La música como arma

Sebastián Napolitano
Chicas
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5 min readDec 30, 2020

La música como arma

Hace algunos años, en un tren de Barcelona, escuché algo que me llamó la atención. Era un loop de la Quinta Sinfonía de Beethoven que emitía un parlante ubicado en algún lugar impreciso del vagón. El fragmento duraba algo más de un minuto y después de una pausa breve volvía a empezar. A un volumen moderado, el audio de mala calidad se mezclaba con la vibración del tren, el murmullo de los pasajeros y la voz grabada y metálica de una mujer que anunciaba el nombre de cada estación. Nada indicaba que fuera una molestia para los pasajeros, la mayoría usuarios habituales del tren que volvían del trabajo. La repetición había logrado el efecto de hacer desaparecer la música del campo auditivo, como al escuchar de fondo el ruido de una televisión vieja mal sintonizada. En cambio, prestando atención, si al principio se podía pensar que el fragmento formaba parte de la programación de una radio, una vez identificada la repetición, era imposible no sentir una sensación de hartazgo. Después de mucho tiempo en el que no volví a pensar en el episodio, encontré en la web una serie de artículos dispersos en los que pude reconocer su sentido.

Se cree que la implementación del método ocurrió alrededor del año 2000. Los primeros en aplicarlo fueron los ferrocarriles ingleses que, usando a la música como arma, buscaban evitar la permanencia en los andenes. El repertorio incluía, entre otras obras del repertorio sinfónico, el segundo concierto para piano de Shostakovich, la segunda sinfonía de Beethoven, mencionadas como las más efectivas. Los buenos resultados de las primeras pruebas, incluso mejores de lo esperado — según las estadísticas los robos se redujeron un 33%, el acoso callejero un 25% y el vandalismo un 37% — hicieron que la técnica se expandiera a otros lugares de Europa. Al norte de Irlanda, las autoridades reconocieron que la música clásica era “un recurso muy efectivo a la hora de combatir la práctica de grafitear las paredes y el street art”. En enero de 2010 se reveló que en un colegio inglés llamado West Park se “sometía” a jóvenes de mal comportamiento a largas sesiones de Mozart. El director de la institución declaró además que el castigo lograba “relajar” a los alumnos y hasta disuadirlos a largo plazo de persistir en la mala conducta.

En un artículo de 2018, el periodista y musicólogo Ted Gioia contó que desde el techo de un Burguer King ubicado en una esquina de San Francisco suena sin interrupción una selección de Bach, Mozart y Vivaldi. No es extraño, comenta Gioia, encontrar los alrededores de esa esquina completamente vacía. Los indigentes que pedían limosna en la puerta de los restaurantes o buscaban resguardo en los umbrales de la cuadra emigraron a otros lugares más silenciosos. La iniciativa fue puesta en marcha por una organización de vecinos sin fines de lucro: “La CMCBD hace del área del Mercado Central un lugar más seguro, atractivo y deseable para trabajar, vivir, comprar, ubicar un negocio o poseer una propiedad mediante la prestación de servicios”. Para Gioia la elección del repertorio clásico no es casual. Lleva la marca de un código de exclusión social: “La música clásica como arma es solo el siguiente paso en la mercantilización del género. Hoy en día, la mayoría de los jóvenes la encuentran, no como una forma de arte popular, sino como un significante de clase, un conjunto de tropos en un sistema más grande de comunicación codificada que las empresas han explotado para relacionar nuestras valoraciones sociales con el sonido de una orquesta”.

La nota más reciente que encontré sobre el tema fue publicada el año pasado por el Tagesspiegel, un diario alemán. La metodología y las anécdotas se repiten. En Neukölln, un distrito de Berlín, las autoridades de la estación de tren decidieron emplear el mismo método aunque fueron un poco más lejos con el repertorio: música atonal. El objetivo concreto, en este caso, era evitar la reunión de los adictos que toman a la estación Hermannstrasse como punto de encuentro. Según las autoridades la elección tuvo que ver con que para ellos el atonalismo “socava completamente los hábitos de escucha tradicionales”. Pocas personas, dio a entender Kessler, uno de los encargados del proyecto, la encuentran hermosa y mucha gente la percibe como algo de lo que hay que escapar. Para la mayoría de los empleados y vecinos de la estación la medida no es necesaria porque los yonquis, que a veces tratan de robar una gaseosa de la máquina expendedora, son inofensivos y muy pocas veces se dedican a molestar a la gente. En cambio se mostraron más preocupados por los efectos que esa música pudiera tener sobre los pasajeros en general.

Para las sociedades primitivas, el sonido, el medio más antiguo para comunicar los fenómenos incomprensibles de la naturaleza, era capaz de expresar la esencia de las cosas que en el plano visible permanecían ocultas. Algunas tribus lo usaban como defensa ante los animales salvajes: la capacidad de imitar el sonido o el ritmo de un animal equivalía a dominarlo. Ese mito sobrevivió a través del tiempo y llegó al siglo XIX bajo la forma de una historia, la del músico perdido en el bosque que logra calmar a las fieras con una melodía. Rüdiger Safranski cuenta que Schopenhauer escuchaba en la infancia sobre un violonchelista que, en la isla del puerto de Danzig, donde por las noches se soltaba una jauría para custodiar los almacenes, “entonó sus zarabandas, polonesas y minuetos” logrando que los perros se postraran junto a él a escucharlo. De acuerdo con Safranski, a través de esa historia, el filósofo pudo “imaginar por primera vez el mágico poder de la música, capaz de enfrentarse a todos los abismos”. Para Schopenhauer el lenguaje musical era el único con la capacidad de revelar la esencia íntima del mundo. A través su propiedad sensual e invisible se puede imaginar y medir la magnitud de su poder y su peligrosidad como arma y que en parte depende de los límites que la fisiología nos impone: podemos cerrar los ojos pero no los oídos. Una vez conquistada la naturaleza a través de la técnica, la música se vuelve al fin contra nosotros.

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