Recuerdos

Jorge Galindo
cremat
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6 min readDec 15, 2016

La sustitución de recuerdos es la manera que tiene un nuevo artefacto cultural de demostrar su poder. Ayer terminé la primera temporada de Westworld, que empecé hace solo una semana, y que he devorado como merece: de manera obsesiva. En el segundo capítulo (tranquilos, no hay spoiler) una pianola hace sonar ‘No Surprises’ de Radiohead. Una canción que, como para tantos otros que descubrimos el OK Computer con quince o dieciséis años, siempre asocié con mi adolescencia. Pero ahora sé que cada vez que la escuche no podré sino acordarme del burdel de Westworld. Con ello, Jonathan Nolan (me) demuestra que su serie ha llegado a mi vida para quedarse como un referente constante.

Los platos son artefactos culturales, por supuesto. La obsesión de los grandes chefs de vanguardia por reinventar recetas tradicionales en lugar de inventar desde cero no es solamente una manera de admitir que nuestras abuelas hacían algunas cosas bien, sino una estrategia deliberada para jugar con los recuerdos de un país entero. Porque una parte importante de los recuerdos no sólo es compartida, sino que es imposible que no lo sea. No funcionaría sin serlo.

No hay dos paellas exactamente iguales. Una paella no es como una canción, no queda grabada y se le puede dar al play para volver a escucharla. Salvo que se ejerza un control de condiciones de laboratorio sobre el proceso de preparación (algo que se vuelve harto difícil en cocina abierta con leña), una paella siempre será distinta de la anterior, o de las que tienen lugar simultáneamente en el mundo, en ese momento. Y sin embargo, el concepto de paella es al mismo tiempo compartido y disputado. De hecho, es disputado porque es compartido, porque una serie de gente piensa que sus recuerdos no pueden, ni deben, ser ultrajados por los de afuera. Y aunque cada uno dispone en su memoria del ambiente particular que se daba en su familia o entre sus amigos los domingos de paella, aunque para unos lleva más o menos romero, para otros tiene pilotes de carn o no, y para los de más allá es imposible concebir una paella que no esté hecha con leña de naranjo, existe una abstracción que se considera común a un subconjunto de la población.

La genialidad de un proyecto como Wikipaella es buscar un equilibrio dentro de ese subconjunto, por cierto, poniendo de acuerdo a la diversidad. Pero Wikipaella se mantiene en la zona de confort de la definición conjunta por parte de quienes son aceptados en la comunidad, de quien tiene voz para participar en dicho proceso: esencialmente, los valencianos. La osadía llega cuando alguien toma la abstracción y le da una vuelta completa. Algo a lo que ni el mismísimo Ricard Camarena se atreve. No gustará a todos. Hay gente que ha criticado, o directamente que se ha enfadado, con el uso de No Surprises en una pianola del siglo XIX en mitad de una serie de ciencia ficción. Cuando le preguntan al compositor de la música de la serie, Ramin Djawadi, dice que:

You’re using these existing songs to create a level of comfort and repetition (…) It’s all part of the entertainment, and it reminds us that it is a theme park, and it’s not real (…) We don’t know who is who and it helps you get lost in this world.

Si Camarena no se atreve a hacer una reinterpretación profunda de la paella es, quizás, porque no quiere desafiar demasiado esa sensación de “confort y repetición”. Camarena es ahora mismo mi cocinero consolidado preferido en Valencia, pero entre los jóvenes tengo una debilidad por Junior Franco, de Origen Clandestino, porque el confort y la repetición le dan igual. Falla mucho, expone al comensal a platos que no son sino experimentos a medio hacer, pero con él realmente te puedes abstraer de la realidad. Con Camarena no, con él te sumerges en ella. Sobre todo en tus recuerdos si creciste alimentándote en la Valencia de l’Horta. Algo así escribía hace un año o dos, en el foro de Verema, sobre él.

La primera vez que estuve en su restaurante fuimos a carta. Ricard nos sirvió el primer entrante. O pasaba por allí mientras nos lo servían, no recuerdo. En cualquier caso, mi madre tenía algo aderezado con una variedad de cacahuetes propia de su comarca y alrededores que no probaba desde hacía años. Hizo un comentario con la cara iluminada y el chef se entretuvo comentando cómo y por qué habían recuperado la variedad. La práctica totalidad de los platos que me he encontrado las tres ocasiones en que he acudido han despertado algo en mi memoria. Y no me refiero a un recuerdo liviano de algo que pasó por mi paladar en algún momento indeterminado de los últimos veinte años. Quiero decir una sensación intensa de volver a los sabores más recurrentes de mi infancia. Verduras, pescado blanco de sabor bien concentrado (pescadillas, pajeles), arroces con fundamento. Así, la menestra de verduras me lleva al clásico ‘bollit’ valenciano; la base de atún en aceite de la berenjena con atunes, al bocata del recreo; la pescadilla con salsa de tomates secos, a cualquier plato de cualquier abuela o tía de “pescadito” para sus nietos; el arroz de trompetas y níscalos, al resultado de las mañanas de otoño que mi tío se pasaba buscando setas en los montes de Teruel. Ricard y su gente exploran a fondo la memoria gustativa de Valencia y su gente, la diseccionan para recomponerla ante el comensal con un aumento exponencial en la intensidad del sabor. Esto, por descontado, tiene un coste en términos de capacidad de innovación: las actualizaciones, los sabores (principalmente cítricos, pero no siempre) que tiran o intentan tirar líneas a través de lo tradicional se vuelven a veces algo aparatosos. También deja a la propuesta más compensada hacia ciertos platos y productos que hacia otros. Pero pienso que, al menos por el momento, este es un coste que merece la pena pagar si el resultado es la mejor recuperación de la cocina de la huerta valenciana que me he encontrado hasta la fecha.

Por eso la paella es una línea roja. Es un espacio demasiado conflictivo, donde el artefacto cultural que represente el nuevo plato de turno de Camarena no puede imponerse. O, más probablemente, no quiere. En la misma nota enlazada más arriba, Camarena afirma que le tiene demasiado respeto al arroz, pero que eso sí, que en su casa, la paella la hace él. Es una decisión consciente, pero también es una limitación. Igual que la de Franco es entrar a saco en cualquier espacio, con el desparpajo de alguien que abrió su primer restaurante antes de cumplir la treintena, y romper cosas. También algún que otro recuerdo por el camino, claro.

Pero con cada ruptura se gana. Ya no podré escuchar ‘No Surprises’ nunca más como la escuchaba hasta hace solamente dos semanas, pero ahora la escucharé de una manera distinta. Incluso con las rupturas que nos hacen daño salimos ganando. En Westworld, la memoria de los personajes del parque puede ser borrada a placer, pero éstos se resisten, incluso (o sobre todo) a perder los recuerdos dolorosos. Afirman que es lo único que les queda para recordar la pérdida. Es el meta-recuerdo: el que nos permite recordar que ‘No Surprises’ era una cosa antes, y ahora es otra. El que nos deja escuchar lo que fuese que escuchásemos por aquel entonces (Extremo, Platero, Tote, N’SYNC, Manowar, todo ello, otra cosa) con nostalgia. Así que no nos lamentemos si algún día Ricard, o cualquier otra persona delante de un fogón, famoso o no, se atreve a destrozar el recuerdo compartido de que constituye nuestra paella. No sólo porque habremos ganado una nueva capa en nuestra memoria. Sino porque, igual que recuperar y recordar el pasado, destruirlo es imprescindible para poder crear. Al menos un poquito.

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Jorge Galindo
cremat

Quemo cosas. En cocinas, sobre todo. Y también hablo de política. No necesariamente por ese orden.