Los santos de todos los días

Lucía Malvido
Chicas
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9 min readDec 19, 2018
Amigos. Rafaela, Santa Fe, 2015.

Yo vivía en Rafaela. Extrañaba mucho a mis amigos de otros lugares. A veces, cuando uno pasa tiempo lejos, la amistad parece convertirse en un recuerdo solamente. Me encontraba triste y algunas tardes rompía a llorar en el patio de mi casa y me sonaba los mocos con la falda. Cuando lloro no me importa ensuciar las cosas. Y uno de esos días tocaron a la puerta las mormonas.

Preferiría que aquella tarde hubieran venido a mi casa los Vagabundos del Dharma, vaqueros, judíos homosexuales, conductores de camiones de Cincinatti, jugadores de fútbol universitario y hermosas jovencitas que guardan drogas ilegales en los bolsillos de sus uniformes de trabajo. Alguien que hubiera puesto un puñado de hongos mágicos en la palma de mi mano para demostrarme que el miedo no existe pero el tiempo ha pasado y el mundo no es ese lugar lleno de esperanza que fue a mediados de siglo XX cuando parecía que nada peor podía ya ocurrirnos y los corazones de los hombres albergaban la ilusión de una segunda oportunidad, empezar de nuevo, borrar la historia que es la historia de la guerra eterna.
Pero esa tarde tocaron a la puerta y yo me enjuagué la cara con el agua fresca que salía de la canilla del lavadero y me sequé con la tela de la falda y fui a atender -aunque tenía los ojos enrojecidos y la nariz enrojecida- porque podría ser alguna persona que viniera a conocer el pequeño local de libros usados que funcionaba en el garage de nuestra casa.
Eran dos mujeres jóvenes, de aspecto tímido, tal vez diez años más jóvenes que yo. Las había enviado un hombre llamado Antonio quien vivía en una casa muy vieja a dos cuadras de la mía, un hombre grande y solitario que algunas tardes de buen tiempo se sentaba en el patio a mirar pasar a la gente. Los mormones lo visitaban, cambiaban los vendajes de su pie diabético y oraban por él tomando su mano. Llevaban muy lindos vestidos. Siempre quise tener muchos vestidos y conjuntos como los que llevaban, faldas no muy cortas de naylon grueso, de color oscuro, camisas de mangas cortas estampadas con pequeñas flores, cuellos prolijamente planchados, pocos adornos, los cabellos limpios y trenzados, un vestido camisero de color azul con pintitas blancas y botones de nácar. Se presentaron conmigo. No recuerdo sus nombres con precisión. Una de ellas era de Asunción del Paraguay y otra venía de un pequeño pueblo cerca de Las Vegas, Nevada. Afuera hacía mucho calor y las invité a pasar al fresco de la librería. Se sentaron en los viejos sillones de color anaranjado. Mientras yo preparaba una jarra con hielo y agua, esperaron en silencio. Intuyo que miraban las estanterías superpobladas y se hacían preguntas fantásticas sobre las historias que podían contener esas miles de tapas vejadas. Bebimos el agua y preguntaron algo sobre mí. Nuestros acentos de otros lugares pronunciándose a la vez en una misma habitación de esa pequeña ciudad mediterránea producían un ambiente que encontré bastante agradable. Les pregunté algunas cosas de mi manual de los buenos modales, cómo habían llegado a Rafaela, en qué barrio quedaba su residencia, si deseaban comer algo o pasar al baño. No aceptaron la comida. La chica del Paraguay fue al baño. Durante el breve tiempo que se tomó, la chica de Nevada me preguntó si me gustaba leer. Esas preguntas que uno hace sabiendo la respuesta. Ella llevaba un libro muy bonito entre las manos: The Book of Mormon, citaba el título.

Cuando volvimos a estar las tres en el salón, me preguntaron si yo creía en dios. Me hablaban de Usted. ¿Usted cree en dios?. Dije que sí. Creo en dios como en esa casa donde me imagino viviendo dentro de muchos años. Una casa que sea mía. Si un día tengo hijos, quiero que durante mucho tiempo se refieran a esa casa diciendo “mi casa”. También creo en dios porque he visto el sol, porque las estaciones se suceden una a otra desde que tengo recuerdo y cuando levantas del suelo un pequeño esqueje que se ha quebrado de una planta, lo pones en un plato con agua y a los pocos días le asoman raicillas. Si pones agua durante suficiente tiempo tendrás un brote. Ese brote puedes plantarlo en la tierra y si hay una justa cantidad de agua y sol, dentro de muchos años será una planta grande, como aquella que perdió una parte suya el día que la recogiste del suelo. Un maestro Shao-lin una vez me dijo que dios era la vida, todo lo que crece, todo lo que gira, todo lo que se contrae o erosiona, los caminos, las líneas tensas, los fuelles, cada elemento del universo una señal de la existencia de esa vida. No pude haberle dicho todo eso a las visitas. De un momento a otro empezaron a llamarme hermana. Me dijeron que visitaban las casas de la gente también para ayudar y me preguntaron si necesitaba ayuda con algún quehacer. Conversamos un poco y leyeron fragmentos de su libro. También hablaron con cierto entusiasmo sobre la complicada interpretación que su iglesia le da a la vida de Jesucristo. La de los mormones resulta disidente en varios aspectos, ya que la historia del profeta Joseph Smith es bastante peculiar. Se dice que cuando era aún jovencito, Smith vivía en alguna parte del Middle West en donde los miembros de las distintas congregaciones cristianas estaban confundidos y enojados. Había diversos templos y la gente acudía a ellos sin encontrar mucha satisfacción en las enseñanzas, quizá no de las iglesias precisamente, sino -me imagino- que de los sacerdotes o pastores de aquél tiempo y lugar, una especie de Alta Edad Media que acontecía de nuevo en esa América reinaugurada por peregrinos europeos. Total José no entendía muy bien qué era eso de dios o a través de cuál de los métodos sugeridos por aquellas turbas de borrachos y abusadores podría aproximarse a comprender. Y cierto día, con el alma colmada de una fuerte desesperación, el joven se interna en el bosque y clama a gritos por una señal divina. A partir de este momento la historia se vuelve un híbrido entre las novelas tardías de Philip K. Dick y las explicaciones de El libro de los condenados de Charles Fort sobre la posible causa de fenómenos tan extraordinarios como las lluvias de ranas. La voz de dios retumba en el bosque y, de esa forma en la que aparentemente dios habla a las personas, lleva a José a la comprensión de la “verdadera” fe y la humildad y, encima, le revela algo que ni siquiera los propios mormones explican con precisión. Es una de dos: o esta voz dicta durante años a José las palabras del libro de Mormón, o le conduce a descubrir una especie de piedra, lámina, túmulo o qué se yo, en el que -con letras de oro y en una lengua desconocida- estaba escrito este libro. José Smith funda la iglesia mormona o “De Jesucristo de los Santos de los Últimos Días” y deja una serie de directivas locas para sus seguidores de la posteridad, que al día de hoy conforman una comunidad de más de dieciséis millones de personas alrededor del mundo. Hasta ahí, bueno… un suceso curioso, las cosas extraordinarias que le ocurren a los profetas o a Philip K. Dick. Pero todo se enrarece cuando llevamos la atención al contenido de El libro de Mormón.

El libro de Mormón es tan largo como el viejo testamento y la historia que contiene se remonta también a antiguos tiempos. En tiempos de Moisés existía una tribu llamada la tribu de Nefi. Tal parece que los nefitas eran descendientes de un tal Lehi, quien a su vez fuera descendiente del hermano mayor de Moisés. Los principales sacerdotes nefitas son los autores de los volúmenes compilados que forman el Libro de Mormón. La historia es difícil de relacionar ya que está escrita por sólo unos cuantos profetas, más en ella se mencionan muchos otros. Así mismo no está ordenada cronológicamente sino que se adelanta y regresa en el tiempo lo cual la vuelve confusa. Mormón era un nefita que vivía en una de esas tierras áridas e inclementes que habían ocupado los hijos de Israel. De Jesucristo todavía no habría noticias hasta varios cientos de años después, pero Mormón, junto con sus padres y no me acuerdo quiénes más, también atraviesa por uno de esos episodios místicos y le es revelada la data de que va a nacer el salvador de la humanidad. Con esta idea, emigra rumbo al desierto y no sé qué más pasa porque la narrativa del libro de Mormón es enroscada y miles de veces más precaria que la de la biblia católica supereditada que llega a nuestros días. Los miembros de la iglesia de Los Santos de los Últimos Días alegan que, de alguna forma inexplicable y posiblemente metafísica, Mormón llegó a América. Como que fue enviado por dios a traer la historia del salvador o algo por el estilo. El libro está ahí para quien quiera leerlo. Sin duda es una pieza fundante de la ficción especulativa y de muchas otras cosas más complicadas de explicar. Se reciben impresiones y confidencias sobre qué carajos pasa en el resto del heroico camino de Mormón y cómo es que José Smith llegó a encontrarse en posesión de esa antigua y extraordinaria historia.
Las mormonas volvieron a casa decenas de veces. Me interesaba la promesa de que traerían más libros desconocidos para mí. En general, conversábamos un poco, me mostraban videítos de YouTube con elaboradas dramatizaciones de la vida de Joseph Smith y evadían hábilmente mis preguntas sobre los pormenores de las biografías de ambos personajes. Cuando me propusieron volverme un miembro de su iglesia, les dije que no me interesaba y la frecuencia de sus visitas empezó a disminuir aunque nunca del todo. Pasaban de vez en cuando a saludarme y a averiguar noticias sobre el estado de mis asuntos. Durante ese tiempo, tomamos la decisión de venir (volver/irnos) a vivir a México y hace un par de años que mastico las ganas de escribir este relato del cual solamente puedo concluir que soy una persona muy gregaria. Me hacen feliz las reuniones y los círculos de personas que dicen oraciones de cualquier clase. Me cautivan las historias de los profetas y de los poetas, busco en el mundo amigos y maestros. Quizá la historia de Joseph Smith hable un poco de eso: es muy difícil encontrar amigos, verdaderos compañeros en la experiencia de la vida. Las personas que no tienen ni un solo amigo le dan demasiada importancia a sus propias preocupaciones y se toman muchas responsabilidades, a veces estas se vuelven en megalomanía y así se han fundado las iglesias. Los mormones creen que sólo ellos estarán salvados en ese escenario hipotético de “la segunda venida de cristo”. Cuando se habla de eso yo imagino una escena bien vaporwave, una atmósfera holográfica iluminada con luces de neón mezcla de El Paraíso de El Bosco con este meme inspirado en el póster de los X-files cuya variación en el slogan me parece un verdadero hallazgo. Mucho glitch y cine de clase B, y el cristo del Corcovado enorme y soviético con ojos de rayo láser que descompone toda la materia en neutrinos y, con obstinación absoluta, restaura la nada.

Pero también había algo muy genuino en la visita de esas chicas, una vocación de trabajo social y una verdadera obstinación en la idea de que sólo a través del servicio y el acompañamiento mutuo conseguiremos grandes propósitos.
Ese garaje lleno de libros es la única capilla que hemos construido y la única fe que guardo hoy en día yace en los libros que quedan sin leer. Quizá sea demasiado tarde para hallar la fe, pero ya no extraño tanto a la gente que está lejos. Creo en el hecho milagroso de estar juntos o haber estado, en esa suerte de iglesia íntima y anónima en la que nos volvimos hermanos a través de la amistad.

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Lucía Malvido
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(CDMX, 1985) Mexicana y argentina por partes iguales. Mi patria es la Internet. Escritora de oficio. Lectora de vocación.