Sobre el lugar vacío

Sebastián Napolitano
Chicas
Published in
4 min readSep 2, 2020

Cuenta Olivier Bellamy en su Dictionnaire amoureux du piano, que la pianista Clara Haskil había ido a la estación del Midi, en Bruselas, a buscar al violinista Arthur Grumiaux, cuando tropezó al bajar las escaleras y cayó. El golpe le hizo sangrar la sien pero ella, en un gesto que podemos tomar como un acto reflejo, se miró las manos. "Mis manos están bien", dijo y a las pocas horas perdió el conocimiento en el hospital de Saint-Gilles, donde murió unos días después, el 7 de diciembre de 1960, tras una operación. La semana anterior, después de tocar una sonata de Mozart con Grumiaux en el que resultó ser su último concierto, la habían escuchado decir: "Jamás encontré un silencio así. No sé si lo encontraré otra vez".

Sobre el silencio definitivo que encontró en la estación del Midi no hay mucho que agregar. En cuanto al de la sonata de Mozart, no sabemos a qué silencio se refería Haskil. Pudo ser el de una respiración o el del final, donde la música revela en retrospectiva su verdadero sentido (y que ya no es el mismo del principio porque fue transformado por la música). En cualquier caso, ambos dialogan con el sonido. En esa dialéctica que se produce entre las notas y los espacios, entre una frase y la siguiente o entre la última vibración y el silencio final, se revela el efecto que la interpretación es capaz de producir en el oyente. "Para que en ese vacío total", escribió Hegel, "que también se llama lo sagrado, haya al menos algo, lo llenamos con los sueños".

"Hay diferentes tipos de silencio: cada silencio / es un mundo en sí mismo", dicen los versos de un poema de Sun Ra. Una de sus formas es el silencio del retiro. Como el de Gil Coggins, un pianista que tocó durante algunos años con grandes músicos como Coltrane o Jackie McLean, pero que a partir de 1954 prefirió la serenidad de los negocios inmobiliarios de su familia a la vida agitada de la música. Miles Davis, con quién también grabó, lo menciona al pasar en su autobiografía y dice que "si hubiera seguido en la profesión habría sido uno de los mejores pianistas" de su entorno. Coggins volvió a grabar mucho tiempo después. A su primer disco como líder, de 1990, le sigue otro silencio –discográfico al menos– hasta el segundo, que se editó en forma póstuma en 2004, con un título que hace pensar en los años de silencio que pasó alejado de la música: Mejor tarde que nunca.

Aunque a veces se diga lo contrario ni siquiera los silencios de los lienzos en blanco, de la música sin notas, hablan del todo por sí mismos. A su vez dialogan con un contexto, una época, una forma de enunciar. El mismo Cage decía que "no hay silencio que no esté cargado de sonido". En los silencios abruptos de Beethoven, como el del clímax del desarrollo en el primer movimiento de la Sinfonía Heróica que un musicólogo calificó de "catastrófico", escuchamos la presencia intolerable del vacío, un vacío cuya fuerza expresiva surge de la elocuencia del canto que lo precede. En cambio los de Webern creados con la brevedad y el pianissimo son silencios glaciales, su música está siempre al borde del silencio. Como Richard Wagner dijo alguna vez "la grandeza de un poeta se mide sobre todo por aquello que silencia, y la forma inaudible de ese silencio es la melodía infinita”.

Entre esos poetas del silencio está el contrabajista Scott LaFaro, cuya historia recuerda a la anécdota de Haskil. LaFaro tenía veinticinco años cuando una noche de julio de 1961 se durmió al volante de su Chrysler. El auto carreteó unos metros por la banquina y estalló al chocar contra un árbol. Diez días antes había tocado con el trío de Bill Evans en el Village Vanguard y hasta esa semana nunca se había sentido conforme con su manera de tocar. Obsesionado con la técnica, practicaba día y noche e iba de una jam a otra, en las que impresionaba a todos porque, según se decía, tocaba tan rápido y tan agudo como Mingus. Una vez le había dicho a Charlie Haden, otro gran contrabajista, que sentía que "nunca iba a poder tocar todos los sonidos que escuchaba en su cabeza". Pero esa semana en el Village Vanguard lo logró. Cuando terminó el último set se acercó a sus compañeros del trío, Evans y Motian y les dijo: "Es la primera vez en mi vida que estoy conforme con una grabación."

El resultado fueron dos discos editados al año siguiente, Waltz for Debby y Sunday at the Village Vanguard. Para muchos críticos el registro de esas fechas es uno de los puntos más altos de un trío de jazz en su historia. Las líneas de bajo que se escuchan en las grabaciones están llenas de espacios vacíos, de pausas, de líneas sinuosas que se interrumpen y recomienzan, muy distintas a la mayoría de los walkings estandarizados de otros contrabajistas de la época. Después de la muerte de LaFaro, Evans se convirtió en un fantasma, hasta el final de ese año no hizo ninguna presentación y desde entonces su estilo, en general, no avanzó demasiado. Durante uno de los sets en el Village Vanguard, Evans y LaFaro tocaron solos I Loves you Porgy, un tema que después del accidente, Evans tocó en vivo muchas veces pero siempre solo, como si le faltara algo. En esa ausencia se proyecta la forma más inquietante del silencio, la sombra de lo que no fue, ese lugar vacío que llenamos con los sueños.

--

--