Phantom der Nacht

Mavrakis ⚡
Chicas
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8 min readAug 7, 2018

En una fiesta conocí a L., una chica con los ojos del mismo color que el Támesis. L. tenía la voz suave y labios gruesos y muy lindos, pintados de rojo. De repente, me dijo que le gustaban las películas de terror. Lo dijo con una sonrisa, y lo dijo en uno de esos momentos en los que las conversaciones casuales en una fiesta necesitan una excusa, realmente cualquier excusa, con tal de extender eso mudo pero sensible que en las películas de Disney llaman el ciclo de la vida.
Debo haber hecho algún gesto raro con las cejas — para repasar mentalmente qué sabía yo sobre el cine de terror, aunque sabía bien que nada — porque entonces ella agregó que no le gustaban las películas de terror en general, sino las películas de vampiros. A pesar de la hora y del alcohol, procesé la información con un poco más de tranquilidad. Vampiros. Sangre. Drácula. Transilvania. ¿Rumania? Nosferatu. El vampiro argentino. Bram Stoker. Bueno, tampoco leí Drácula, ni lo voy a leer, pero mi cerebro fue amable con las opciones finales: Tom Cruise. Dios bendiga a Tom Cruise.
— Me gustó Tom Cruise en…
— Entrevista con el vampiro — dijo L. — . Sí, es buena. Muy plan Hollywood.
Por supuesto, por el tono entendí que “muy plan Hollywood” era una forma cordial de decirme que esa película no le gustaba tanto, o que mis gustos eran frívolos — lo cual, desde ya, era cierto — , o que, para ahorrar vueltas, conversar sobre la vida mítica de Transilvania conmigo, en ese rincón del departamento donde alguien había armado esa fiesta, era una pérdida de tiempo.
Pero L. volvió a sonreír y recuperé la expectativa.

Hasta encontrar a L., de hecho, mis expectativas solo se habían estado devaluando.
Cuarenta minutos antes, de la nada, había aparecido una maestra de lengua del Joaquín V. González — “el instituto superior del profesorado”, dijo ella — que me reprochaba mi interés en John Banville “justo ahora que estaba de moda”. Después, se había obsesionado con descartar y rebatir cualquiera de las frases que yo decía en medio de una charla insustancial que, además, incluía a otras cuatro o cinco personas (que tampoco la conocían). Sonreí mientras todos se miraban incómodos, pero después me aburrí y traté de alejarme con la excusa de ir al baño. No había logrado dar cuatro pasos cuando ya tenía a la maestra encima otra vez, gesticulando y sacudiendo la cabeza con un pelo tan lacio y tostado y delgado que parecía muerto, y preguntándome con una boca de dientes chiquitos y separados y amarillentos si “me había intimidado”. Le dije que no, en realidad no, y entonces le pregunté cómo se llamaba, a qué se dedicaba y si no tenía frío (sé que llevaba una camiseta amarilla demasiado escotada, tal vez para compensar el miedo al decaimiento, y solo había dejado de gritar para estornudar). Me dijo el nombre, que no escuché, y después dijo que era maestra (o alumna, fue confuso) en el “instituto superior del profesorado Joaquín V. González”, y entonces también dijo que teníamos que irnos juntos, “ya mismo, ya”. Le dije que tenía razón, la inactividad siempre tenía que aparearse con la inactividad; solo necesitaba saludar a alguien y podíamos irnos. Así que volví a alejarme y, al fin, después de pasar un rato escondido en la cocina, le perdí el rastro.
Todo lo demás había estado en las coordenadas de lo previsible. Encuentros erráticos con amigos sumergidos en sus propios planes, consultas de horarios y direcciones en WhatsApp, un desfile de caras más o menos ilustres y una larga galería de desconocidos.

Cuando la vi, L. bailaba con una amiga en un pasillo. La música era pop genérico, al estilo Aspen. Ya no había nadie ocupándose de eso, sería una lista predeterminada de Spotify. De todas formas, los movimientos de L. eran suaves, sin estridencias, distantes y seductores a la vez, muy femeninos, como si le estuviera diciendo al mundo que ahora podía bailar, sí, pero en cualquier momento, si tenía ganas, podía prescindir de este universo. Cuando sonó un timbre le pregunté si esperaba a alguien, y con la primera sonrisa dijo que no.
— ¿Y vos?
Me distraje, pero sé que la amiga desapareció. (La imaginé cruzándose con la maestra de lengua, que andaría ahora con un hacha o tal vez más feliz en Twitter).
¿Vampiros? ¿Drácula? ¿Eso era algo que les gustaba a las chicas “dark”?
Pero L. no parecía “dark”. De hecho, había luz como para notar que tenía un vestido verde con botones blancos y con un corte a la exacta medida de alguien que no pasaba sus tardes caminando precisamente por cementerios, y que también tenía el pelo de un tono rubio ceniza profundo, largo y cuidado. No, ahí no había nada “dark”. Había luz y había vida. Y además sonreía, mucho, con unas mejillas perfectas.
Iba a preguntarle si podía traerle algo para tomar, pero L. dijo que hacía mucho que no veía Entrevista con el vampiro.
— Estaba tomando un gin tonic — dijo después.
Una hora más tarde, mientras bajábamos por el ascensor, L. confesó que lo que más le gustaba era tomar café.

En la calle pude verla mejor. Tenía el pelo ondulado y la piel blanca e invicta, y cuando le cedí el lado de la pared, en el cambio de paso se hizo obvio que el resto de su cuerpo estaba en perfecta sintonía con la sonrisa.
Durante las primeras cuadras me contó algunas cosas más de su vida y yo le conté algunas cosas más de la mía, pero estaba claro que esto ya no era una conversación; en realidad era una forma de espera. Tenían que reaparecer los vampiros.
— ¿Cuándo viste la película de Tom Cruise?
L. sonrió, pero menos ingenua.
— No sé — dijo. Y entonces — : La tengo bajada en la compu.
— ¿Y tu compu?
— Donde está el mejor café.

Nos besamos en el palier de su edificio, en Belgrano, justo después de que L. pusiera la llave en la cerradura y antes de que la abriera. Y cuando la puerta se abrió, hubo nuevos espacios para más. Me sorprendió lo suave que era al tacto el vestido, y lo mucho que ese detalle tenía que ver con la piel que había debajo. Pero esto forma parte de una dimensión de la vida adulta que cualquiera puede imaginar.
La verdadera anécdota empieza ahora.
Después del café, L. me preguntó si todavía quería ver la película. Se había mudado hacía poco y las paredes estaban recién pintadas, y en el departamento había solo lo necesario. Heladera, cafetera, cama, computadora, televisor.
Le dije que sí, aunque supuse que íbamos a dormirnos enseguida, y L. se puso seria.
— Pero una cosa — dijo — . No quiero chistes de vampiros.
El que sonrió fui yo, aunque los ojos gigantes de L. insistieron en que no era una broma.
— Sin chistes de vampiros — dije.
En la cama, y después de algunos malabares rápidos entre cables y pantallas y adaptadores, empezó la película. No me acordaba, pero al principio hay un periodista que pretende extorsionar a los vampiros. El aspecto es algo pueril, aunque la idiotez y la ingenuidad están bien representadas. Por supuesto, los vampiros se lo comen crudo.
De este lado de la pantalla, mientras tanto, la intimidad física estaba resuelta, aunque no había ninguna película de terror en marcha. Esto era romance, con algo de suspenso.
Y entonces Entrevista con el vampiro se congeló, justo cuando tiraban a Tom Cruise al río.
L. se lo tomó con calma. Parecía saber lo que había que hacer para resolver el problema, aunque después de cuatro o cinco minutos de pruebas y reseteos y reconexiones la situación de Tom Cruise había empeorado. Primero congelado, ahora desaparecido.
— Estos vampiros…
— No sé — dijo L. — . Es el cable.
— Dejame probar.
Inspeccioné lo que podía inspeccionar, más que nada para cumplir, pero todo parecía en orden. Los cables USB no sirven de nada cuando se rompen. Y entonces, sin saber bien el motivo, transgredí la advertencia.
— Un vampiro podría volar hasta Cabildo y conseguir un cable nuevo.
L. sonrió, pero cuando terminó de entender se puso seria. Muy seria.
— Son las cuatro de la mañana.
— Por eso, un vampiro podría…
— No — dijo L. con un tono distinto — . Chistes de vampiros no.
Me acerqué para besarla y terminar el chiste, pero cuando mi boca sobrevoló su cuello tampoco pude resistir. Despacio, moviendo con cuidado el labio superior, abrí la boca. Fue tentador mostrar los colmillos, pero más tentador fue acercarme hacia el cuello blanco y tenso de L. Mis colmillos son como los de cualquiera, por supuesto, pero eso no importaba. Cuando L. sintió la respiración caliente sobre la yugular, saltó de la cama y gritó que no.
— ¡Chistes de vampiros no!
Estaba asustada. Hermosa y asustada. Nunca había pensado en vampiros, pero en ese instante los entendí un poco mejor. Cuando levanté los brazos con un gesto de apaciguamiento definitivo, L. todavía seguía asustada.
— ¡Chistes de vampiros no!
Le pedí perdón, casi al borde de la carcajada.
— No soy un vampiro, te lo juro.
L. me miró con sus ojos grandes y del mismo color del Támesis, y después de un largo segundo, antes de volver a la cama, me hizo prometerle que no iba a hacer más chistes de vampiros. Se lo prometí, aunque sin saber si la idea de que yo pudiera ser un vampiro — y un vampiro bastante risueño, además — podía ser un sueño o una pesadilla.
En todo caso, ahora nos habíamos quedado sin película.
— Ya sé — dijo L.
— Pero… podemos seguir la entrevista con el vampiro.
— ¡Basta! ¡Chistes de vampiros no!
Iba a reírme, pero L. dijo que me fuera.
— ¿A dónde?
— ¡No sé! ¡Chistes de vampiros no! ¡Te vas!
L. hablaba tan en serio que cuando traté de registrar cuánta luz había del otro lado de la persiana, volvió a repetirme que tenía que irme.
— Creo que ya está amaneciendo — dije con un pie afuera de la cama.
— ¡No sé! ¡Te vas! ¡Te vas!
Nadie me había echado nunca de algún lado por miedo a que fuera un vampiro. Sin embargo, en cuanto la puerta del edificio se abrió y puse un pie donde ya pegaba el sol, sentí algo. Pero fue nada más que el efecto de la sugestión.
Algunos años después, mirando de casualidad una película de Werner Herzog, Nosferatu: Phantom der Nacht, me acordé muy bien de los ojos y la piel y el cuerpo de L., casi al mismo tiempo que Klaus Kinski se retorcía desahuciado bajo la luz del amanecer.

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