La hora de la bruja

Sebastián Robles
Chicas
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5 min readFeb 28, 2020

Hace algunos años, Facundo Garcìa Valverde y yo tuvimos un programa de radio con una bruja. Salíamos por internet. La bruja se llamaba Graciela pero su nombre artístico era Hasia. Con el tiempo, nosotros empezamos a llamarla así también. El programa salía los miércoles a la noche. La bruja hacía un editorial de diez o quince minutos en el que reflexionaba sobre las fórmulas para atraer el amor, el influjo de los astros o la presencia de reptilianos en el gobierno. Después entrevistábamos a escritores, a algún personaje esotérico y respondíamos consultas de los oyentes, que nos llegaban a través de las redes sociales. Hasia tiraba las cartas sobre la mesa de la radio. En general, las consultas eran sobre la salud o el amor. A veces sus respuestas sonaban imprecisas y genéricas. Otras veces acertaba en sus pronósticos o en sus comentarios sobre la persona que llamaba.

-Vos tuviste algún problema en los dientes -le dijo a uno, que confesó haber visitado al dentista el día anterior.

A un oyente que le preguntó sobre su futuro en el amor, le dijo:

-En las cartas me sale “Budapest” -sin entender ella misma el sentido de su respuesta.

Meses más tarde, el oyente -que era amigo nuestro- conoció a una chica que había visitado recientemente esa ciudad de Europa del Este.

Hasia había llegado a nuestras vidas a través de mi suegra de entonces, que nos la recomendó para limpiar de embrujos la casa donde yo vivía con mi novia de esos años. Habíamos atravesado unas cuantas muertes cercanas y sucesos desgraciados en los últimos tiempos, así que un poco de magia blanca nos parecía razonable, al menos para calmar los nervios. La bruja vino, miró a su alrededor, recitó unas oraciones y nos dio su diagnóstico:

-El hechizo no está en la casa -dijo-, sino en él.

Y me señaló, un poco afectada y solemne. Tenía una voz llena de matices y sensualidad, que era capaz de convencernos de cualquier cosa. Nos visitó dos veces más, hasta que dio por concluido su trabajo.

-¿Vos trabajás en radio? -me dijo durante una de sus visitas. En ese momento todavía me sorprendían sus salidas disruptivas, casi siempre acertadas. Le dije que sí.

-Yo siempre quise estar en radio -comentó-. Tengo voz de locutora.

Le conté el episodio a Facundo, con quien ya teníamos un programa donde hablábamos de literatura, y de repente a los dos nos pareció una buena idea sumar a Hasia. Así fue como empezó “La hora de la bruja”. Era una manera de hablar de algo que no fueran libros.

Solíamos juntarnos un rato antes en un bar enfrente del Congreso, cerca de la radio. Pero una noche de sudestada, antes de una tormenta, pasé a buscar a Hasia por el edificio donde ella vivía, en Tribunales. El viento silbaba fuerte y arrastraba basura por la calle. La gente corría para refugiarse en los colectivos y en los bares de Corrientes. El cielo se había puesto de un color amarillo sucio, resplandeciente, como un televisor de tubo en sus últimos minutos de funcionamiento. El agua caía tibia y a los baldazos. Hasia y yo nos refugiamos en el alero de un edificio. Todavía faltaban cinco o seis cuadras para llegar a la radio.

Entonces vi un cartel de “Se vende”, con el logo de una inmobiliaria, que el viento arrastraba con fuerza hacia el extremo de un balcón en un segundo piso.

-Se va a caer -dije.

Agarré a Hasia de la mano y la conduje en la dirección opuesta, abajo de la lluvia, en un rodeo que hizo más largo el camino hasta la radio. Ella me siguió sin protestar.

Más tarde, en una pausa del programa, todavía empapados, dijo:

-Tuviste una visión. Por eso fui atrás tuyo sin decirte nada. Nos salvaste la vida a los dos.

Esa fue una de sus enseñanzas más significativas: los momentos de magia eran escasos y uno debía estar alerta para reconocerlos en su justa medida. Los impulsos, los presentimientos y cualquier otro tipo de arranque en apariencia espontáneo estaban en realidad motivados por una fuerza superior, el destino, Dios o como uno quisiera llamarla.

Una noche, Hasia faltó a la radio sin avisar. La llamamos al celular y a la casa, pero nadie respondió.

Para ese entonces, Facundo y yo estábamos cansados del programa. Teníamos una audiencia estable, que no disminuía pero que tampoco parecía estar creciendo. No habíamos conseguido anunciantes, ni nos llenamos de seguidores en las redes sociales. El contacto cotidiano con Hasia la había vuelto menos misteriosa y extravagante. Al final yo sospechaba que no era más que una estafadora que conseguía clientes gracias a nuestro programa de radio, mientras que nosotros nos quedábamos sin nada.

La llamamos durante una semana, le dejamos mensajes, pero no obtuvimos respuesta. Volvió a faltar las dos semanas siguientes. Estábamos por cancelar el programa cuando recibimos un llamado suyo, pocos minutos antes de salir al aire. Hablaba con un hilo de voz.

-Estoy en un hospital -dijo.

En el curso de la charla se cuidó de no mencionar en cuál, como si temiera que la fuésemos a visitar.

Esa noche salió al aire. Nos contó -y les contó a los oyentes- que, unas semanas antes, se había desmayado en su casa. Una vecina llamó a la ambulancia y estaba internada desde entonces.

-Ya me siento mejor -dijo-. Espero volver pronto al programa.

Unos días más tarde, recibí un llamado de una mujer que se presentó como su hermana.

-Graciela murió -dijo.

Contó que, cuando la internaron, le encontraron un tumor en el cerebro. Como ella nunca consultaba con médicos, sino que se automedicaba con hierbas y tés medicinales, la enfermedad se había esparcido por su cuerpo. Para ese entonces, era probable que Hasia sufriera alucinaciones de todo tipo. Las articulaciones dejaron de responderle. A veces deliraba. Le administraron la morfina durante un par de semanas, hasta que ya no hacía falta.

Esa noche nos tocaba salir al aire. Habíamos agendado una entrevista a un entrerriano que decía que conversaba con un duende de agua, pero no lo llamamos. Contamos la noticia, lloramos un poco y volvimos por Callao hasta que pasó un colectivo que nos dejó en alguna parte.

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