Cuando hablar mola
No es lo mismo hablar que tener una conversación. La gente confunde abrir la boca y soltar lo primero que se le ocurre, sin ningún tipo de interactuación , con conversar.
Hablar es fácil, hablar mucho es facilísimo, hablar sin que lo que cuentas tenga el más mínimo interés para el otro está chupado. Lo difícil es tener una conversación que mole.
Las conversaciones que molan son siempre por sorpresa. Nunca sabes cuándo van a ocurrir. Pueden ser en persona con alguien a quien ves todos los días, pueden ser por teléfono con una amiga, pueden ser en un bar en una noche de copas y risas, pueden ser con tus hijos, o con un desconocido que acabas de encontrarte o incluso por mail, twitter o skype.
Las conversaciones que molan no tienen por qué ser serias, ni versar sobre un tema “profundo”. Pueden ser sobre cualquier cosa. La chispa salta y lo que tú dices, notas como le llega al otro y provoca en ese otro/s una respuesta adecuada que hace que tú devuelvas esa pelota (ya lo dijo Auster).
Las conversaciones que molan exigen un esfuerzo, pero las que no molan lo exigen mucho más. En las que molan estás en alerta, atento, expectante para dar lo mejor de ti y poder continuar con ese mágico momento. Te esfuerzas pero compensa. Das lo mejor de ti porque eres consciente de que esa charla merece la pena y no quieres que se termine.
Cuando la charla es un horror y no se puede huir, te esfuerzas y cada palabra que dices te cuesta un mundo porque lo que realmente quieres es quedarte callado, meterle la servilleta en la boca al interlocutor o fingir afonía o, en los peores casos, muerte súbita.
De las conversaciones molonas se pueden sacar muchas cosas buenas. A lo mejor aprendes algo, o te das cuenta de algo que no sabes y que te gustaría saber, te ríes hasta tener agujetas, te descubres explicando algo que nunca habías sido capaz de verbalizar y te das cuenta de que no era porque no supieras sino porque no tenías la audiencia adecuada. Descubres la satisfacción que tu atenta escucha está provocando en el otro, le escuchas con interés y lo que le contestas hace que sepa que te interesa lo que cuenta. También puedes acabar llorando y que, aún así, sea genial.
Las buenas conversaciones no se olvidan, permanecen en el recuerdo y puedes evocarlas cuando quieras. Recordarlas te hace volver a vivir la misma sensación de excitación, las risas, el buen rollo o la liberación que te provocaron en su momento. Da igual que fueran absurdas completamente, profundas por un motivo que ha pasado a la historia o que el tema del que trataban haya dejado de interesarte… ese momento de comunicación perfecta no se olvida.
En una buena conversación no hay que contarlo todo. A lo mejor no es el momento, ni el lugar, ni la ocasión. Se dice, se cuenta lo que se quiere decir, contar en ese momento preciso. No hay por qué tener esa puta manía de contarlo todo y de “me voy a sincerar totalmente”, no hace falta. Se puede ir perfectamente poco a poco, creando la expectativa de lo que queda por contar, de que hay algo más. La expectativa de que esa conversación pueda continuar en un futuro mola mucho.
De algunas de esas conversaciones increíbles surgió la inspiración para muchos de mis posts pero no es eso lo que las hace estupendas . La sensación que me provoca su recuerdo es lo que las hace geniales. Recuerdo dónde estaba, qué tiempo hacía, lo que dijimos cada uno de los que estábamos y cómo sentí que aquella conversación era “especial”.
Lo malo de esto es que cuando uno se acostumbra a buenas conversaciones, la cháchara diaria se convierte en un suplicio. Lo bueno es que, en cualquier momento, puede saltar la sorpresa de encontrar otra conversación genial.
Por supuesto, hay veces que no hace falta decir nada, está todo ahí.
Eso también mola mucho.
Publicado originalmente en www.cosasqmepasan.com.