Medallas ajenas

Jerónimo Calace Montú
Cuentos
Published in
3 min readJun 8, 2014

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Había una vez un planeta en el que la grandeza de las personas se medía por la cantidad de medallas que llevaban colgadas en su cuello. Era muy fácil obtener una medalla, las mismas aparecían automáticamente en el cuello de un individuo cuando éste ejecutaba una acción de goce genuino. Uno podía obtener una medalla por besar a su novia, abrazar a sus padres, compartir una cerveza con un amigo, llamar a un abuelo, ayudar a otras personas, etcétera. En definitiva, las personas podían obtener medallas por hacer cosas que las hacían felices. Eran unas hermosas medallas redondas y doradas que el planeta otorgaba a sus inquilinos por el solo hecho de cubrir el aire con felicidad.

De la misma forma, las medallas desaparecían mágicamente del cuello de los individuos en el instante en el que el acontecimiento por el cual fueron ganadas dejaba de producir felicidad en sus poseedores. Funcionaban como un recordatorio de que las personas sólo debían preocuparse por ser felices.

A pesar de que ganarlas era muy fácil, existían personas en aquel planeta que nunca habían podido lucir una medalla. Estas personas vivían cargadas de tristeza por no poder acceder a ese trofeo de felicidad. Los poseedores de medallas estaban tan encandilados por sus grandes adornos dorados que ni siquiera notaban la existencia de estos individuos de cuello desnudo. Sin embargo, estos últimos no soportaban la presencia de los primeros, ya que les resultaba humillante tener que ver pasar todas esas medallas frente a sus narices.

Fue así que los cuellos desnudos empezaron a organizar reuniones a las que sólo podían asistir personas sin medallas. En una de esas reuniones se les ocurrió una idea para poner fin a su sufrimiento. Se propusieron desear con toda su alma la pérdida de una medalla de algún otro individuo que conocieran. De esta manera, al concretarse la pérdida, podrían obtener su propia medalla, ya que estarían alcanzando un estado de goce y siendo al fin felices.

Dado que la pérdida de medallas era un hecho frecuente –pues las personas afortunadas cambiaban constantemente de fuentes de felicidad y así vivían perdiendo y ganando medallas-, los cuellos desnudos no tardaron mucho en conseguir una medalla cada uno. Pero éstas eran pequeñas y de un color celeste gastado, casi gris, por lo que no causaban conformidad en sus poseedores. Entonces decidieron que la única forma de caminar junto a un poseedor de medallas doradas y no ser humillado era superarlo en cantidad de medallas. Dicho esto comenzaron a desear esta vez con todas sus fuerzas la pérdida de medallas de todos los habitantes del planeta.

Llegó un momento en el que los cuellos desnudos pasaron a ser cuellos grises y a mezclarse con los cuellos dorados sin sentir humillación. Cada vez que un cuello dorado perdía una medalla, todos los cuellos grises ganaban una y lo celebraban tirando fuegos artificiales y organizando fiestas.

Tanta celebración provocó curiosidad en los cuellos dorados, que se vieron interesados por conseguir medallas grises y utilizaron la misma estrategia que los cuellos grises. Así fue que comenzaron a desear la pérdida de medallas por parte de estos últimos y a ser recompensados cada vez que su deseo se cumplía. Pero las medallas que ganaban además de ser grises eran aún más pequeñas que las medallas de los cuellos grises.

Al cabo de un tiempo ya no quedaban medallas genuinas doradas. La gente había dejado de hacer cosas por su bien y sólo se quedaba esperando la pérdida de una medalla ajena para salir a festejar y poder colgarse una -cada vez más pequeña- medalla gris. Nadie, en todo el planeta, tenía control sobre su propia felicidad.

Siguió pasando el tiempo y las medallas grises se volvieron tan chicas que desaparecieron por completo junto con la felicidad del planeta. Solo quedó la costumbre de tirar fuegos artificiales y festejar cada vez que alguien perdía lo que alguna vez pudo ser una medalla.

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