, simples navideños y otros descartes sin valor. Todos estrictamente vacíos. Uno o dos estaban blanqueados con pintura de manera muy prolija, como lienzos reutilizados.

Estaba confundido. Entonces la vieja entró y dijo:

–Entonces, ¿encontró a Glass Steagall?–. Él vaciló un instante y ella siguió:

–Hace años que no pinta sus dibujos, aunque a veces todavía se sienta en la cómoda y prepara todo como si fuese a hacerlo. ¿Cómo lo encontró?

El cronista explicó lo de la venta de garage, ahorrándose todo lo anterior. Le mostró el álbum y ella lo corrigió. “El dibujo”, dijo. “Nunca hubo discos.” En la penumbra ninguno de los dos podía ver los gestos del otro, pero él la adivinó divertida y ella supo que él estaba contrariado. Así que agregó:

–A Raymond le divertía pintar esos monigotes, eran su hobby cuando tenía franco en la fábrica de guantes. Después los introducía así como al descuido entre las ofertas de alguna disquería. Decía que esa era la mejor galería que podía haber. No tengo idea de cuántos habrá alcanzado a hacer.

El cronista cerraba su artículo de The Middle narrando cómo había mirado al viejo y moribundo Raymond por última vez antes de salir de aquel sótano, cómo había caminado hacia el sol declinante calle arriba meditabundo, contrariado pero a la vez divertido, llevando todavía el álbum en su mano. Todos toques efectistas y un tanto baratos, propios del género al que adscribía su texto, por supuesto, y que además consumaban la traición de dejar al lector sin algunos datos clave. Que Glass Steagall, el misterioso artista neoyorkino, no era un músico sino un pintor amateur, quedaba bastante expuesto. Pero otras preguntas se abrían acerca de la actividad y los procedimientos del artista y quedaban sin ningún atisbo de respuesta. ¿Qué prodigiosa técnica, por ejemplo, le había permitido hacer pasar por discos reales esas pinturas artesanales?

Otras preguntas ulteriores se nos presentan a nosotros también. Que Jonas Mekas mencionase a Glass Steagall como un blusero olvidado podría justificarse en las trampas mentales de la vejez, pero, ¿y la “reseña” de la revista Cerdos y Peces? Acaso el periodista, urgido por alguna oscura necesidad, podría haber inventado los considerandos de una obra jamás escuchada. Parece perfectamente posible. Una reseña fake de un disco fake.

Y sin embargo, puede que haya algo más. La cubierta de Cerdos y Peces número 10 que contiene el artículo lleva una foto en blanco y negro con unos “pandilleros” en actitud amenazante. El título que acompaña la ilustración es “PANDILLAS: La ley de la calle”. Hay algo de impostura en el tema, algo artificial, inauténtico. Ese gesto de importar temáticas e intereses y traducirlos a nuestro ambiente es algo característico de la contracultura en nuestro país. Más allá de los resultados de esa idea de negocios, tan porteña, de hacer “lo que se está haciendo allá” pero con el estilo “de acá”, el gesto conlleva la misma actitud del falsificador de discos llamado Raymond, pero no comparte su jocosidad. Fingir ser eso que no se es puede ser un movimiento interesante en tanto y en cuanto la imitación se exponga de alguna forma más o menos deliberada, incluso paródica. De otro modo resulta algo patético. Los falsos discos sin mayores pretensiones del misterioso artista negro Glass Steagall participan acaso de esa idea.

--

--