“Quiero que esto quede en buenas manos”
Esta es una historia real y sus protagonistas están vivos, así que no voy a mencionarlos con sus nombres. Los protagonistas son dos escritores a los que la vida fue juntando. Eran amigos, habían cenado y se habían emborrachado juntos muchas veces, y habían compartido trabajos en aulas y redacciones. Se leían entre ellos y ninguno de los dos tenía una gran obra, ni era muy reconocido, pero a uno, no importa cual, lo publicaba una editorial grande, y el otro había ganado, hacía algunos años, un premio de novela, y ambos habían recibido y eventualmente recibían la atención de la prensa especializada, esto es los suplementos de los diarios y algunas revistas digitales. Aunque los dos se quejaban de la poca atención que recibían y de lo malos que eran sus colegas, todo iba mas o menos bien. Como nos pasa a todos, disfrutaban de señalar los errores ajenos y de contarse chismes. Hasta que un día, el más grande de los dos escritores –decir viejo sería exagerar– se enfermó de una neumonía severa. Su alimentación no era la mejor, abusaba del alcohol y del tabaco y la enfermedad lo tuvo internado una semana muy larga. Durante esa semana, el otro escritor lo fue a ver. En esa situación, el enfermo parecía todavía más enfermo, y el sano, mucho más joven. Como el escritor internado era bastante dramático y grandilocuente, le pidió al otro, entre toses, que fuera a su casa a buscar su computadora personal, un vieja y trajinada notebook, y se la llevara al hospital. Enseguida le dio la llaves de su departamento y el amigo le cumplió ese deseo. Una vez que tuvo la computadora en sus manos, el enfermo desbloqueó el ingreso y le mostró al otro dónde guardaba todos sus borradores. Había una carpeta para los artículos que había publicado en infinidad de medios durante toda su vida, dos novelas más o menos terminadas, y una tercera novela corregida muchísimas veces. Otra vez entre toses, le dijo a su amigo que le daba la computadora y le advirtió, al pasar, con algo de pudor, que no había copias de esos archivos. El amigo le restó dramatismo al momento. “Ya te vas a poner bien” le dijo. “Si no –le respondió el enfermo–, quiero que esto quede en buenas manos.” El amigo se llevó la computadora y el enfermo, en esos días, empeoró un poco, tuvo fiebres que no bajaban y los antibióticos parecían no hacer efecto. Los médicos temieron una septicemia. Pero unos días después, de a poco, el enfermo empezó a mejorar. Su convalecencia duró más de un mes y cuando volvió a su casa no se sentía tan mal. Cansado, pero no vencido, y en tren de recuperarse, habló con su amigo y le dio la buena noticia. El amigo estaba enterado. Hablaron de forma cordial y con buen humor, hasta que el enfermo recuperado le preguntó si le podía devolver la computadora. El amigo dijo que muy pronto se la iba a llevar y que lo importante era que descansara. Una semana después, el amigo le llevó la computadora. Al abrirla, el escritor recuperado notó, sorprendido, que estaba cambiada. Y sobre todo que faltan sus archivos. El otro escritor le contó, sonriendo, que, como andaba muy lenta, la había hecho formatear por un experto. Pero se vio en la obligación de decirle, con un descolocado tono jovial, que los archivos se habían perdido. ¿Cómo? ¿No había hecho copia? No, no había copia, pero lo importante era que él había recuperado su salud. El enfermo recuperado le pidió, entonces, que se fuera de su casa, no llegó a insultarlo, pero le dijo que si, en ese momento, hubiera tenido un arma, le habría pegado un tiro. El amigo se fue. No se volvieron a ver. El escritor recuperado escribió, entonces, un artículo que hablaba de la traición de Max Brod. Ahí se preguntaba sobre la honestidad del albaceas de Kafka. ¿Cómo sabemos que el buen Max no destruyó parte de la obra de Kafka? ¿Quién nos garantiza que por envidia o descuido no extravió algún manuscrito? O al contrario, ¿quién puede afirmar sin dudar que no reescribió, alteró o expandió algunas partes de novelas como El proceso o El castillo? Una novela siempre se vende mejor que un cuento y El castillo podría haber sido una serie de apuntes que Max se dedicó a alargar pero que no se animó o no pudo concluir. El artículo terminaba con la frase: “No confíen nunca en nadie. La posteridad no existe. La amistad tampoco. El que escribe siempre está solo.”////