La vida pública como espectáculo

CIEPV Ucab-Guayana
CIEPV UCAB
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6 min readApr 9, 2018

La sociedad desde hace tiempo observa y vive un espectáculo; sí, una permanente y patética función que nos mantiene en un círculo vicioso cuyos resultados además de atroces son frustrantes. El debate público, independientemente de su temática y medio de difusión, no ha logrado ser un conductor democrático eficiente, por el contrario, la palestra pública se encuentra repleta de trampas argumentativas, desde el infortunado eslogan muy arraigado en los millennials de que “lo que no emociona no vende” hasta las más agresivas discusiones políticas; ambas realidades abundantes en falacias lógicas y, por consiguiente, carentes de honestidad intelectual, es decir, la disposición a estar abierto a la posibilidad de no verdad de la propia opinión.

Las discusiones actuales se encuentran carentes de autocrítica, sensatez y honestidad intelectual, no hay honradez ni precisión en los argumentos que libremente son lanzados. Los debates aclamados son aquellos en los que más se exhiben las pasiones; mientras más acalorada, polémica y desmedida sea una discusión, mayor será la difusión de ésta; a mayores partidarios o detractores, mejor se posicionarán en la opinión pública los participantes, el medio y el contenido. ¿Qué es lo terrible de todo esto? Que cuando en una discusión lo que abundan son las falacias lógicas, y no los argumentos, la verdad, el debate y la democracia son los más afectados.

Estamos frente a la recurrente idea de que los debates deben ser principalmente entretenidos, dejando a un lado la honradez y la precisión de los argumentos, en el mejor de los casos, en un plano secundario. Y es ahí donde las trampas argumentativas encuentran un espacio para crecer y destruir un debate. Los dirigentes políticos y quienes hacen vida pública buscan persuadir, ya sea electores, seguidores o clientes; ya la diferencia es irrelevante.

El problema radica en construir discusiones a base de falacias, especialmente, la más popular y agresiva: la falacia contra la persona; es decir, no argumentar sino mantener que la percepción que tenemos sobre una persona es consustancial a sus ideas, partir de la visión de que atacando al mensajero, destruimos su mensaje. Muy comunes son los ataques personales, las atribuciones de determinadas conductas, el haber participado en alguna actividad o, inclusive, el abiertamente pontificar que, por ejemplo, el delito del oponente, excluye el propio. Y todo esto no es más que la cultura política del adversario, la cual evidentemente es contraria a los valores de una democracia deliberativa y de una sociedad inclusiva, tolerante y responsable.

El debate es un instrumento fundamental de la ciudadanía, por ello es crucial que todo debate contenga honestidad y, por el contrario, no sostenga posturas e ideas que a veces, más que por convicción, se encuentran revestidas de un interés, sea o no consciente. Lo deshonesto no es tener simpatías políticas o ideológicas, lo deshonesto es que, en defensa de ellas, se justifiquen insensateces. No por pertenecer a determinado partido, grupo social o económico se deben defender hasta la locura posturas que bien pueden estar equivocadas, eso es llegar al fanatismo y alejarse de la honestidad intelectual.

Es completamente saludable y enriquecedor cuestionar nuestras propias opiniones ante la presencia de argumentos mejores, es dejar a un lado la indiferencia, el cinismo, la terquedad y el error, para apostar por la honradez de preocuparse por lo correcto y en todo momento ser honestos con nosotros mismos.

Las personas, cuando nos comunicamos y recibimos información de otros, a lo que más crédito otorgamos es a la verdad, pero también a la fundamentación, es decir, a valores objetivos. Y para esto hay que saber diferenciar, dejar a un lado los perjuicios y las simpatías, porque bien puede una persona que no goza de mi aprecio decir algo válidamente fundado y comprobado, como también alguien muy cercano decir algo incorrecto. De ahí la necesidad de apertura, responsabilidad y sindéresis al momento de establecer una relación personal o un debate de opiniones.

Es más fácil descartar lo que viene de alguien que no nos agrada, que hacer el ejercicio cognitivo, y hasta espiritual, de primero escuchar y contrastar los argumentos. Un ejemplo clásico es el político que dice tener pruebas sobre un determinado funcionario público por casos de corrupción; quienes no son partidarios de éste le restarán validez a su denuncia, y el presunto delito quedará sin investigarse, y en el más común de los casos, en impunidad, porque ya la opinión pública hizo su juicio sumario y, con admirable velocidad, resolvió un hecho, de manera que a este político antipático, a pesar de tener pruebas objetivas y vinculantes, en un debate televisivo, seguramente un contrario, el periodista en cuestión o inclusive el público adversario del otro lado de la pantalla le dirá que él también es un corrupto, que cómo se atreve a denunciar corrupción cuando se encuentra hundido hasta las cejas en otros actos de corrupción, que es un canalla y que no tiene moral para acusar a otro. Ahí vemos nuevamente la perorata de que “el delito del oponente excluye al propio” y, junto con ello, las más acaloradas falacias contra la persona.

Todo esto confluye en el recetario de la polémica, el crear tendencias, el juicio fácil y, en el más emocionante de los casos, los improperios televisivos a los que como espectadores estamos acostumbrados. Pero ¿qué ocurre con la denuncia de corrupción? Por hacerla un contrario o incluso un corrupto, ¿deja de tener validez?, ¿sólo los inocentes, santos y venerables pueden denunciar?, ¿los inmorales son mudos y no tienen derecho a denunciar?, ¿influye la motivación del denunciante a una denuncia penal?, ¿un delincuente no puede denunciar a otro?, ¿el contrario, por ser contrario, está castrado?, ¿el delito propio, excluyó al ajeno?, ¿quién gana con esto? Cualquiera, menos la transparencia, el debate y la democracia.

La vida del debate ha sido resistente al encuentro. Cuando una discusión pública se asume como podio y trampolín, difícilmente pueden nacer soluciones constructivas que lleven a la inclusión. Un político que se introduzca en un debate de argumentos y que no caiga en la tentación de la falacias lógicas termina siendo aburrido, no vende, se ve disminuido y hasta relegado por sus propios partidarios, porque lo que más busca una sociedad fuerte, moderna, consumista y desorientada es lo combativo de sus líderes, la retórica discursiva que deje desarmado al contrario, en ningún caso la concesión o reconocimiento de los aciertos ajenos y los errores propios, porque de darse alguno de estos episodios estaríamos frente a traidores o individuos con actitudes débiles que en nada contribuyen a una grieta, una polarización y a cualquier otro escenario que, a través de emociones desenfrenadas, venda. Todo esto, sin el mayor temor a malversar los más naturales y necesarios valores democráticos.

Lo que no terminamos de entender es que el nivel de argumentación que se observa en una democracia es necesario para evaluar si ésta se encuentra actuando bien, si es saludable y progresiva en su avance. Porque, en la medida que tengamos una dirigencia política que practique más para un escenario de entretenimiento que para un servicio público, estaremos condenados no solo a la mediocridad, sino a las tragedia de una vida pública superflua, impotente e incompetente. Mientras se mantengan los perjuicios, los grupos, la desconfianza y la visión de una sociedad separada en cuotas que a cada uno le otorguen determinado poder, influencia o control, la corrupción, en todas sus formas, seguirá creciendo y adaptándose.

Se puede argumentar y no necesariamente ser aburrido, es cuestión de disciplina y de un esfuerzo cognitivo que cultive la expresividad de una forma correcta, y no insultante, que sea inclusiva, tolerante y abierta. Contamos con varios ejemplos de ello, pero lamentablemente las personas que mejor argumentan están recluidas a la academia. Mientras que en la vida pública no existan incentivos para argumentar, la dinámica de lo malversado seguirá imponiendo todo el daño que sea capaz de infligir. Porque optamos por una cultura del carisma, del entretenimiento, del influencer, que no duda en arrastrarse y dejar a un lado la dignidad y el compromiso social de instruir, con tal de agradar a su target, a su audiencia, a sus clientes, a sus electores. Y todo esto ocurre porque vemos la vida pública sencillamente como lo que las vedettes de la política, la televisión, las redes sociales y demás escenarios quieren que le veamos: como un espectáculo.

Lorenzo Gámez Castillejo. Abogado egresado de la UCAB.

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