Pequeño tratado del decrecimiento sereno

Reseña del ensayo de Serge Latouche

Antonio Moya
Ciudad Poliédrica
9 min readDec 9, 2015

--

¿Podemos imaginar un mundo sin el consumo masivo? ¿Por qué se ha convertido el crecimiento en el objetivo principal de un país? ¿Qué se entiende, en cualquier caso, por crecimiento? ¿Y por desarrollo? Serge Latouche no sólo recomienda plantearse preguntas similares, sino que sugiere un cambio de modelo a escala global. Nos advierte de que, si no tomamos medidas, tarde o temprano la sobreexplotación de nuestro planeta obligará a frenar en seco nuestras ansias de crecimiento, ya que no dará más de sí, ni siquiera para mantener el nivel de vida de los que conocemos como países desarrollados. De modo que será mejor anticiparse y cambiar el rumbo cuanto antes.

En término medio, los humanos de todo el mundo estamos consumiendo los recursos naturales del planeta a un ritmo tres veces superior a su capacidad de regeneración. Por no hablar de la diferencia entre países: Estados Unidos, líder mundial del consumismo, tiene una huella ecológica del orden de 10 veces su propia superficie, mientras que algunos países africanos no llegan ni al medio punto. Pero claro, planeta solo hay uno, y unos pagan las comodidades y los excesos de otros. Lo de siempre, ya se sabe.

Y precisamente ahí radica la cuestión. Desde la comodidad del mundo occidental -la única que conocemos-, estamos demasiado ocupados para pensar en cuestiones tan complejas como cambiar poco a poco, pero profundamente, el funcionamiento del mundo entero. Latouche propone que nos cuestionemos la lógica del crecimiento por el crecimiento. A lo largo del ensayo, tratará de convencer al lector de que cambiar radicalmente nuestro actual modo de vida por otro más sencillo -basado en lo local, en el intercambio, en la renuncia a lo superfluo- no solo es necesario para garantizar la supervivencia de la especie humana, sino que además nos hará personas más completas, íntegras y, en definitiva, felices.

EL TERRITORIO DEL DECRECIMIENTO

La primera parte del ensayo corresponde a un diagnóstico de la situación actual -con el que parece difícil no estar de acuerdo-, que Latouche aprovecha para introducir una primera aproximación a la teoría del decrecimiento:

“El decrecimiento es un eslogan político con implicaciones teóricas […] que busca romper el lenguaje estereotipado de los adictos al productivismo.”

“El propósito principal de la consigna del decrecimiento es sobre todo señalar claramente la renuncia al objetivo del crecimiento ilimitado, cuyo motor no es otro que la búsqueda del beneficio de quienes detentan el capital con consecuencias desastrosas para el entorno y por ende para la humanidad.”

Según Latouche, la implantación de modelos de decrecimiento es necesaria para atajar la creciente adicción mundial al crecimiento, sustentado en la sociedad del consumo y sus tres grandes pilares: publicidad, crédito y obsolescencia programada. Progresivamente, la extensión del consumismo genera demanda de bienes “de alta futilidad”, que los propios consumidores convertimos en imprescindibles para buscar una felicidad que nunca llega. El problema radica en que esa enorme demanda de cada vez más productos y servicios, sumada a la creciente población mundial -en 2050, el 80% vivirá en ciudades-, tiene consecuencias cuantificables e irreversibles en el planeta, que van desde las enormes injusticias sociales que genera entre lo que podríamos llamar Norte y Sur del planeta, hasta su propio agotamiento material. El argumento de la huella ecológica es aplastante: desde hace décadas, los humanos vivimos del patrimonio de la Tierra, no de los ingresos; es decir, vivimos del excedente acumulado. Vamos, que estamos tirando de pensiones sin nuevos trabajadores que coticen a la seguridad social…

Frente a esta realidad, Latouche, parafraseando a otros autores, profetiza diferentes escenarios futuros un tanto catastrofistas. Sin entrar a valorar qué panorama es más plausible, si el de un mundo post-atómico o uno en el que la humanidad se diezme tras la aparición de graves pandemias o a causa de su propia esterilidad -como proponen en la serie británica Utopia-, la idea está clara: será imposible alcanzar “cualquier tipo de equilibrio” si conjugamos la creciente población con los actuales sistemas de consumo.

EL DECRECIMIENTO: UNA UTOPÍA CONCRETA

“El crecimiento hoy en día sólo es un asunto rentable a condición de que el peso y el precio recaigan en la naturaleza, en las generaciones futuras, en la salud de los consumidores, en las condiciones de trabajo de los asalariados y, más aún, en los países del Sur.”

Serge Latouche cree firmemente en que es necesaria una profunda revolución cultural junto a una refundación de lo político. Porque el decrecimiento es un proyecto político necesario, desde el punto de vista del autor, para dejar de tratar a los individuos y los recursos naturales en términos puramente económicos y administrativos. La utopía del decrecimiento se fundamenta en el conocido como círculo virtuoso del decrecimiento sereno, el de las ocho “R”: revaluar, reconceptualizar, reescructurar, redistribuir, relocalizar, reducir, reutilizar y resistir. Podrían ser estas u otras “R”, pero el propósito de este círculo virtuoso está claro, ya que se basa en el prefijo “re”, que implica “cambio de” las características que definen los modelos de sociedad actuales. De todas las palabras, Latouche destaca tres.

Revaluar: Probablemente, el verbo más importante de los ocho, pues arrastra consigo todos los demás. Es necesario la acción de revaluar -cambiar o actualizar los valores de la sociedad- porque todavía imperan los “viejos valores burgueses”, como la honestidad, el servicio al Estado, la transmisión del saber, etc., que se traducen en una “megalomanía individualista, un gusto por la comodidad, un egoísmo”. Latouche cree en el altruismo y la cooperación frente a la competencia desenfrenada junto a una serie de nuevos valores que se van escuchando progresivamente más entre la ciudadanía: lo local, el trato humano, la solidaridad, etc. La escuela no debe producir niños que compitan en el mercado, sino que debería ser “un laboratorio creador de ciudadanía”. También debe cambiar el trato que damos los humanos a la naturaleza, siempre dominada y entendida como fuente de recursos, en lugar de buscar su “inserción armonosa”.

Reducir: Uno de los objetivos del decrecimiento es limitar el hiperconsumo y moderar “nuestra increíble costumbre de despilfarrar”. Pero además de las reducciones obvias en cuanto al uso abusivo de recursos naturales, el autor propone ideas menos manidas que van desde “disminuir los riesgos sanitarios hasta reducir los horarios de trabajo”. También se debe poner freno al turismo de masas y a la industria turística contemporánea, que ha convertido “la curiosidad natural y la sed de conocimiento en consumo mercantil destructor del medio ambiente, de la cultura y del tejido social de los países de destino”. La propuesta de Latouche en relación a la reducción del tiempo de trabajo puede resultar controvertida. Básicamente parte de la idea de que compartir el trabajo generaría empleo para todos. La medida se combinaría con “la posibilidad de cambiar de actividad de acuerdo con los períodos coyunturales o de la vida personal” de cada ciudadano, pues al fin y al cabo todos tenemos aptitudes que van “mucho más allá de la labor diaria remunerada”, que es lo que a día de hoy denominamos indistintamente trabajo o empleo, como consecuencia del “drama productivista”.

Relocalizar: Esta acción ya es una realidad en ciudades de todo el mundo, donde surgen todo tipo de movimientos locales que tienden a potenciar la actividad en los entornos más próximos. Latouche directamente sugiere que se produzcan casi todos los bienes esenciales para el ser humano en “empresas locales financiadas con el ahorro recogido localmente”. El autor considera necesario que política y cultura recuperen el “anclaje territorial” que se está perdiendo en el mundo globalizado.

El círculo virtuoso de las ocho “R” conlleva que el decrecimiento sea un proyecto necesariamente local. Los programas políticos, culturales y sociales de relocalización deberían garantizar, en primer lugar, la autosuficiencia alimentaria y, posteriormente, la económica y financiera. En realidad, por utópico que pueda parecer un cambio tan radical del sistema, Latouche sí que ofrece un paquete de medidas que fácilmente podría ser implementado por gobiernos locales comprometidos con el medio ambiente y con modos de vida más austeros y menos superficiales: favorecer que los establecimientos se abastezcan de productos de empresas y proveedores locales; exigir que en los restaurantes escolares y públicos se ofrezcan productos de la “agricultura biológica”; rechazar el uso de pesticidas y promover el compostaje, etc. No solo es posible adoptar tales medidas, sino que ya existen municipios de todas partes del mundo que lo han hecho… y siguen vivos.

El Sur del mundo tiene su propio desafío para el futuro. No debe tratar de imitar al Norte, ni de introducir la lógica del crecimiento para salir de la miseria que la misma filosofía del crecimiento ha generado. Y además, “el decrecimiento en el Norte es condición para que haya cualquier forma de florecimiento en el Sur”. A partir de este diagnóstico, Latouche entra en una especie de bucle tratando de animar al Sur para que trace su propia senda, si bien finalmente sí que acaba enumerando una serie de medidas encaminadas a ese “florecimiento” de los países del Sur: instaurar monedas locales de cambio; detener los monocultivos de exportación y remplazarlos por huertos para el consumo local; transformar las materias primas en los mismos lugares de donde proceden; cocinar con sol, … Latouche solo menciona de pasada la situación excepcional de países como China, India o Brasil, que daría para largas digresiones.

EL DECRECIMIENTO: UN PROGRAMA POLÍTICO

La tercera parte del libro debería ser la más pragmática, con las medidas más realistas para empezar a aplicar cuanto antes. Sin embargo, entre esta parte y la anterior no hay tanta diferencia, y Latouche vuelve recurrentemente a los mismos diagnósticos y a los objetivos más utópicos del decrecimiento. Para el autor resulta obvia la dictadura de los mercados financieros: tanto los individuos de izquierdas como los de derechas la tienen tan asumida e interiorizada, que las aceptan como condiciones indispensables de partida y adaptan sus programas políticos a esa realidad. Como alternativa, Latouche propone un hipotético programa electoral alternativo -que es en realidad una declaración de intenciones susceptible de desarrollarse en cada país o región-:

  1. Recuperar una huella ecológica igual o inferior a un planeta
  2. Integrar en los costes de transporte los perjuicios generados a través de “ecoimpuestos”

3. Relocalizar las actividades

4. Restaurar la agricultura campesina

5. Transformar las ganancias de productividad en reducción del tiempo de trabajo y en creación de empleos

6. Impulsar la producción de bienes de comunicación, como la amistad o el conocimiento

7. Reducir el despilfarro de energía

8. Penalizar firmemente los gastos en publicidad

9. Decretar una moratoria a la innovación tecnocientífica

A partir de aquí, las ideas de Latouche vuelven a difuminarse, aunque todavía plantea propuestas muy atractivas dirigidas a un cambio de mentalidad en la ciudadanía: el “intercambio intelectual” como alternativa al intercambio mercantil; la supresión de la publicidad temprana hacia los niños a través de la televisión y otros medios; la importancia del ocio y del juego en equilibrio con el tiempo de trabajo, etc. El propio Latouche es consciente del peligro de aplicar alguna o varias de estas medidas -como de hecho ya ocurre en muchos lugares- sin una revalorización completa de la sociedad, pues en tal caso no pasarán de ser anécdotas dentro del sistema dominante.

CONCLUSIÓN

En el último apartado del libro, todavía Latouche lanza algunos conceptos que, aunque se han podido deducir de los capítulos anteriores, no habían aparecido explícitamente. Vale la pena copiar algunas citas relacionadas con la importancia de acabar con el relativismo cultural del mundo occidental:

“El decrecimiento se ubica más bien del lado de la economía profunda.”

“El decrecimiento no es un humanismo […] porque implica una ruptura con el occidentalocentrismo.”

“¿No es necesario considerar el reemplazo del sueño universalista, muy agotado ya debido a sus desvíos totalitaristas o terroristas, y en el que participa el imperialismo del crecimiento, por la aceptación necesaria de la ‘diversidad’, o por un ‘pluriversalismo’ necesariamente relativo, es decir, por una verdadera ‘democracia de las culturas’?”

En cuanto a la convivencia entre ser humano y naturaleza, Latouche propone el concepto del “ecoantropocentrismo”:

“La supervivencia misma de la humanidad […] nos obliga a reintroducir la conciencia ecológica en el corazón de la preocupación social, política, cultural y espiritual de la vida humana.”

Por mi parte, propongo entender el decrecimiento no solo como un modelo político, económico y cultural para una sociedad, sino también como una actitud individual y espiritual. En este mundo cada vez más frenético, cada uno de nosotros puede aprender a disfrutar de la lentitud y a renegar del afán productivista; debemos saber valorar nuestro territorio más cercano y distinguir las necesidades básicas de las secundarias y las más superficiales; nos conviene comenzar a interiorizar el decrecimiento como un acto de catarsis y así, poco a poco, entre todos, evitar la destrucción de la humanidad y de nuestro planeta.

Para acabar, y solo como curiosidad, me llama la atención, en el último párrafo del libro, la alusión de Serge Latouche a la figura del artista, como si el cambio de actitud individual que personalmente propongo debiera incentivarse desde el arte:

“A esta banalización mercantil [del mundo] se opone el artista, cuyo papel es irremplazable para construir una sociedad serena de decrecimiento.”

--

--

Antonio Moya
Ciudad Poliédrica

Architect & Musicien working for social urban innovation