Los robots que ponen música

Lucía Malvido
Chicas
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8 min readDec 29, 2018

“The lucky few who can be involved in creative work of any sort
will be the true elite of mankind, for they alone will do
more than serve a machine.”

Isaac Asimov, Visit to the World’s Fair of 2014, Agosto de 1964.

Probablemente siga siendo la música lo más hermoso que nos va a ocurrir jamás. Una de las cosas que más espero del “fin de año” son esas larguísimas listas que ensamblan en las redacciones de las revistas o los boletines de música alrededor del mundo con los mejores álbumes de esta última vuelta al sol. Reviso todas las que me choco y para eso, como para ningún fin mejor, encuentro en Twitter un lugar mágico donde se concentra esta información si sabes dónde buscarla. Algunos de esos listados apestan, por supuesto, o no se alinean con mi cosmogonía musical en lo absoluto. Me pasó con una lista de los 100 greatest hits del 2018 según Noisey, el suplemento musical de la revista Vice. No estoy muy en sintonía con la cultura del rap y el muy mentado trap -que se hace pasar por algo nuevo, no lo es, y cuando finalmente le das play resulta que te pinchaste un reguetón- y toda esa gente que se hace llamar Robin Dee, Cardi Ci, Phoni Ft. Em Bi, etcétera. No aprendo a distinguirlos. Sus seudónimos sosos me producen sospechas. En mi mente los músicos son gente orgullosa de ponerle su nombre a un proyecto o bien, grupos de personas que han puesto su inteligencia y humor al servicio de un espíritu de unidad que le da carácter y sentido a la formación de una banda. También están esas listas creadas por robots que se dedican a robar datos y te dicen qué fue lo más escuchado en tal o cual servicio pago según las variables disponibles.

Una página de la sección “Discover” de Bandcamp.

Uno de mis medidores de calidad durante el último par de años es fijarme primero si las bandas o solistas recomendados tienen una página de Bandcamp. Bandcamp, después de YouTube e ignorando la muerte de Grooveshark, es una de las mejores cosas que le han pasado a internet en toda su existencia. Ya en Bandcamp hay muchas señales que leo como guiños hacia mi propia concepción de la música en el siglo XXI, por ejemplo si la banda o sello tiene material actualizado. También me producen simpatía las cuentas que te permiten escuchar los álbumes completos y mucha, mucha más, las que te permiten descargarlo gratis, aunque no todo se puede en la vida. Para eso, desde que soy usuaria del sistema operativo Ubuntu hace unos diez años, también tengo en el escritorio de mi computadora una aplicación llamada Nicotine + que básicamente es una versión de Soulseek para Linux que todavía anda como un caño y desde la que puedo bajar, de la computadora de cualquier otro usuario conectado en la tierra, el disco de se me cante en el momento que se me cante. Probablemente, con excepción de ese breve lapso de tiempo en el que el imperio nos permitió comprar material discográfico a precios accesibles, hace unos 20 años que practico la piratería rutinariamente. Cabe aclarar, para los que se espantan con la plata de sus derechos de autor, que no he contribuído a llenar los bolsillos de nadie con esta práctica pero tampoco la he utilizado con fines de lucro sino sólo para uso personal y con fines de divulgación. Si van a despenalizar el consumo de estupefacientes, revisen este otro temita, gracias. Entonces escucho un disco nuevo. Ya sea desde Bandcamp o en YouTube -el semidiós- y busco en Wikipedia para aprender un poco más acerca de mi nuevo hallazgo o leo el chorizo que la banda o el sello quiso poner debajo del material. En la plataforma de Bandcamp esto es en general una ficha técnica al viejo estilo, a veces una reseña o una breve narración que contextualiza la obra y las etiquetas que la plataforma permite poner. Muchas veces esta forma de organización de datos tan cuestionada de las etiquetas o nubes me ha llevado a la fuente, nuevas listas kilométricas de proyectos etiquetados bajo un mismo género de las cuales manotear otro disco gracias a un arte de tapa que considero bella o divertida, un proyecto bautizado con audacia, un cartel de neón, un personaje dislocado, qué se yo.

Tower Records, Centro Comercial El Triángulo, Puebla, México.

Las tapas de los discos fueron, durante al menos una década, prácticamente las únicas referencias que se podían obtener del contenido de un récord allá en el siglo pasado, cuando las casas de discos como Mixup o Tower Records abrieron sus descomunales locales en México. Hectáreas de bateas llenas de discos, ese sonido que se producía cuando recorrías con los dedos las filas de CD’s -clac, clac, clac, clac- y no quedaba mucho más que mirarlas, leerlas, notar las tipografías, tratar de avizorar en ese empaque homologado una voz que te llamara desde el color y la estructura, desde la arquitectura de un diseño gráfico, una forma de encuentro con algo propio que no practicamos más. Entonces me esforzaba en encontrar esos pequeños rincones donde algunas publicaciones reseñaban discos -o libros- y fijar en la memoria las tapas diminutas de las obras que recomendaban. En el año 2004 pasé muchas horas matando el tiempo como encargada de un local que vendía remeras serigrafiadas. Cada tanto caía en mis manos alguna revista y recuerdo haber leído en una de ellas la reseña de Good News For People Who Love Bad News y ese cuadradito de un centímetro donde se alcanzaban a descifrar un fondo color verde agua, algo como unas flechas y líneas color de rosa. Un año después, en una disquería no muy grande cerca del Estadio Azteca, me encontré con el CD y lo compré. No sabía absolutamente nada de esa banda ni de sus discos anteriores, ni siquiera como lucían, pero la emoción de saber algo -aunque ya lo hubiera olvidado- sobre el contenido de ese paquete era irrefrenable. Cuando llegué a casa arranqué el plástico y toqué el disco en la grabadora. El objeto disco en sí fue y vino conmigo y mi discman, girando en mi mochila durante millas y millas, repetidas una y otra vez las vueltas y ese sonido láser corto que se sentía cuando el disco cambiaba de un track a otro o uno largo cuando se terminaba y volvía al principio.

Copia original del disco de Modest Mouse.

Extraño un poco la materialidad de los discos. En internet a veces miro ropa que me gustaría poder comprar y cuando estoy mirando otras cosas que también deseo, generalmente son libros o discos o reproductores de música. Me gustaría mucho volver a tener un walkman y un discman, o uno de esos estéreos noventosos que traían todas las bandejas. Cuando empezó a parecerme espantoso el modular Aiwa que tenía mi familia, jamás había pensado en la cantidad de años que pasaría sentada tecleando frente a esta misma máquina, esta misma y no otra, que no será renovada hasta que se derrita o explote el disco rígido. Recuerdénme hacer un backup pronto.
En fin… empecé a escribir sobre todo esto porque encontré una lista interesante, divertida y muy bien curada para deleitarme con sus ítems. Fue armada por una persona de carne y hueso llamada Bill Pearis y hasta ahora he revisado unos siete discos y no me ha dejado a pata. Los recorreré casi uno por uno, guiada por esa intuición que trataba de decodificar arriba, escucharé, descargaré, leeré, aprenderé, y probablemente en muchas de esas -corazonadas de otra persona u originadas en la chispa de alguna inteligencia artificial- encontraré los discos que me acompañarán a través del espacio durante el año que viene. En mi lista propia del año que se va hay algunos descubrimientos auténticos, casi ninguno muy actual a decir verdad, sugerencias del autoplay de YouTube, random clics, puntos altos de un mixtape armado por amigos, algunos frutos de la curiosidad que me lleva a preguntarme qué pasó con esta o aquella banda que escuchaba hace años. El catálogo de música disponible en internet hoy en día es quizá la discoteca más grande que vaya a existir en toda la historia de la humanidad. Hablo de esta forma porque una parte de mí no está segura de que este idilio vaya a durar para siempre, ni siquiera durante muchísimo tiempo más. Ya hay un número grande de materiales que aparecen sólo disponibles en las plataformas de cobro, como Spotify o Itunes Store. También una campaña importante de algunas compañías discográficas y dueños de derechos para cancelar la reproducción total o parcial de ciertas obras en determinados países del mundo donde no es obligatorio pagar el derecho a la copia. Hace largo tiempo que se multiplican los esfuerzos del lado oscuro para restringir, regular y cobrar a los usuarios por este maravilloso regalo que alguna vez pudo contemplar el Dr. Nostradamus en sus abruptas visiones del futuro. En 1964 el Mtro. en Química y escritor Isaac Asimov escribió una lista de predicciones para los próximos 50 años cuya lectura todavía hoy te deja sin aliento. En ella advirtió que la enfermedad más terrible del futuro sería el aburrimiento y que los poderosos del mundo se encargarían de generar en la sociedad este estado de ocio forzoso. Me parece como si estuviéramos detenidos al borde de la frontera entre el viejo mundo y el mundo del futuro. Como el maestro ruso pero con más claridad, desde aquí podemos ver que al final los robots no eran tanto esos bichos mecatrónicos que ocuparían espacio en las alacenas y se sentarían en nuestros cubículos; la fuerza de trabajo del mundo seguirá siendo la hipernumeraria raza humana. Lo que vemos es el matrimonio entre el cielo y el infierno que Asimov no llegó a imaginar, los robots que guían al mundo ahora y lo harán de una forma más cruel en el futuro no compiten con nuestra fuerza ni con nuestra destreza de una forma realmente relevante, sino con nuestra inteligencia. Las fuerzas de ese poder controlador se manifiestan a través de ellos infectándonos con el virus de la enfermedad del aburrimiento y esta epidemia gigantezca seguirá avanzando hasta que encontremos una fórmula para combatirla o se apaguen los generadores eléctricos del planeta entero. Mientras tanto nos queda la piratería, la música que surge de todas las grietas y los cables pinchados, los pocos robots que tenemos en nuestras filas, robots que cantan y nos hacen bailar, que nos obligan a exhibir los nervios con los que está cableado nuestro cuerpo de carne y nos exigen que busquemos para ellos alguna forma de nobleza en su inquebrantable voluntad de servicio.

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Lucía Malvido
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(CDMX, 1985) Mexicana y argentina por partes iguales. Mi patria es la Internet. Escritora de oficio. Lectora de vocación.