Rio nostrum

by Israel centeno

Israel Centeno
Israel Centeno
8 min readOct 7, 2018

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Bilingual version

The extended and long body of water that receives the wastes in the valley, from the streams, from the ravines; from insurmountable canyons, from eucalyptus slopes, from everywhere. The waterfalls like a zigzagging, horizontal downpour that would have to put that would have to be — it would have to be picturesque.
Full of green, and mangoes. A ridiculous watercolor, an absurd canvas; foreseen and repeated by all housewives and those who carry a fistful of herbs in their hands. The weak predator, that who is unable to jump a well of water. The hollow or the city, the long and deep crevice, it stretches out like a lot of lands, like an unevenness or a scar. A red body of clay, a lancinating body lying, waiting to be penetrated; voluptuous and disheveled, very puto, a body that receives shit in torrents because that is how the mountain falls, with arms and bodies, branches and earthenware, washing machines and guavas. It grows like a monster or a giant pregnant woman, full of stretch marks and cardinals. A fictitious pregnancy that doesn’t stop. I saw it, and it was a dream, I saw it in the morning and in the afternoon, I saw it at night and I felt like I lived in a place where the last battle of the species would take place.

The city is swollen with water. It has expanded like an exposed and happy rat that no longer hides in the sewers. It is filled, disconcerted. The happy rat lays outside in the sun, in the rain, underneath the lead that falls: the filthy leaves transit in it, and everything is not so terrible, because in the tropic, any nonsense embellishes it. Let’s remember that all cities have grown at the margin of rivers.

It is not necessary to remember the Tiber, the Nile or the Euphrates to say Guaire.

When Alexander came down from the Persian plateaus to Babylon, he was sick with mortality, his liver was about to burst and his gaze was murky. He walked down to the infected valley of the Tigris and felt sad and moved, defeated by the vicious atmosphere of the marshes, by the buzz of the flies. Everything rots near a river, and immortality suffers. There are mosquitoes and fat rats like grey pigs.
Were there any hanging gardens in this city? Poisoned vines, yes. But gardens?
In Caracas the acacias bloom and drop their Nazarenes in fast times of reconciliation, times of reeds and purple spikes: from the cedars hang thorny parasites. Caracas is a sponge. Haciendas were on the banks of the river and were always devastated. There were vacationers, the most daring came out of the bends and drowned when trying to cross it. Some hunters ran over the stones and from those moss rocks made their legs hang to wet their feet. The ladies were lost forever in the silt. The river is a spiral, it turns, turns. The snake must be unrolled, must be straightened out with concrete trunks, it must lay down and flow once dead to the snake that is reborn at the bend. A rodent snake with sharp teeth that grips an arm or a leg, the smile of an unsuspecting person, the desire of a lover, in the afternoon, in the morning.

People who have built bridges and cross them do not escape their gaze. The snake’s gaze is powerful, and its muscles move like tousled waves over a sinuous thread, the snake changes its skin, turns it so as not to molt. Mud that runs and is always mud. The river is torrential. A philosophy of dirt. It is traveled by nomads who know it and flatter it, they burn the mountain, and bleed on it.

The scab of the Guaire, men as well as women, shadows that go mute from all its shores, sacrifice and do not sing. There they feel like they heal. The river is an exfoliant, it takes away the dead and the dead that rots floats on clear foams. The foams of the river, blue or gray spots on the shit, people have built bridges and live underneath. They do not cross them, they get confused, make bonfires and sit down to eat hard bread and meat of rodents. In a certain way, ancestral, like Babylon or Rome, like the Indians who conquered Caracas, always uninhabited and hostile.

A woman does her labor and does not know that on the other side of the street, behind the sawmills, there is a river that claims her, a boy flies a kite over broken pipes and goes naked like a mutt, it makes his way through the ears, lifts it up and crosses it with other kites that other kids fly. The young lady who does her chores, the children who fly their kites, the inhabitants who sleep at the bottom of the dry sewers.

The priests shit from the iron bridges, they recognize each other and they all acknowledge that they smell is strong, and they bless their wretched lives, they attack a breeze of filthy rags, of very dead flesh, and they breathe because there is a strength. The force has overturned, and it is a torrent of duvets and kitchens. Brass ships float, bright wigs, crazy heads. A low current crosses the Macarao hacienda and makes the sound of a beautiful blue day. There where swimmers have drowned and fair men have been lost, and the coprophagist travel and the most perverse infants of the city play in hiding.

You can’t write about such pliable relief. No. It is better to let it run towards the ocean, it is alive and robust, it is repulsive, and it bursts between the bellows of the ceibas, between the legs of the herons, through the plains and it gets lost towards the Tuy.

Río Nostrum

Israel Centeno

Extendido y largo cuerpo que recibe las acequias en el valle, en los arroyos, desde las quebradas; desde barrancos insalvables, desde laderas sembradas de eucaliptos: desde todas partes cae el agua como un aguacero zigzagueante y horizontal, eso pondría, eso sería; tendría que ser pintoresco, lleno de verdes y de mangos, una acuarela ridícula, un lienzo absurdo; previsto y repetido por todas las amas de casa y aquellos que van con un manojo de hierbas en la mano; el predador débil, incapaz de saltar un pozo de agua. La hondonada o la ciudad larga y profunda hendija, se tiende como un lote de tierra, accidente o cicatriz, allí: cuerpo rojo de arcilla, lancinante cuerpo tendido a la espera de ser penetrado; voluptuoso y desaliñado, muy puto, cuerpo que recibe la mierda a torrentes, porque así cae la montaña, con brazos y cuerpos, ramas y lozas, lavadoras y guayabas: crece como un monstruo o una mujer gigante embarazada, llena de estrías y cardenales: embarazo ficticio que no pare, eso vi y era un sueño, eso vi de mañana y de tarde, lo vi de noche y sentí que vivía en un lugar donde se libraría la última batalla de la especie.

La ciudad está hinchada de agua. Está hinchada como una rata expuesta y feliz que ya no se esconde en los albañales, está henchida, desconcertada la rata feliz, fuera y al sol, a la lluvia, al plomo que cae: las hojarascas mugrosas la transitan, y no es tan terrible todo, porque en el trópico cualquier tontería embellece, recordemos que todas la ciudades han crecido al margen de los ríos.

No es necesario recordar al Tiber, al Nilo ni al Éufrates para decir Guaire.

Cuando Alejandro bajó desde las mesetas persas a Babilonia, enfermó de mortalidad, tenía el hígado a punto de reventar y la mirada turbia, bajaba al valle infecto del Tigris e iba triste y conmovido, ganado por la atmósfera viciada de las ciénagas, el zumbido de las moscas: todo se pudre cerca de un río, y la inmortalidad se resiente, hay mosquitos y ratas gordas como cerdos grises

¿En esta ciudad hubo jardines colgantes? Bejucos emponzoñados, sí ¿Pero jardines? En Caracas las acacias florecen y dejan caer sus nazarenos en tiempos amables, de reconciliación, tiempos de cañas y espigas púrpuras: desde los cedros cuelgan parásitas espinosas. Caracas es una esponja. Haciendas hubo a las riberas del río y siempre fueron devastadas; veraneantes hubo, los más osados salían de los recodos y se ahogaban al intentar cruzarlo, había cazadores que corrían sobre las piedras y desde esas rocas musgosas hacían colgar sus piernas y mojaban sus pies. Las señoritas se perdieron para siempre en el cieno. Río en espiral, vuelta, giro. Hay que desenrollar a la culebra, hacerla enderezar con baúles de concreto, hacer papilla y fluir una vez muerta a la culebra que renace al recodo: culebra roedor de dientes afilados que aprieta un brazo o una pierna, la sonrisa de un desprevenido, el deseo de un amante, en la tarde, en la mañana.

La gente que ha tendido puentes y los cruza no escapa a su mirada, la mirada de la culebra es poderosa, y sus músculos se mueven como ondas desordenadas sobre un hilo sinuoso, la culebra cambia su piel, la cambia para no mudar, barro que se desplaza y es barro siempre. El río es torrencial, una filosofía de la suciedad. Es recorrido por nómadas que lo conocen y adulan, le queman el monte y sangran sobre él.

La costra del Guaire, hombres y mujeres, sombras que enmudecen desde todas sus orillas, sacrifican y no cantan: allí sienten que sanan. El río es un exfoliante, él arranca lo muerto y lo muerto que se pudre flota sobre espumas claras, las espumas del río, manchas de azul o gris sobre la mierda, la gente ha tendido puentes y vive debajo, no los cruza, se confunden, hacen hogueras y se sientan a comer pan duro y carne de roedores: en cierto modo, ancestrales, como Babilonia o Roma, como los indios que conquistaron Caracas, siempre deshabitada y hostil.

Una mujer hace su labor y no sabe que al otro lado de la calle, detrás de los aserraderos, hay un río que la reclama, un niño vuela una cometa sobre tuberías rotas y va desnudo como un perro mestizo, se abre paso entre las espigas, lo eleva y lo cruza con otros cometas que vuelan otros niños, muchos, sobre los cauces, las barcazas imposibles que sueñan, la piel que se muda y las células muertas, una morgue que corre entre zapatos y tablas, un naufragio acaudalado: la señorita que hace sus labores, los niños que vuelan sus cometas, los habitantes que duermen al fondo de las cloacas secas.

Los sacerdotes cagan desde los puentes de hierro, se reconocen y saben que el olor es fuerte, y bendicen sus pobres vidas, acometen a una brisa de trapos muy sucios, de carnes muy muertas, y respiran porque hay fuerza. La fuerza se ha volcado y es un torrente de edredones y cocinas: flotan buques de latón, pelucas encendidas, cabezas locas. Una corriente baja y cruza la hacienda de Macarao, y hace sonar el azul de un bonito día, allí donde se han ahogado nadadoras y se han perdido hombres justos, y hacen piraguismo los coprófagos, y juegan al escondido los infantes más perversos de la ciudad.

No se puede escribir sobre un relieve tan maleable. No. Es mejor dejarlo correr hacia el océano, está vivo y es fuerte, es un asco de vida, y revienta entre los fuelles de las ceibas, entre las patas de las garzas, por el llanito y hacia el Tuy se pierde.

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Israel Centeno
Israel Centeno

I am a South American author writing in English with a strong accent. Written with an accent.