La voz de Irlanda

Tomás Richards
Chicas
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7 min readMar 17, 2021

A principios del siglo V los bárbaros invadieron y arrasaron el decadente Imperio Romano. De esa forma, progresiva pero rápidamente, le pusieron fin a un modo de vida que durante siglos había garantizado en buena medida la paz y la tranquilidad para todos sus habitantes. Al desaparecer ese orden civilizatorio, los romanos quedaron sumidos en un mundo sin ley, sin paz y sin cultura, un ambiente tan salvaje que, desde el saqueo de Roma por parte de Alarico en el 410 hasta la caída del imperio de Occidente en el 476, prácticamente se perdió la capacidad de leer y escribir en todo el territorio europeo.

Ahí donde habían existido la seguridad y la previsión, la vida se volvió inestable. En los márgenes del Imperio fue donde peor se puso: los bárbaros asolaban las poblaciones no solo para saquear, violar y matar sino también para cazar esclavos; mujeres, niños y hombres hasta entonces libres que, capturados, pasaban a ser siervos o mercancía. Las bandas irlandesas, los piratas escotos, eran famosas por su eficacia en este negocio. Una de ellas desembarcó un buen día en el norte de la Britania romana y barrió la zona llevándose a muchas personas, entre ellas a un joven de 16 años llamado Patricio.

Patricio venía de una familia pudiente y cristiana, pero nunca le había dado importancia a la religión. Durante su cautiverio en Irlanda fue destinado a la cuida del ganado del jefe de unos clanes, un rey llamado Miliucc. Ahí, entre el frío, el hambre y la soledad de los campos paganos, empezó a rezarle al dios de sus padres. En su Confesión, hecha antes de morir de viejo, lo contó así: “Después de llegar a Irlanda, me acostumbré a cuidar el hato cada día y me acostumbré a rezar muchas veces al día. Más y más el amor de Dios y mi temor de Él y mi fe aumentaba y mi espíritu se movió de tal manera que en un día me acostumbré a rezar hasta cien veces en el día y un número parecido en la noche. Además me acostumbré a quedar afuera en los bosques y en la montaña y me desperté antes del amanecer para rezar en la nieve, en el frío helado, en la lluvia y no me sentí ni perezoso ni enfermo porque, como ahora veo, el espíritu ardía en mí”.

Durante seis años esa rutina de orar y pastorear fue toda su vida. Semidesnudo y sin comida, andaba por los campos de Miliucc detrás de las ovejas. Ese desarraigo pesó mucho y mal en su formación intelectual. “Un joven, casi un niño sin barba, me llevaron al cautiverio antes de que yo supiera lo que debía de desear y lo que debía de evitar. Entonces, por ese motivo, hoy me da vergüenza y siento mucho temor a exponer mi ignorancia, porque, poco elocuente, con un vocabulario limitado, no puedo explicar en la manera que el espíritu anhela poder hacer y cómo el alma y la mente urgen”, escribió.

Una noche de esas, en sueños, oyó una voz que le dijo que pronto volvería a su país natal y lo impelió a ponerse en marcha hacia la costa. Se calcula que para huir de los dominios de Miliucc caminó más de 300 kilómetros hasta lo que hoy es Wexford. Al llegar a la costa encontró un barco que zarpaba lleno de perros. Después de negociar los términos para embarcar, Patricio y los marinos no se pusieron de acuerdo y no hubo trato. Contó el desaguisado así: “Ese día, me negué a chuparles el pezón por mi reverencia a Dios. Eran paganos, y esperaba que pudieran llegar a la fe en Jesucristo”.

Lo de la succión del pezón es literal. El rito pagano de sughaim sine era una ceremonia de sumisión, consistía en chuparle la tetilla a alguien a quién se le reconocía la autoridad. Patricio ya no estaba para someterse ante nadie que no fuese Nuestro Señor. Así que volvió tierra adentro caminando, pensando en los hombres de Miliucc, que debían estar al llegar. La suerte que le esperaba en sus manos no era, obviamente, la mejor. Patricio rezó y al instante llegó uno de los marinos a buscarlo. “Ven, confiaremos en ti. Demuestra que eres nuestro amigo de la manera que quieras”, le dijo. Volvieron juntos y zarparon hacia la Galia.

Al llegar al continente anduvieron por tierra baldía casi un mes. Se quedaron sin comida y pronto el hambre se convirtió en un problema. El capitán le dijo a Patricio: “¿Qué te parece esto, cristiano? Nos dices que tu Dios es grande y todopoderoso, ¿por qué no puedes rezar por nosotros, ya que estamos en mal estado de hambre?” Patricio no accedió a rezar por sus compañeros de ruta sino que los instó a rezarle ellos mismos al verdadero Dios. Cuando, desesperados, por fin lo hicieron, se cruzaron con una piara de cerdos a la que no dejaron ir. Durante dos noches hicieron campamento y saciaron su hambre y la de sus perros.

Unos años después, Patricio consiguió llegar a su hogar, donde sus parientes lo recibieron con alegría. Pero él había cambiado. De ser aquel adolescente impío había pasado a ser un santo varón, algo rústico en su vocabulario pero muy sensible a la forma de ser de las personas. Extrañaba Irlanda y a los irlandeses. En una visión nocturna vio a Victoricus, un conocido suyo, que le ofrecía un manojo de cartas. Patricio tomó una y la leyó. “La voz de Irlanda”, decía. Unas voces le gritaron desde un bosque: “Te rogamos, joven santo, que vengas y que camines de nuevo entre nosotros”.

Cuando despertó, Patricio entendió cuál era la misión que Dios le encargaba. Contra la protesta de su familia, volvió a la Galia, probablemente a Lerins, donde estudió y fue ordenado sacerdote, primero, y luego obispo. No fueron años placenteros. Sus maneras y su mentalidad irlandesas lo hacían chocar con las de sus superiores y sus pares, formados a la vieja usanza romana. Enfrentó varias rencillas, muchas calumnias y algunas traiciones de parte de ellos. También lo acusaron de pecados reales, que él ya había confesado antes de ser diácono. “Vinieron y pusieron mis pecados contra mi duro trabajo como obispo. Esto me golpeó muy fuerte, tanto que parecía que estaba a punto de caer, tanto aquí como en la eternidad”, dijo. En su Confesión no explica cuál habría sido ese pecado, cometido a sus quince años. Pero lo señala como grave. Thomas Cahill opina que podría tratarse de un asesinato. “Los pecados sexuales no guardaban mayor relevancia para la gente de aquellos días. Robo a gran escala es mucho menos probable si se piensa en los cuidados que le brindara su ambiente familiar”, escribe Cahill. “Pero homicidio, particularmente el de un esclavo o un siervo, sería un acto que no hubiera tenido mayor implicación social ni hubiera sido de mayor consecuencia para el asesino”, concluye.

Esas calumnias persiguieron y atormentaron al acomplejado Patricio toda la vida. Volvió a Irlanda, la tierra que conocía, y predicó el Evangelio. Con mucho peligro, valido por su amor a los habitantes del lugar y su don de gentes, fue consiguiendo ablandar el corazón celta a la Buena Nueva. Cayó prisionero varias veces, sufrió ataques y vejaciones, pero en general su misión encontró buena acogida entre los irlandeses. “A veces daba regalos a los reyes, más allá de lo que pagaba a sus hijos que viajaban conmigo. A pesar de esto, nos tomaron prisioneros a mí y a mis compañeros, y querían matarme, pero aún no había llegado el momento. Robaron todo lo que encontraron en nuestra posesión, y me ataron con hierro. El día catorce, el Señor me liberó de su poder; todas nuestras posesiones nos fueron devueltas por el amor de Dios y por la estrecha amistad que habíamos tenido anteriormente”, contó.

Al momento de la muerte de san Patricio casi toda la isla era cristiana, había obispos en prácticamente todo el territorio y el paganismo estaba en retroceso. Liberó al país de las serpientes de la impiedad. Gracias a él, los reyes de Irlanda habían cambiado la esclavitud, los sacrificios humanos y la guerra constante por la misa y la Divina Trinidad comprendida a través del trébol. “Nunca antes conocieron a Dios excepto para servir a los ídolos y a las cosas inmundas”, escribió san Patricio. “Pero ahora, se han convertido en el pueblo del Señor, y son llamados hijos de Dios. ¡Los hijos e hijas de los líderes de los irlandeses son vistos como monjes y vírgenes de Cristo!”

Mientras Roma se sumía en el caos, Irlanda iba entrando en la paz del cristianismo. Su tarea misionera crece en magnitud e importancia si se piensa que fue la primera misión evangélica llevada a cabo fuera del radio de influencia de la ecúmene grecolatina. Solamente santo Tomás, antes, había llegado a la India, donde ya el paso conquistador de Alejandro Magno había dejado tierra fértil para la recepción del Evangelio. “Al hacerse irlandés”, dice Cahill, “Patricio ligó su mundo al de ellos, su fe a la vida de ellos”. En las generaciones siguientes los discípulos de san Patricio (san Columbano, santa Brígida y otros miles) llevarían el cristianismo a la Gran Bretaña y al norte de Europa, mientras que los monjes irlandeses salvarían la civilización occidental copiando en sus abadías toda la cultura que en el continente se perdía de manera irremediable.

El último párrafo de la Confesión de san Patricio dice así: “Confío en aquellos que creen y temen a Dios. Quienquiera que se digne examinar o recibir esta documentación, compuesta por el iletrado pecador Patricio en Irlanda, que ninguno de ellos diga que lo poco que hice o di a conocer para complacer a Dios fue hecho por ignorancia. En cambio, pueden juzgar y creer en toda la verdad que fue un regalo de Dios”. ¿Qué hubiese sido de nosotros sin la voz de Irlanda? Mejor ni pensarlo. En su lugar, agradezcamos al santo hoy, en su día, todo aquello: por la fe de nuestros padres.

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