Stalin y el escritor argentino
-¿Cómo era Stalin? –preguntó Carlos Flores, el conductor del programa.
Él reaccionó con sorpresa. No esperaba esa pregunta, ni tampoco la presentación formal del locutor, unos segundos antes: “Roberto Moroni, escritor argentino de larga trayectoria, integrante del grupo de Boedo y visitante de la Unión Soviética en la década de 1930”. Jeremías Olivera, el productor, le había asegurado que la entrevista giraría en torno a la literatura. Estuvo a punto de reprochárselo al conductor al aire. Luego recordó que habían pasado cincuenta años desde la última vez que pisó una radio, cuando acompañó a Sixto Pondal Ríos al estreno de una obra en el estudio mayor de Excelsior. Entraron por la alfombra roja. Moroni se sentía un intruso, no sólo por el lujo del evento, que era cubierto por reporteros de todo el país, sino porque toda la atención estaba dirigida a su amigo, autor del radioteatro que se presentaba esa noche, “El solterón”, que al año siguiente llevaría al cine el director Francisco Mugica, protagonizado por Enrique Serrano, Fanny Navarro y Juan Carlos Thorry, los mismos que transitaron la alfombra junto con ellos. Del último libro de Moroni, en cambio, se habían vendido cincuenta ejemplares.
-Stalin era un estadista de la gran siete, el más grande del siglo –dijo, desafiante–. Poco llamativo en lo físico, un tipo menudo, pero imponente. Cuando llegó al poder, Rusia era un país agrario, de campesinos. Cuando murió, tenían la bomba atómica. Y después mandaron cohetes a la luna.
Flores se rio compasivo, como si Moroni hubiera cometido una transgresión perdonable en un anciano.
-Arrancó polémico, don –dijo– ¿Cómo que era un estadista? Mandó a matar millones de personas, era un dictador sanguinario.
La respuesta de Moroni fue calma. Flores era el dueño de una mueblería importante en Villa Luro. Sabía tratar con tipos así. Un pequeño burgués con pretensiones. Su voz era buena, de tenor, así que en las horas libres que le dejaba el local, donde ya tenía varios empleados, hizo la carrera de locución. Era un viejo sueño, que Flores festejó más que el nacimiento de su tercera hija. Alquiló un espacio en radio Estelares, una frecuencia modulada barrial, donde conducía “Magazine con Carlos” los sábados a la mañana. Pasaba música, comentaba deportes y entrevistaba a vecinos y emprendedores locales. La audiencia nunca lo acompañó. En algún momento, hasta él perdió interés en su propio programa.
-¿Usted sabía que, cuando era joven, Stalin escribía poemas? –dijo Moroni– Fue un renovador de la poesía en georgiano. Después escribió tratados de historia, estrategia política, ensayos sobre física y astronomía y hasta se dedicó a la lingüística. Nadie deja de ser poeta. Se hace poesía de otras formas.
Estaba agitado. Flores mandó una pausa comercial.
-¿Se siente bien? –preguntó.
Jeremías le alcanzó un vaso de agua. Moroni la bebió con desesperación. Le temblaba el pulso en las manos.
-Yo vine a hablar de otra cosa –protestó.
-Tranquilícese, Roberto –dijo Jeremías con autoridad–. El programa dura tres horas. No tenemos otro invitado. Van a hablar de todo, pero hoy la radio es así, se maneja con las noticias del día. Esta semana cayó la Unión Soviética.
-Claro –le explicó Flores–. Ya vamos a hablar de sus libros. Lo que pasa es que el pibe me contó que usted estuvo con Stalin. ¿Es cierto? Es una historia fantástica. Me gustaría que la cuente.
Le dio una palmada en el hombro, para animarlo. Moroni le agradeció el gesto. Por los parlantes, a un volumen bajo, sonaba la publicidad de un lavadero de autos. Jeremías levantó el pulgar y salió del estudio un segundo antes de que se encendiera el cartel de “Aire”.
-Son las diez y media de esta mañana fresca y apenas soleada. Ya estamos de vuelta con Roberto Moroni, una reliquia viviente de nuestra literatura rioplatense que visitó el Kremlin allá por los años treinta, cuando la Unión Soviética todavía era una nación joven –Flores le guiñó un ojo–. Don Roberto, antes de que hablemos de Stalin, ¿usted lo conoció a Borges?
La pregunta lo enfureció.
-Borges escribía mal –dijo.
La culpa era de Jeremías. Había confiado en él porque lo conocía desde que nació. Era hijo de Eduardo, el taxista del 5°B que llevaba a Moroni a la guardia cuando le subía la presión. Cuando era más chico, los acompañaba en el asiento trasero del auto. Le interesaban la literatura y el periodismo. Después del secundario, se metió en la carrera de Letras. Los fines de semana, trabajaba en la radio. En la bibliografía de una materia se encontró con Arrabal, un libro de cuentos de Moroni que el Centro Editor de América Latina reeditó en los años setenta. También leyó, en fotocopias, las crónicas de su visita a la Unión Soviética, que fueron publicadas por Eudeba antes del golpe de Onganía. Una tarde, se apareció en su departamento y lo invitó al programa de radio.
-Usted es un escritor polémico –observó Flores–. ¿Siempre fue así?
Él se reclinó sobre su asiento.
-Digo lo que pienso.
-¿Pero lo conoció?
-Borges era un tipo de los salones, de las élites –explicó Moroni, intranquilo–. No era un escritor del pueblo. Yo fui albañil, periodista, vendedor de seguros. Tengo experiencia. La vida de un hombre no es sólo un momento.
-Discúlpeme –lo interrumpió Flores–. No estoy de acuerdo. Borges era un escritor fuera de serie, un iluminado. De los que se cuentan con los dedos de una mano, como Cervantes o Shakespeare. Además, es muy popular. Lo leen hasta los chicos en los colegios.
¿Qué clase de monstruo lleva a su programa a un invitado con el propósito de humillarlo? Unas gotas de orina humedecieron su entrepierna. Se sentía viejo y abandonado.
-Hablemos de Stalin –propuso Moroni.
Su mirada era casi suplicante. Su segundo libro, Fulgor del Riachuelo, era una despedida de su adolescencia en Avellaneda en el 1900. Borges lo había reseñado con ironía devastadora en la revista El Hogar. La novela, que estaba inspirada en la obra juvenil de Máximo Gorki, aparecía en su lectura como una reivindicación involuntaria de Julio Argentino Roca. Por ese motivo, estuvo a punto de no conseguir los avales necesarios para viajar a la Unión Soviética.
-¿Cómo llegó a Rusia? –preguntó Flores.
Sonaron los primeros acordes de “Kalinka” en el estudio. A medida que avanzaba en su relato, Moroni empezó a sentirse a gusto. Como cuando era joven, se dejó llevar por su espíritu de narrador.
Estaba otra vez en Moscú, en 1935. Era verano y en la ciudad, por todas partes, florecían unas enredaderas violetas con flores amarillas diminutas, que Moroni asoció desde entonces con la revolución. La Casa del Escritor, que le había dado hospedaje, quedaba a pocos metros del río Neva, por donde se veían pasar las embarcaciones que trasladaban a obreros y estudiantes a un lado y otro de la orilla. Compartía su habitación con tres escritores realistas: un bielorruso, un abjasio y un lituano. Eran amigables y se mostraban interesados por la situación de los obreros en América del Sur.
Moroni no tenía padres, mujer ni hijos. Venía de publicar su segundo libro. El viaje no era sólo una aventura, sino también la posibilidad de ganarse un nombre en el periodismo. Viajó en Transatlántico, conoció España, Bélgica y Francia antes de combinar con una serie de trenes que lo condujeron hasta más allá del este europeo, donde las distancias se vuelven largas y las montañas se hacen altas. Su primer destino fue Leningrado, donde pasó tres semanas. Luego se instaló en la capital soviética. Los rusos tenían todo bien organizado. Lo destinaron al programa de escritores extranjeros, que consistía en una serie de recorridos y entrevistas con funcionarios de los más diversos cargos en el Estado y en el Partido. Organizaban, también, expediciones a Crimea, donde Moroni conoció las playas del Mar Negro. Como descontaba que su correspondencia era revisada por la censura, se mostraba cuidadoso en la redacción las crónicas, que eran publicadas por el diario en Buenos Aires, las mismas que Jeremías había leído en sus fotocopias de la facultad.
De Moscú lo fascinaba, sobre todo, el contraste. En Buenos Aires, él era un marginal, un bandido, como todos los escritores populares, que pronunciaban discursos parados encima de un cajón de frutas. El trabajo en Crítica, donde hasta entonces era un redactor de la sección de Sociales, apenas alcanzaba para darle una reputación civil. La literatura soviética, igual que su burocracia, estaba integrada por hombres como él, hijos de obreros y campesinos.
-¿El Estado argentino no cuida a los escritores? –le preguntó una vez Iván Kurialev, editor moscovita, designado por la cancillería soviética como su intérprete y guía mientras durase la estadía en el país.
Moroni le dijo que el Estado argentino estaba conducido, como sucedía en casi todo el mundo, por una burguesía parasitaria.
-¿Cómo es la conciencia de clase del proletariado? –insistió Kurialev.
-Más o menos –respondió Moroni, algo incongruente–. Mejoró en los últimos tiempos.
Se quedaron pensativos frente al Neva.
-Llegará el momento –aseguró Kurialev.
Por las dudas, Moroni le dio la razón.
A la noche fueron a un congreso de la Unión de Escritores. Máximo Gorki, su presidente honorario, no pudo asistir ya que todavía no se había repuesto del todo de su último envenenamiento. Moroni lo lamentó, ya que le hubiera gustado conocerlo. Había preparado, incluso, unas palabras, en reconocimiento a la inspiración que había sido el gran escritor ruso para las nuevas generaciones de escritores proletarios de América del Sur.
-Escriba una carta –sugirió Kurialev– Yo se la llevo al camarada Gorki.
-¿Usted la traduce?
-De eso se encarga el Departamento de Traducciones.
-Mirá vos –comentó Moroni con admiración.
La reunión se llevó a cabo en un salón que había sido expropiado a la más alta nobleza, con mármoles de Carrara y cristales de Venecia. Había vino en abundancia, pero la comida era escasa. Kurialev le explicó que esto se debía a inconvenientes surgidos de las últimas colectivizaciones agrarias.
-Todavía existen resistencias –dijo.
Saludaron a escritores especializados en las diversas ramas de la literatura realista. Kurialev presentó a Moroni como el escritor argentino más importante. Al principio, él reaccionó con humildad, como si el homenaje fuera excesivo. Luego advirtió que era el único escritor argentino que conocían. Les expresó la necesidad de fomentar el intercambio entre su pueblo y el soviético, al que llamó: “nuestros hermanos mayores”.
-Muy buena reunión –le dijo a Kurialev un rato más tarde.
El editor lo miró con sorpresa.
-Todavía no empezó –dijo.
-¿Quién falta?
Justo entonces, un guardia anunció la llegada del Camarada Supremo.
Flores lo interrumpió.
-Después de la pausa, nos cuenta la continuación.
Cuando se apagó la luz roja, Moroni pidió otro vaso de agua. Se veía satisfecho, pero agitado.
-Hace mucho que no hablaba tanto –se excusó.
-Muy buena historia, usted es un grande –dijo Flores–. Voy a mear y vuelvo.
Jeremías entró al estudio.
-¿Cómo estuve? –preguntó Moroni– ¿Se entendió todo?
El chico lo agarró de los hombros, entusiasmado.
-Espectacular –dijo–. Esas cosas no las contó en Crítica.
Él hizo una mueca de disgusto.
-Me editaban las mejores partes.
Jeremías le informó que estaba grabando el programa.
-Me gustaría transcribirlo para un cuadernillo que tenemos los estudiantes de la facultad –dijo–. Es un testimonio muy valioso. Le va a interesar a mucha gente.
-Desde luego, querido –dijo Moroni, con el pecho inflado–. Vos hacé lo que quieras con esto.
Un televisor, mudo, emitía imágenes de Boris Yeltsin y Mijail Gorbachov, multitudes en las calles, tanques hidrantes, militares armados, escenas que se habían repetido durante la semana en todas las pantallas del mundo.
-Qué bárbaro –comentó Flores, cuando volvió del baño–. La gente no aguantaba más.
Recién entonces, Moroni notó que el conductor llevaba puesta una camisa floreada, de mangas cortas. Le pareció una obviedad.
-Usted es un tipo exitoso –dijo mientras esperaban que terminase la tanda comercial, que se escuchaba en volumen bajo a través de los parlantes.
-¿Qué?
-Nada –respondió Moroni–. Es muy bueno su programa.
Flores le agradeció, complacido.
-Es la pasión por lo que uno hace –se justificó mientras masticaba una medialuna–. Yo tenía el metejón de la radio. Y bueno, se me dio, porque lo busqué. En la vida hay que correr riesgos. Es la única manera de superarse a uno mismo.
Luego volvieron al aire.
Stalin entró al salón seguido por Kliment Voroshilnov, altísimo jerarca del Partido, y tres o cuatro guardias de seguridad. A su paso se hizo el silencio en la reunión.
-Continúen –dijo–. Yo soy uno más.
Uno a uno, los asistentes presentaron sus saludos. Cuando les llegó el turno a ellos, Kurialev habló por Moroni.
-Es un camarada de Buenos Aires –dijo.
Stalin le tendió una mano firme, pero asombrosamente humana.
-Usted viene de muy lejos –dijo, interesado–. ¿Cómo lo recibió Moscú?
-No me puedo quejar –contestó Moroni–. Ustedes son nuestros hermanos mayores. En mi país los admiramos.
Kurialev tradujo con voz tranquila y firme.
-¿Dónde está mi copa de vino? –dijo Stalin– Que empiece el baile.
Como si estuviera coreografiado, ingresaron por la puerta los cinco integrantes de un conjunto de bronces y balalaika. Antes de que pasaran unos segundos, se hizo la música. Había mayoría de hombres, así que las parejas mixtas eran escasas. La orquesta interpretaba canciones típicas georgianas. Stalin ordenó que el vino blanco fuera reemplazado por vodka. Todos bailaban, excepto él. Se dirigió otra vez a Moroni, que ensayaba un tango con Kurialev:
-¿Sobre qué escribe?
-Sobre la vida del pueblo trabajador.
Kurialev lo tradujo al vaivén de una balada.
-Sea más específico –solicitó Stalin.
Moroni dejó de bailar. Ya no escuchaba la música. Le expuso los argumentos de algunos de sus cuentos: el del pescador que salía todas las mañanas al río, desde el puerto de Avellaneda; la historia de la hija de la costurera, que se hizo el vestido de novia con retazos que sobraban; la fábula del joven pobre que ingresaba a la policía y, en una de sus primeras salidas a la calle, era obligado a reprimir a sus hermanos durante una manifestación.
Un rato más tarde, Stalin se subió a una tarima y habló sobre los escritores que leía durante su juventud, cuando estudiaba en el Seminario de Tiflis.
-Arriba, en la superficie, nos daban lecciones sobre los pensadores griegos y romanos. Abajo, en las catacumbas, leíamos a Lenin y Marx.
Se refería a las reuniones clandestinas que él y otros estudiantes mantenían en el sótano del antiguo edificio donde transcurrían las clases. El dato aparecía en dos o tres biografías. Todos los presentes lo conocían. Escucharlo en primera persona era, sin embargo, una sensación nueva.
El discurso duró tres horas y media. Al principio, Kurialev traducía con frecuencia. Luego, a medida que el alcohol hacía lo suyo, se volvió impreciso. Resumía largos pasajes en una o dos oraciones, como para que Moroni no perdiera el hilo. Durante la última hora, aturdido, ya no tradujo más nada.
El aplauso final los reanimó a medias. Antes de irse, Stalin se detuvo junto a Moroni, le apoyó una mano en el hombro y se acercó a su oído, donde susurró unas palabras. Aunque su dicción solía ser lenta, propia de alguien que no se educó con el ruso como su primera lengua, esta vez habló rápido. Al final sonrió y salió del salón sin mirar hacia atrás.
-¿Y qué le dijo? –preguntó Flores.
Él se encogió de hombros.
-Así termina la historia –dijo–. Si quiere, hablamos de mis libros. Escribí unos cuantos.
En un segundo, la cara del conductor recorrió todo el trayecto entre la fascinación y el desencanto.
-No juegue con la audiencia.
Moroni buscó a Jeremías con la mirada. No estaba.
-¿Qué quiere que le diga? –se exaltó– Yo no hablo ruso. No entendí nada.
Flores leyó la publicidad de un taller mecánico.
-¿De verdad no va a contar más nada?
Moroni se dejó encandilar, durante un instante, por el tubo fluorescente que alumbraba el estudio. ¿Cómo alguien podía encarar tan mal una entrevista? Con ese hombre no había diálogo posible.
-¿Sabés qué me dijo Stalin? –preguntó al final– “Decile a Flores que se vaya a la puta que lo parió”. Eso dijo.
Se encontró con el chico en la esquina de la radio. Iba en bicicleta, con una mochila sobre la espalda. Frenó con un pie en el cordón de la vereda, interrumpiéndole el paso. Moroni estaba inquieto.
-¿Adónde me trajiste?
Jeremías bajó la vista.
-Perdón –dijo–. Carlos es un buen tipo, pero se portó mal con usted. A mí también me rajó, igual ya me tenía harto. La entrevista salió bárbara. La tengo grabada. La voy a publicar en una revista de la facultad. Puedo escribir mi tesis sobre usted. Tenemos que conversar más seguido. ¿Qué le dijo Stalin? ¿A mí tampoco me lo va a contar?
Moroni suspiró. La muerte le anunció su llegada al Camarada Supremo mientras dormía, con un accidente cardiovascular. Los mejores médicos de Moscú, que le habían recomendado un descanso de las exigencias del mando, estaban en Siberia o habían sido fusilados. Lo atendió, cuando fue encontrado en su habitación, un enfermero. Aparecieron, de inmediato, los aspirantes a sucederlo, que ya tejían conspiraciones. Moroni había pensado muchas veces en esa escena. Imaginó al Camarada Supremo tendido en su cama, sin habla, pero consciente de su agonía. Veía, desde la almohada, el frenesí homicida de Beria, la insolencia de Krushev, la preocupación auténtica de Molotov. Podría haberlos eliminado, pero decidió no hacerlo. Sabía que ellos, y los que quedaron, harían lo necesario para destruir su esplendor. No podía ignorarlo. Ese fracaso aseguraba que él se mantuviera vivo para siempre.
Hasta un rato antes, Moroni hubiera argumentado por qué no le parecía importante lo que había dicho Stalin. Cualquier alternativa era un remate para su historia. Lo supo desde el principio, cuando todavía estaba borracho, en el salón de la Unión de Escritores. Pero ahora, en ese mediodía soleado, pensó que al chico le venía bien la maldición de imaginarlo.
-Inventalo vos –dijo–. Seguro que se te ocurre algo.