PARTE I: Construcción social del gusto, economías del prestigio y contiendas dentro del canon en los festivales de cine.

[CRÍTICA] “…el valor o el acceso a la legitimidad del cine latinoamericano y sus representaciones (…) sigue siendo decidido, en su mayor parte, por una minoría externa a las particularidades de la cultura latinoamericana, que en muchas casos no conoce ni las lenguas en las que hablamos y entendemos el mundo, ni tampoco nuestros procesos históricos.”

Cinestesia
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13 min readJul 26, 2020

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El siguiente artículo es la primera parte del texto escrito por el crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga para la ponencia de cierre del Coloquio Internacional de Cine Iberoamericano Contemporáneo que se realizó durante la edición interrumpida del Ficci 60.

Arte por Daniel Salazar.

Por: Pedro Adrián Zuluaga.

En el ambicioso y no poco grandilocuente título de esta ponencia se promete el desarrollo tres puntos que –casi no tengo dudas al respecto– están estrechamente vinculados. Pero de forma más modesta lo que espero con esta intervención es suscitar, desde una reflexión que tiene mucho de especulación y otro tanto de experiencia, una serie de preguntas que, más que cerrar este Coloquio, abran el debate sobre lo que hacemos y lo que se pone en juego cuando programamos o asistimos a un festival de cine. Un debate, por supuesto, que mire hacia el futuro.

El primero de estos tres puntos es el gusto, cómo se construye y de qué manera participan los distintos miembros de un colectivo o una comunidad –digamos la comunidad cinematográfica o audiovisual — en su construcción. Preguntarnos por qué nos gusta lo que nos gusta supone ir en contravía de una tendencia extendida hoy en día que lleva a naturalizar cualquier tipo de consumo o a reducirlo al orden de lo subjetivo para volverlo incuestionable. Entre gustos no hay disgustos, toda opinión es subjetiva, entre otras, se vuelven frases de cajón que impiden analizar la existencia objetiva de motivos que condicionan el gusto.

El segundo es el prestigio o lo que en palabras de Pierre Bourdieu podríamos llamar la distinción. La distinción está claramente vinculada al gusto y a las nociones de proximidad o lejanía respecto del gusto considerado legítimo. El prestigio y la distinción configuran economías simbólicas y materiales, que algunas veces coinciden con las economías dominantes y, otras veces, determinan lo que el mismo Bourdieu llamaría “economías al revés” que aparentemente cuestionan lo ortodoxo o el mainstream. Para Bourdieu los bienes culturales tienen por un lado un carácter de mercancías y por otro lado están dotados de significaciones. Esto ocurre de tal modo que los valores comerciales y simbólicos pueden permanecer independientes. La industria cultural, y para nuestro caso el cine, tiene “la muy peculiar característica de producir representaciones, cuyo consumo (…) no se limita a satisfacer necesidades — reales o imaginarias — sino que conforma subjetividades”.¹ Por otro lado Bourdieu habla de otro tipo de arte en el que “…prima la producción y sus exigencias específicas, fruto de una historia autónoma; esta producción que no puede reconocer más demanda que la que es capaz de producir ella misma pero sólo a largo plazo, está orientada hacia la acumulación de capital simbólico, en tanto que ‘capital económico negado’”². Ya veremos entonces cómo los festivales de cine de mayor prestigio o distinción recortan los tiempos de este largo plazo del que hablaba Bourdieu y producen de manera inmediata una acumulación de capital simbólico y con ella una ganancia que si bien es distinta a la de la taquilla del cine masivo o de entretenimiento también tiene consecuencias económicas.

El tercero es el canon, palabra que remite, en principio, a la música y a la religión, y que puede evocar autoritarismos, jerarquías e inmovilidad. Un canon es comúnmente asumido como “regla, precepto o modelo”, como repertorio o catálogo de autores aprobados por una determinada autoridad que puede ser una academia, una iglesia, o, en el caso del cine, un tejido institucional en el que participan críticos, festivales y otro tipo de voceros privilegiados o hegemónicos.

Afiche del festival internacional de cince de Cannes 2019.

Empecemos entonces…

I. Los guardianes del gusto

En cuanto al problema del gusto no pretendo aquí dilucidar la amplia masa crítica con la que cuenta este problema o categoría en el debate teórico o filosófico del campo del arte. Cualquier persona entrenada en estas cuestiones sabe de los aportes fundamentales de Hume, Kant, Wittgenstein, el ya citado Bourdieu, entre otros. Mi acercamiento al problema del gusto será mucho más concreto y, digámoslo así, relacional. Intento acotar la pregunta a un mínimo examen, o mejor llamarla especulación desde la experiencia, sobre las prácticas de construcción social del gusto cinematográfico, y a un breve repaso por los consensos y disensos en la producción de un gusto muy específico: el gusto especializado o en otras palabras legítimo que generan los festivales de cine y, sigo con las acotaciones, los festivales de cine europeos y norteamericanos en relación con las películas latinoamericanas, siempre con la mente y la esperanza puestas en cómo hacer para que ese gusto creado, y por tanto no natural, no se momifique o quede detenido y cristalizado en unas relaciones que sí considero que tienen trazas coloniales y en las que, a pesar de la hibridez y movilidad que pueda caracterizar a estos espacios liminales, hay asimetrías de poder en las que la conjunción del poder económico y político se traslada a la cultura.

En su ponencia de apertura de la Cátedra Cinemateca (2019), el crítico y programador argentino Roger Koza habló de “una burguesía internacional que organiza el gusto cinematográfico planetario”. Se refería, claro, al poder de los directores y programadores, especialmente de los festivales europeos, que siguen siendo teniendo una enorme agencia para definir lo que el resto del mundo, no europeo ni norteamericano, debe considerar relevante o a lo que tiene que prestarle atención.

Ante la inmensidad de los cambios culturales movilizados por el feminismo o las reivindicaciones de sujetos y/o comunidades indígenas, afro o queer, se vuelve inaplazable la pregunta sobre por qué esta “burguesía internacional” sigue siendo mayoritariamente blanca y europea, por no decir que heterosexual. El año pasado, en un foro del Bogota Audiovisual Market, este colonialismo de la programación fue uno de los temas de debate en un evento con programadores de los festivales de Berlín y Tribeca, moderado por la actual directora de programación de la Cinemateca de Bogota María Paula Lorgia. Las prácticas coloniales aquí y ahora son entonces distintas a las que se denunciaron en los años sesenta o setenta, y en esto, al menos, se ve cómo el tiempo presente sí afecta las discusiones aunque no las soluciones. Es decir, el diagnóstico está claro aunque el espacio diagnosticado se vea muy difícil de cambiar para llegar a prácticas menos asimétricas o menos geopolíticamente acentuadas. Cito a Lorgia:

La pregunta sobre el colonialismo en la programación está cada vez más presente, no solo en la curaduría sino en los procesos de gestión. ¿Por qué solo hombres blancos son los que programan en todos los festivales A de cine? ¿Por qué los equipos de programación no son diversos?³

Las preguntas no son solo sobre el origen social de programadores y directores de festivales sino sobre modos y mecanismos. Por qué, por ejemplo, si en los festivales del norte, europeo y americano, se promueven valores como la democracia, sus directivos permanecen largos tiempos en sus cargos ejerciendo autoridades verticales e indiscutibles, casi dictatoriales. Piensen en personajes como Tierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes desde 2004 o en Alberto Barbera, director del Festival de Venecia desde 2011, y las consecuencias que eso tiene en la inmovilidad del gusto especializado o en que ese gusto sea lo que es. Y por qué, más que una renovación acorde con los nuevos tiempos, lo que se da en los cargos de programadores y festivales de cine es una rotación, como ocurrió con el paso de Carlo Chatrian de la dirección del Festival de Locarno a la de la Berlinale.

Tierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes

De otro lado, y teniendo en cuenta que la crítica es la vocera de ese discurso del gusto especializado. ¿Por qué una institución como la Fipresci, que reúne a la élite de la prensa cinematográfica, tiene desde 1987 el mismo secretario general: el alemán Klaus Eder? El propio Festival de Cine de Cartagena de Indias, que en sus últimas dos versiones expandió su programación para admitir focos y muestras afros e indígenas o de producción cartagenera, entre otras causas, es liderado en su programación por un alemán que viene de trabajar en el Festival de Berlín. ¿Por qué eso es considerado por el festival como un signo de prestigio? ¿Un festival que ahora tiene vocación afro, caribe e indigenista se precia de tener una marca europea en la selección de su programación?

El resultado de este estado de cosas descrito es que el valor o el acceso a la legitimidad del cine latinoamericano y sus representaciones que, como ya se vio, moldean subjetividades, sigue siendo decidido, en su mayor parte, por una minoría externa a las particularidades de la cultura latinoamericana, que en muchas casos no conoce ni las lenguas en las que hablamos y entendemos el mundo, ni tampoco nuestros procesos históricos. Para superar ese desfase los festivales europeos y norteamericanos mayores apelan a asesores o delegados regionales, o a encargados de un área geográfica específica, por ejemplo el papel que cumplen el argentino Diego Lerer en el Festival de Cannes y el español Gonzalo de Pedro en el Festival de Locarno, o el trabajo de Diana Sánchez en el Festival de Toronto.

La legitimación de los festivales europeos al cine periférico tiene un larguísima historia que es reconstruida por Alberta Elena en un capítulo de su libro Los cines periféricos⁴ que se llama, de forma paradigmática, “Cines del norte, cines del sur”. Allí, Elena recapitula como los cines japonés, indio o mexicano, así como otras cinematografías latinoamericanas, se hicieron visibles en los festivales europeos a través de títulos como Rashomon de Akira Kurosawa y Ugetsu Monogatari de Kenji Mizoguchi, que ganaron respectivamente el León de Oro y el León de Plata en Venecia (en 1951 y 1953 respectivamente). El descubrimiento del cine indio, recuerda Alberto Elena, ya no tendría lugar en Venecia sino en Cannes, cuando en 1956 una modestísima producción independiente: Pather Panchali de Satyajit Ray, logró colarse en la selección del Festival de la Riviera francesa y deslumbrar a unos poco entendidos: los críticos, que la celebraron de forma muy entusiasta. La película Pather Panchali ganó un premio especial de consolación en Cannes, pero la consagración de este outsider del cine indio se consolidó con su triunfo unos meses después en Venecia por Aparajito.

Fotograma de “Pather Panchali”, 1955.

Los focos puntuales puestos sobre otras cinematografías, en el caso de las latinoamericanas, se dan con títulos como Cangaceiro de Lima Barreto, exhibida en Cannes en 1953, o La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson, exhibida en 1958. Así, las cinematografías brasileñas y argentinas, respectivamente, recibirían su espaldarazo y aprobación, una aprobación que ya había tenido el cine mexicano cuando en 1946 se exhibió en Cannes María Candelaria del Indio Fernández, y en 1951 Los olvidados de Luis Buñuel. Pero claro, en este último caso se trataba de Buñuel, que ya por entonces cargaba con el mito de haber dirigido Un perro andaluz y La edad de oro.

Esta atención puesta sobre títulos muy puntuales o aislados tendía a omitir el hecho de que si estas películas mencionadas fueron posibles se debió a la existencia de sólidas tradiciones cinematográficas con desarrollos narrativos, estéticos y “tecnológicos” propios. Para el gusto de esta burguesía internacional, y eso todavía es cierto hoy, los cines nacionales llegan desprovistos de carga histórica, catapultados por obras excepcionales que parecen funcionar más como sombras, en el sentido jungiano de lado oscuro o lunar de las tradiciones centrales, que como vivaces y fecundas apropiaciones o adaptaciones que trastocan las nociones de Norte y Sur, o centro y periferia. El cine siempre ha sido transnacional y transaccional, por tanto sometido a inevitables y a veces saludables intercambios que afectan toda su cadena de producción. Pero esas transnacionalidad y transaccionalidad suelen omitirse en la recepción de las obras, a favor de ideas monolíticas de identidad y esencias nacionales que estas películas movilizarían.

Parece repetirse un fenómeno sobre el cual la investigadora cubana Ana M. López ha llamado la atención. En 1991 López escribía, en una revista académica de Estados Unidos, que:

A diferencia de otros cines nacionales, que entraron en el discurso académico anglosajón por vía de historias “maestras” escritas por nativos (por ejemplo, el cine alemán estudiado a través de Kracauer y Eisner), los diversos cines latinoamericanos se conocieron primero de manera ahistórica, mediante eventos “contemporáneos” reportados en artículos breves y poco analíticos que ofrecían, ante todo, evaluaciones políticas.⁵

Para María Antonia Vélez, en la misma dirección de lo expresado por López, en estas evaluaciones políticas “el peso de la representación, que siempre se carga sobre el cine periférico, está desbalanceado de tal manera que las películas colombianas son mejor recibidas si sirven de ilustración para fenómenos generales”⁶. Los ejemplos abundan. Si nos vamos hacia el pasado podemos encontrar casos como el de Michael Chanan, quien en un artículo publicado en 1980, describió una escena de Gamín (Ciro Durán, 1977), en la que uno de los niños protagonistas juega en medio del tráfico bogotano, como “una metáfora sobre la condición de la sociedad completa en relación con los países sobre desarrollados”.⁷

Afiche publicitario de “Gamín”, 1977.

En el presente, si consideramos la recepción de muchas películas, desde la surcoreana Parasite de Bong Joon-ho, hasta otros títulos exhibidos no tan recientemente en Colombia pero sí en los últimos años como la egipcia Clash de Mohamed Diab, la tunecina Hedi de Mohamed Ben Attiasuelen o la libanesa Capharnaüm de Nadine Labake, prevalece una tendencia –tanto de la crítica como de los espectadores– a entenderlas o asumirlas como ilustraciones de fenómenos sociales que traducen, explican o simplifican la realidad política de sus países de origen.

Así, en el gusto o la aprobación se puede agazapar un problema de naturaleza ideológica. A los públicos internacionales que van a los festivales o asisten a salas de cine de circuitos especializados, las películas no solo les proveen placeres asociados a la complacencia por lo bello o lo armónico; frecuentemente también provocan el señuelo de que algo de naturaleza muy compleja (por poner un ejemplo: la inequidad social) puede ser entendido o asimilado.

En un sentido más amplio aquello que nos gusta o no suele venir formateado. En algunos casos esa homologación es la de la gran industria internacional del espectáculo que tiene puntales en Hollywood o en Netflix y que invoca un régimen de alta visibilidad donde la condición para que algo sea visto por muchos es, que aquello que se ve, dé a entender de manera amplia y contundente, que no deje fisuras ni ambigüedades. Pero el gusto contrario o aparentemente opuesto o alternativo al mainstream también es formateado, y el resultado, al menos en años recientes, fue la asunción de un estilo internacional que privilegió la distancia, el control narrativo, los modos de la supresión o la austeridad en contra de los modos del exceso propios de algunos géneros o tonos como el musical, las películas de guerra, el cine histórico o el melodrama, todos asociados a los valores de la espectacularidad y la visibilidad.

Fotograma de “El Club”, de Pablo Larraín, 2015.

En oposición a esos modos del exceso se configuraron los códigos estilísticos de un cine contenido y contemplativo, narrativamente frío, que muchos empezaron a llamar cine festivalero. Mi incomodidad con esa afirmación o encasillamiento era que suponía que los festivales tenían un gusto inmóvil o monolítico. Por el contrario, en los festivales se da, con particular histeria, el fenómeno contrario: el “esto ya lo vi”, que los lleva ansiosamente a buscar la siguiente novedad. Los festivales son pues máquinarias que reclaman nombres frescos –que se parezcan a los nombres frescos anteriores, para sumarlos al prestigio de lo ya consagrado–y que se abrogan el derecho y la distinción que dan el nombrar las cosas por primera vez. Por supuesto la metáfora del descubrimiento tiene un inconsciente y una traza colonial en la que el programador funge como un conquistador de territorios inexplorados, un héroe que abre caminos de reconocimiento y explotación.

Fotograma de “Ema” de Pablo Larraín, 2019.

Al agotarse los recursos de un territorio explorado, por ejemplo el del un cierto neo-neorrealismo internacional de los cines periféricos, se pasa a la conquista y etiquetamiento de otro territorio estético. En los últimos años, por ejemplo en Cannes, se hizo visible una crisis o al menos una fractura en el código realista, y prosperó la búsqueda, extensiva a otros festivales, de propuestas que fueran en dirección contraria. Un cine que recuperara ciertos modos del exceso propios del melodrama o el musical pero sometidos a procesos de autoconciencia autoral como los que se pueden ver en películas como la brasileña Las buenas maneras de Juliana Rojas y Marco Dutra, Diamantino de Gabriel Abrantes y Daniel Schmid, Technoboss de João Nicolau o La fábrica de nada de Pedro Pinho. También el resurgimiento de un género como el drama histórico, muy tradicional, pero redivivo en clave formalista en películas como Jauja de Lisandro Alonso, Zama de Lucrecia Martel, El movimiento de Benjamin Naishtat o Blanco sobre Blanco del chileno Théo Court. Lo resumiría diciendo que, mientras en la producción de películas se dan apropiaciones y derivaciones muy desacomplejadas que desplazan nociones fijas sobre Norte y Sur, alta cultura, cultura popular y cultura de masas, no existe esa misma movilidad en la legitimación y el acceso que considero sigue dependiendo del Norte europeo y americano.

Fotograma de “La fábrica de nada”, de Pedro Pinho, 2017.

Lea la continuación de este texto aquí.

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¹ Ver: Eduardo Grüner, El sitio de la mirada, Buenos Aires, Norma, 2001.

² Ver: Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 1995..

³ Ver: Pedro Adrián Zuluaga, “Curar el cine”, en revista Arcadia No 165, julio de 2019.

⁴ Ver: Alberto Elena, Los cines periféricos: África, Oriente Medio, India, Madrid, Planeta, 1999.

⁵ Ver: Ana M. López, “Setting Up the Stage: A Decade of Latin American Film Scholarship”, en: Quarterly Review of Film and Video №13 (1–3), 1991, pp. 239–260.

⁶ Ver: María Antonia Vélez, “Visa de estudiante: buscando al cine colombiano en la academia angloamericana”, publicado originalmente en: revista online Extrabismos.

⁷ Ver: Michael Chanan, “Havana”, en: Framework №12, 1980, pp. 37–40.

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