El código y las percepciones

Jorge Galindo
cremat
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7 min readDec 22, 2016

You could take the most expensive bottle of wine in your collection, get a great connoisseur, a great sommelier, sit down and pull that cork, and… everybody’s enjoying it in a little different way. That’s the secret of it. Because your perception is what makes it special. And people forget that.

Fred Dame, Somm.

Mi colegio tenía un jardín enorme. En mitad de ese jardín había una antigua casa, relativamente señorial, que se utilizaba como comedor escolar. La cocina estaba en la parte de atrás, y tenía su propia puerta. No me acordaba, pero cuando tenía seis, siete, ocho o nueve años presumía de poder adivinar lo que íbamos a comer con sólo pasar un segundo junto a esa puerta, y olfatear el ambiente. Por supuesto, con tres cocineras preparando ranchos para cientos de niños, poco mérito tenía aquello. Pero yo me sentía muy orgulloso de mi extraordinaria, sobrenatural capacidad olfativa. Y presumía de ello, si no ante mis compañeros, sí ante mí mismo, internamente.

Digo que no me acordaba porque es una sensación, más que un recuerdo concreto, que sólo volvió a mi memoria al ver Somm. Un fantástico documental (con su continuación) sobre la obsesión, la percepción y la perfección con el vino como excusa e hilo conductor. También, dicho sea de paso, deja entrever el machismo reinante en el mundo de los sommeliers a través la acumulación de pequeños detalles no intencionados. En un momento dado de la primera parte, uno de los candidatos a obtener el prestigioso (o eso dicen) título de Master Sommelier presume de ir al mercado todas las mañanas a oler cosas como parte de su preparación. Lo huele todo, dice, en cualquier momento. El sistema olfativo y el gusto deben estar siempre abiertos, siempre receptivos, y este es un entrenamiento como otro cualquiera. Entonces fue cuando la imagen del patio de mi colegio, y yo en él, oliendo el aire, me vino a la cabeza.

Muchos años después, en una fiesta organizada por Verema con motivo de su aniversario o de la presentación de su nueva web, ya no recuerdo bien, Pablo, otro amigo y yo nos dedicamos a probar vino gratis. Uno de ellos nos supo a Grefusitos a los tres. Tal cual. No nos lo podíamos sacar de la cabeza. Ese vino (que estaba delicioso) sabía a Grefusitos. Teníamos veinte años y bastante alcohol en el cuerpo, así que cuando nos cruzamos con uno de los propietarios de la bodega en cuestión se lo hicimos saber. Afortunadamente, se lo tomó con humor, y brindamos a la salud de los vinos buenos que saben como algo que comías cuando eras pequeño.

Detrás de ese sabor a Grefusitos, igual que detrás de la posibilidad de identificar una comida en preparación con sólo alzar la nariz al viento en un barrio de casas bajas (o en el jardín trasero de una cocina escolar), no hay magia. Lo que hay es una determinada disposición de elementos químicos, una interacción entre ellos y con su entorno (el calor irradiado de un horno, una barrica de roble francés, el clima de ese año en el Valle de Colchagua, la temperatura del aceite al fuego en la sartén) que liberan una serie de partículas que, en un momento dado, conectan con nuestros sistemas receptores. Lo que viaja por el aire es información que nuestro cerebro intentará decodificar en última instancia.

Pero, a diferencia de un protocolo de comunicación entre dos máquinas, la clave que permite la lectura no es plana, común ni perfectamente conocida por todos los receptores. En algunos casos, en varios de hecho, sí: todos sabemos cómo sabe un plátano de Canarias, un pan con aceite y sal, una chocolatina con leche. Cómo huele un potaje de garbanzos es algo bastante compartido, al menos dentro de las fronteras peninsulares, así como su diferencia de un arroz a la cubana. Incluso la diferencia entre un plátano verde y otro maduro, moteado (más astringencia, aspereza, casi corcho en el primero; prácticamente canela, clavo y azúcar moreno en el segundo) queda registrada de alguna manera en la mayoría de nosotros. Esos registros los tenemos gracias a nuestras experiencias. Aprendemos el código a medida que crecemos y nos vemos expuestos a estímulos de información olfativa y gustativa. Pero, como es natural, los pasados y las rutas vitales difieren considerablemente. Con lo cual, los identificadores también.

Mi ejemplo favorito es el del cilantro. El cilantro es uno de esos sabores que parecen no dejar espacio para las posturas tibias. Las respuestas ante la pregunta “¿te importa si le añado un poco de cilantro a esta ensalada?” suelen quedarse en el “pues claro, me encanta” o en el “preferiría que no, la verdad es que no me gusta nada”. Yo soy del primer grupo. Los del segundo, por lo visto, identifican muchas veces un sabor cercano al del jabón con esta hierba. Cuando me lo contaron por primera vez, pensé que sí, que es verdad que sabe un poco a Sanex, pero que para mí predomina una fragancia fresca, alimonada pero sin representar una acidez más allá de la suavidad. Y resultó que la división entre amantes y odiantes del cilantro tenía bases tanto genéticas como de experiencia vital:

The senses of smell and taste evolved to evoke strong emotions, he explained, because they were critical to finding food and mates and avoiding poisons and predators. When we taste a food, the brain searches its memory to find a pattern from past experience that the flavor belongs to. Then it uses that pattern to create a perception of flavor, including an evaluation of its desirability.

Claro. El complejísimo proceso de decodificación que gira en torno a nuestra boca y a nuestra nariz no está ahí para complacernos, para permitirnos disfrutar alegremente de las rosas y de los vinos que nos encontramos en nuestro camino, sino que tiene un sentido evolutivo, de alerta y de supervivencia. Si, por cualquier factor relacionado con nuestra memoria o con nuestras condiciones genéticas, identificamos el sabor del cilantro con algo que no debe ser comido (¡jabón!), nuestro cerebro nos gritará que qué hacemos, imbéciles, que si queremos matarnos o algo, cada vez que lo tengamos en el tenedor.

Resulta, pues, que cuando me dedicaba a adivinar la comida que vendría durante el recreo previo no era nada más que una base de datos andante, en plena construcción. Como todos mis compañeros. Sólo que yo me creía más listo que el resto, cuando en realidad sólo me diferenciaba la obsesión por compilar información, por acumular referencias. Igual que el loco que se iba al mercado todas las mañanas. Y resultó que aquella noche en la fiesta de Verema, Grefusitos era una referencia común para nosotros, tres veinteañeros medio borrachos. Lejos de los estándares aceptables para describir vinos en el mundo profesional, donde prácticamente se ha inventado un código común, o al menos una serie de normas, para ser capaces al menos de comparar mínimamente sus impresiones. Pero ni así lo acaban de conseguir totalmente. En la imposibilidad de conseguir encerrar en una estructura completamente predecible la profesión de hacer, probar y vender vino reside al mismo tiempo la frustración ineludible y el último resquicio de magia que rodea a la cocina, a la comida y a la bebida: aunque una parte del código sea, si no controlable y reproducible, al menos sí manipulable (el cultivo, la cocina, el proceso de fabricación del vino), la recepción jamás lo será. Es la pluralidad de orígenes, de intereses, de experiencias, de material genético incluso, de todos nosotros, lo que garantiza la incertidumbre y el descubrimiento. La otra cara de la moneda de la memoria compartida por recetas o bebidas emblemáticas, como la paella.

Cuatro o cinco años después de disfrutar el vino con sabor a Grefusitos me pasé un año entero en Holanda. La Haya no es una ciudad conocida por su gran escena gastronómica. Aunque nosotros, como estudiantes que éramos, tampoco teníamos dinero para gastar alegremente. Encontré, eso sí, una pequeña tienda de barrio donde un chico muy atento y paciente me vendía botellas cinco, seis o siete euros de cuando en cuando. Pero esas eran las menos veces, y habitualmente acabábamos bebiendo cualquier cosa de dos o tres euros que encontrásemos en nuestro camino, con una acidez desbocada y todo el desequilibrio del mundo encerrado en 75 centilitros. El último día antes de dejar la ciudad fui a la tienda y le dije al amable chico que, a modo de despedida y de agradecimiento por su paciencia, hoy me iba a llevar algo especial, y también un poco fuera de mi presupuesto. Le dejé escoger, y me dio un vino tinto del que solamente recuerdo su país de origen: Italia. También recuerdo otra cosa. Lo abrí a media tarde, mientras jugábamos al ping pong en el hall de la residencia de estudiantes. Lo dejé servido en tres copas o cuatro, y yo me llevé la mía. Antes de que tuviese tiempo de probarlo, un amigo pasó junto a los vasos y se llevó, distraído, un trago a la boca. Iba con la raqueta en la mano, de camino a restar un saque. Al tragar, frenó abriendo mucho los ojos, me miró y me dijo: “¿qué es esto?”.

Poco importaba si mi amigo tenía mucha, poca o ninguna experiencia con el vino. Si le interesaba enormemente o le daba igual. La verdad es que ni tan solo lo recuerdo. Ni jamás me preocupó. No se ni siquiera si él recordará ese instante específico. Pero, se haya olvidado o no, entonces percibió algo que captó toda su atención. Un impacto del que, por unos segundos, ni podría ni querría recuperarse. Luego seguimos jugando a ping pong, bebiendo un vino que nos parecía maravilloso en unas copas de ésas que horrorizarían a cualquiera de los personajes de Somm. Aprovechando el poder que la evolución nos había dado, y tergiversando sin piedad su intención: ella quería que decodificásemos. Pero nosotros decidimos, sencillamente, disfrutar.

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Jorge Galindo
cremat

Quemo cosas. En cocinas, sobre todo. Y también hablo de política. No necesariamente por ese orden.