Un póster de Madonna

Mavrakis ⚡
Chicas
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4 min readAug 16, 2018

Nunca escuché a Madonna, pero hace años, en la esquina de Santa Fe y Coronel Díaz, en el mismo lugar donde ahora hay una hamburguesería insípida, había una disquería de dos pisos, pintada casi toda de rojo, donde también funcionaba un correo. Esta es una aclaración para centennialls: las disquerías eran lugares donde se comercializaban discos de 33⅓ revoluciones, y eso era el formato y la velocidad con la que circulaba la música hasta finales de los años ochenta del siglo pasado. Y un correo, por las dudas, era una oficina donde alguien cobraba por pegarle una estampilla a un sobre y tirarlo en un buzón, para que después otra persona lo llevara a destino.

Me acuerdo que tenía la estructura y el piso de una casa vieja, y que una vez, mientras yo estaba ahí, es decir, mientras alguno de mis padres mandaba una carta — probablemente mi madre — , entró Charly García, que vivía justo en diagonal, y caminó juntando discos a toda velocidad y subió y bajó la escalera varias veces, de forma caótica pero decidida, vestido con un saco plateado y anteojos oscuros, y con las manos llenas de pintura. Detrás empezaron a caminar los vendedores, que se le acercaban con terror. A mí me gustó ver que alguien era capaz de entrar y tocar todo lo que quisiera, como si fuera el dueño del lugar, y nadie le decía nada. Nunca había escuchado a Madonna, pero sabía perfectamente quién era Charly García: el vecino más famoso del barrio.

(Salvo la vez que venía muy mal y le pegó a un imbécil en la puerta de su casa, el resto de las interacciones de Charly García con los vecinos fueron siempre muy amables. Una vez, por ejemplo, mientras Charly salía del bar que todavía está debajo del edificio donde vivía, mi hermano, a instancias de mi madre, se acercó a saludarlo y Charly le acarició la cabeza y le dio un beso. Si él tenía ocho o nueve años, entonces yo tenía diez u once, e incluso podríamos haber sido más chicos que eso).

El asunto es que en el segundo piso de la disquería había muchos pósters, y uno era de Madonna. En ese póster Madonna estaba desnuda, y eso, a finales de los años ochenta, todavía se percibía como un gesto desobediente. Piensen por un segundo que estoy hablando de una época en la que no existía internet y ni siquiera había televisión por cable con canales porno. Que estuviera en el segundo piso ya era un signo de trasgresión en sí mismo: estaba en una pared, sí, pero en el sector más “escondido” del negocio. ¿Durante cuántos años estuvo ahí ese póster? Yo diría que durante toda mi infancia, aunque solo lo noté cuando mi infancia se terminaba. Digamos que desnuda, Madonna, aún en completo silencio, me informó bastante bien sobre el inevitable progreso de las hormonas de los mamíferos masculinos y las luchas terribles que les esperan a sus conciencias. Eso fue más instructivo que su música, que, insisto, no escuché nunca.

La escena es esta: un chico, de siete u ocho años, acompaña a su madre al correo y la espera aburrido mientras ella hace una fila para entregar una carta. No hay muchas personas, pero es una fila lenta. El chico deambula sin alejarse demasiado. Conoce el lugar, casi nada le llama demasiado la atención. Y entonces aparece una mujer desnuda. La mujer está en un póster, que el chico ya había visto antes, pero que ahora, por algún motivo, mira de una manera nueva. A los siete u ocho años no había notado la forma precisa de las curvas de las tetas de una mujer, ni la densidad física de su redondez, ni la circularidad perfecta de los pezones, no hasta ese momento y no de esa manera, aunque ese mismo chico hubiera visto antes a otras muchas mujeres desnudas en otras muchas circunstancias de la vida infantil. En el gesto y en el cuerpo desnudo, sin embargo, hay otra cosa: la ferocidad de una realidad sobre la que este chico, todavía, no ha tenido ninguna conciencia. ¿La realidad del sexo? ¿La realidad de la belleza femenina? ¿La realidad del deseo? El chico tampoco tiene el lenguaje necesario para entender qué le está diciendo Madonna, pero descubre que su propio cuerpo le preanuncia por primera vez que sí. Tal vez sea un lenguaje más allá de su dominio, tan antiguo como el de los sueños, tan inquietante como el de las pesadillas.

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