Gould y la tecnología

Sebastián Napolitano
Chicas
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5 min readNov 19, 2019

Durante un concierto en Londres, al crítico Harold Rutland le molestaron los movimientos que el pianista canadiense Glenn Gould hacía durante la introducción del 3er concierto para piano de Beethoven. El crítico, que tuvo buenas consideraciones sobre la ejecución, esperaba que mientras la orquesta estuviera tocando, el músico se mantuviera lo más quieto posible tal como un “actor espera mientras otro personaje dice su texto”. En cambio, antes de su entrada, Gould tomaba de una botella de agua, cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha y marcaba el pulso con el pie. “Tan extraño como pueda parecer”, escribió el crítico, “el público de un concierto mira tanto como escucha”. La apreciación puede resultar superficial, pero revela una verdad sobre el oyente del siglo XX. Sus prejucios provenían de la vieja metafísica de la representación del período clásico. El oyente que miraba tanto como escuchaba, sometido a las convenciones de los conciertos y a los gestos calculados de los intérpretes, consideraba a la grabación como un sustituto de la presentación en vivo, al disco como un documento.

Esta concepción explica en parte la indignación del público cuando el Daily Mail filtró la información de que los do sobreagudos de la versión de Tristan e Isolda que EMI produjo en 1952, dirigida por Furtwängler, no eran de Kirsten Flagstad sino de Elizabeth Schwarzkopf. Para entonces, Flagstad tenía cincuenta y siete años, era considerada una de las más grandes cantantes wagnerianas del siglo y su carrera pasaba por un buen momento pero no llegaba a esa nota aguda que Wagner escribió para Isolda en la primera escena del segundo acto. Schwarzkopf, después de ser absuelta al final de la Segunda Guerra por la Comisión de Control Aliada, ante el descontento de los sectores más duros de los servicios secretos estadounidenses que esperaban un castigo ejemplificador, había viajado a Inglaterra donde retomó su prestigiosa carrera internacional y se casó con Walter Legge, un productor de EMI con una visión diferente a la de sus predecesores que preferían “sacar fotografías sonoras exactas” de la grabación en el estudio. Fue Legge el que propuso que su esposa cantase las notas que Flagstad no podía. Todo lo que tuvo que hacer Schwarzkopf fue pararse cerca del micrófono, esperar el momento y durante un breve silencio que interrumpía el discurso, hacer el do e inmediatamente callarse para que la otra soprano siguiera la frase.

En un artículo de 1966, The Prospects of Recordings, Gould escribió que el caso de los do sobreagudos de Schwarzkopf “le sirvió a los puristas indignados, para quienes la música es el último deporte sangriento” como un argumento a favor de la moral estética. Esa moral estética, que establece una relación de fidelidad entre el concierto y su registro, convertía a la grabación en un documento y no, como Gould lo entendía, en un medio creativo en sí mismo. En el mismo artículo contaba cómo, partiendo de dos versiones muy diferentes (”una era solemne y la otra grave”), había logrado armar una versión única y definitiva de una fuga de Bach. Para entonces, se había retirado de los escenarios, prediciendo la muerte del concierto y se había dedicado únicamente a grabar porque sentía que el excesivo contacto con el público llevaba al músico hacia la retórica y que la verdadera condición para desarrollar la creatividad era el aislamiento. De acuerdo con Gould, la tecnología iba a borrar los límites entre el compositor, el intérprete y el oyente, tres roles que desde el Renacimiento permanecían separados y gracias al refinamiento de las técnicas de grabación no solo el intérprete, librado de problemas como los nervios o la memoria iba a poder elaborar una versión pulida y definitiva, sino que el oyente iba a ser capaz de modificar algunos aspectos del resultado como la ecualización, la velocidad y hasta de poder armar, a partir de un conjunto de grabaciones, sus propias versiones de las obras. Según contó alguna vez, en una de sus últimas presentaciones en vivo, durante una interpretación especialmente errática, había tenido el impulso de parar, decir “toma dos” y volver a empezar.

Se dice que Gould necesitaba, mientras estudiaba el piano, que hubiera un ruido que actuara de interferencia. Sin importar lo que fuera, usaba discos de los Beatles, la televisión prendida a todo volumen. Esa costumbre tenía origen en una tarde de su adolescencia en la que el sonido estridente de una aspiradora le impidió escuchar las notas de una sonata de Mozart que estaba estudiando: “lo que pude aprender de una unión accidental entre Mozart y una aspiradora fue que el oído interno de la imaginación es un estimulante mucho más poderoso que cualquier grado de observación externa”. Esos sonidos virtuales, imaginados, le parecieron más elocuentes que los sonidos reales y puede que de ese encuentro casual surgiera su interés por los efectos, ignorados por la mayoría de los pianistas de su generación, que la tecnología tiene sobre el lenguaje musical. A pesar de que en algún momento atenuó su optimismo tecnológico sobre el oyente interactivo del que tanto hablaba reconociendo que en la mayoría de los casos “el público no sabe lo que quiere”, hoy en día se suele decir que previó nuestra escucha impaciente y fragmentada de internet, hecha de listas de reproducción aleatorias y heterogéneas, adaptadas a las necesidades del usuario. Fue el primero en entender que el oyente de la era tecnológica necesitaba algo más el que el evento del concierto. Como suele repetir en las entrevistas la pianista youtuber, Valentina Lisitsa: “El público ya no se conforma con escuchar las obras. Necesita ser parte de los detalles, del proceso creativo, como si pudiera hacer zoom en la música”.

También, los videos de Jacob Collier, el multi-instrumentista, cantante y maniático de la armonía, que en 2012 empezó su carrera como youtuber, en los que se lo puede ver cantando al mismo tiempo cada una de las voces de sus arreglos de standards de jazz tienen su antecedente en un programa que Gould hizo para la CBC, tocando las voces sobregrabadas de una fuga de Bach en diferentes instrumentos (según el editor tuvieron dificultades para superponer, exactamente como el pianista quería, en una pantalla partida, las tres tomas distintas). Collier, en la presentación de su disco, producido por Quincey Jones, llamado In My Room, un título que hace referencia a las transmisiones de varias horas en vivo que hacía desde su cuarto, como si parodiara o recreara la experiencia sus videos de YouTube, tocó solo, rodeado de teclados y usando un vocoder para modificar y superponer capas de voces. El músico youtuber es el artista solitario que vive hablando solo con micrófonos y pantallas. “El aislamiento es un componente indispensable de la felicidad humana”, decía Gould después de su retiro, entre consolas, grabando y cortando él mismo las cintas, editando la intensidad de una sola nota que no había quedado como esperaba, reduciendo al mínimo cualquier contacto humano. Para el pianista, la cualidad más importante de la tecnología es su capacidad para crear un halo de anonimato, de librarnos de la noción de originalidad y devolvernos la visión medieval del mundo en la que la fe precedía al logro intelectual: “Entiendo que el mejor cumplido que se puede hacer a una grabación no es otro que reconocer que se hizo tal como se hizo con la intención de borrar todos los signos, todas las huellas, tanto las del creador como las de su creación.”

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