El papalote

Lucía Malvido
Chicas
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6 min readApr 1, 2021
Vieja Avenida de Las Torres, Alcaldía de Álvaro Obregón, CDMX.

Estoy viviendo a seis cuadras de la casa en la que me crié. Cuando nací, mi familia vivía en un complejo de edificios que permanece allí, en la esquina que forman Periférico y Camino al Desierto de los Leones. Pero al poco tiempo compraron esa casa, un poco más arriba de la Sierra de las Cruces, en una zona llamada Olivar de los Padres, al fondo de una bajada que va a parar a la barranca. La calle todavía es de adoquines de un color rosado y tiene el nombre de Nabor Carrillo, un ingeniero que fue rector de la UNAM en los años cincuentas y ocupaba su tiempo en pensar cómo hacer que esta ciudad deje de hundirse en el fondo blando del antiguo Lago de Texcoco. Mi habitación quedaba en el primer piso, frente a la de mis padres. Era grande y de techos altos, y tenía una ventana de pared a pared con vista al tronco de un gran arce cuyas hojas cambiaban de color tras el curso de las estaciones. Durante la noche las ventanas transpiraban. Las cortinas eran gruesas, recubiertas de una capa de lona de plástico porque en invierno llega a hacer mucho frío en esta zona.

Esa casa es el lugar de mi infancia y el camino hasta ahí, las vías del tren, las torres de alta tensión junto a la avenida que parecen gigantes de hierro con sombreros de dos picos, condenados a permanecer de pie sosteniendo el tendido eléctrico hasta que las fuerzas de la naturaleza los obliguen a arrodillarse y morir, la panorámica de los volcanes hacia el suroeste, cada tramo desde aquí hasta cualquier lado al que haya ido quedó grabado en mi memoria como en una Betacam y a través de todos los años en los que viví en otros lugares. Miles de kilómetros lejos de aquí, soñaba con la parada de colectivos que queda en Av. De Las Torres y Nabor Carrillo, el camino baldío que había entre mi calle y el pequeño pueblo de La Angostura, la fábrica cerca de las vías de cuya chimenea salían de mañana y entraban por la tarde bandadas de golondrinas formando un ciclón.

Bandadas de golondrinas. Video x Daniel Weselka

Ese era el sistema solar que orbitaba mi mundo de pequeña. Mi planeta era la casa y su atmósfera la calle en la que vivíamos, y más allá de eso estaba el espacio exterior aledaño, un sistema a donde pocas veces me aventuraba sin la compañía de un adulto, pero en algunas ocasiones tuve oportunidad de explorarlo. Me parece que había cumplido ocho o nueve años la vez que mi tío Eduardo llegó un día abanderando un enorme papalote octagonal que era un regalo para mí. Tenía unas partes amarillas y rojas de papel de china muy alisado y un color más, tal vez verde o azul rey, y en los vértices estaba adornado con tiritas de los mismos colores, y tenía una cola hecha con cinta y un largo carrete de piola de algodón. Él mismo lo había construído con sus hábiles manos de inventor. Ese gesto verdaderamente romántico era algo desconocido para mí hasta entonces. Fue el regalo más maravilloso que recibí jamás y una muestra de amor distinta a todas las otras: hice esto para ti. Me hizo sentir muy especial.

El papalote estuvo en mi habitación durante una temporada considerable. Colgaba de la pared y me gustaba mirar su forma y su factura, cómo el papel estaba pegado a los palitos de madera con delicadeza, cómo los palos estaban unidos uno con el otro por bobinas de hilo en miniatura. Y me preguntaba si deberíamos volarlo o sería simplemente una bella decoración, como una obra de arte pensada para ser contemplada por muchas generaciones de personas. Pero notaba lo rápido con que el papel de china se decoloraba a causa del sol que entraba por la ventana, con qué velocidad mi regalo empezaba a tomar unos tonos viejos y a revelarse como un artefacto algo efímero. Había una especie de angustia de saber que el papalote tenía una determinada vida y luego perecería. Pero un día, no un día cualquiera sino un día preciso, tal vez un domingo, una tarde de invierno como la de hoy, en la que ni mis padres ni mis hermanos estaban, (creo que mi tía y mis primas habían ido a visitar a los abuelos a Argentina) una tarde elegida por mi tío para nosotros, para él y yo y el papalote de colores, mi tío entró a casa y me dijo tráelo, y lo bajé con cuidado del gancho que lo sostenía y lo traje a la puerta, y mi tío cogió un abrigo para mí, me llevó en su auto color verde musgo hacia la Avenida de las Torres y se estacionó en el playón del Club Casablanca. Frente a nosotros había un gran terreno de parches de pasto y tierra. La tarde era de un viento leve y sostenido allá arriba, y faltaban algunas horas para que se ponga el sol. El tío hizo algunos ajustes en el sistema de la piola y el carrete de hilo, un nudo fuerte ajustado al eje central del papalote formando un triángulo, y me mostró la forma en la que debíamos hacer que levantara vuelo: él, con las cuatro o cinco cabezas que me llevaba de altura, lo sostendría sobre mí en un ángulo agudo respecto del suelo, yo tiraría del hilo y correría hacia adelante por el campo baldío sintiendo la resistencia de aquel objeto, y tras un par de ensayos, el papalote se quedaba ahí en el aire, temblando como una chapa de metal y transmitiendo esa frecuencia hacia mi mano a través de la piola, y mi tío permanecía en un lugar y sonreía tras su bigote con su nariz de detective, y me gritaba que corra, que corra más, que le diera más cuerda, que siga corriendo, y el papalote remontaba el aire y ascendía, subía y tiraba fuerte hacia arriba, y en un momento me di cuenta que ya no tenía que correr, que el papalote planeaba muy alto y sus adornos de papel se estremecían al viento y emitían un siseo hipnótico, y mi tío volvió a tomar el hilo y me dijo que en ese punto ya sólo teníamos que dirigirlo y seguiría subiendo todo lo que le fuera posible, y había algunas ráfagas de viento ante las que sentía que simplemente no podríamos sostenerlo más, pero mi tío con su cuerpo de atleta lo tenía y lo domaba llevándolo a un lugar donde las corrientes fueran más consideradas con nosotros. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí mirando hacia el cielo. Un cometa, con su larga cola, centelleando ante las luces doradas del atardecer. No puedo precisar la altura hasta la que llegó el papalote, pero era más de cien veces la mía, muy arriba. Nunca había estado tan cerca de volar. Y creo que yo no estaba muy segura en ese momento o trataba de no pensar en eso, pero casi podría asegurar que el tío Eduardo sabía que esta aventura terminaría del modo en que lo hizo y había planeado todo de la manera en que ocurrió, porque en un momento el papalote iba tan alto que ya no podíamos bajarlo y sólo había dos opciones, soltarlo y dejarlo ir o esperar. Y de pronto, sólo un puntito vibrante allá lejos, la gruesa piola de algodón se cortó de de un tiro. Y el papalote dio un vuelco en el aire y se precipitó hacia abajo y se enredó en los cables del tendido eléctrico.

Foto del diario abc de Zihuatanejo, Guerrero.

Volvimos a casa. No sé qué pasó después. Mi nariz estaba fría y todavía podía sentir el zumbido de ese motor invisible que lo llevó tan arriba. Durante meses, todas las mañanas pasábamos en auto por la avenida, rumbo a la escuela, y el papalote seguía ahí, pendiente del cable de alta tensión, como una estrella que todavía podemos contemplar aunque haya muerto hace mucho tiempo.

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Lucía Malvido
Chicas
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(CDMX, 1985) Mexicana y argentina por partes iguales. Mi patria es la Internet. Escritora de oficio. Lectora de vocación.