Las abejas de lavanda y las abejas de Palantir

Tana Oshima
Crónicas de California
4 min readJan 27, 2015

En un café de Palo Alto llamado La Boulange (es una cadena), rodeando la terraza al sol, hay una hilera de lavanda y abejas que hacen de valla para separar este espacio de la calle, como si así pudiera hacerla menos ruidosa o menos congestionada. Es University Avenue con High, el último tramo de calle antes de que empiece la entrada a Stanford, y es también la última parcela devorada por Palantir, ese gigante que va avanzando como una sombra por Palo Alto vallando la ciudad, cerrándola con puertas de acero automatizadas que sólo se abren en silencio para succionar a los que tienen una tarjeta-chip, veinteañeros uniformados con la misma camiseta que a la hora de comer se reúnen en el parque para jugar partidos de frizbee, one frizbee a day keeps the doctor away, todos con la camiseta que dice PALANTIR en helvetica blanca. Tan diferente del espíritu de las start-ups y de California. Es algo siniestra. Pero es puro prejuicio mío porque la uniformidad me produce alergia.

No me molesta la uniformidad de las abejas, que trabajan laboriosas a mi lado, sobre las filas de lavanda, y pienso que ésta es de las pocas cosas que siguen igual desde los tiempos en los que los artistas, escritores y músicos paseaban por aquí con sus ojeras, recitando a Burroughs, maldiciendo, riendo, vendiendo esculturas en lata, tocando sus guitarras, liderando el cambio. ERAN ELLOS LOS QUE LIDERABAN EL CAMBIO. No el dinero, no la fama, no el pedigrí intelectual, no el número de seguidores en Twitter. Sólo ellos, con su sed de libertad. Será una mirada demasiado romántica. Y las abejas volverán al final del día a sus colmenas, cansadas pero con esa satisfacción inconsciente, indiferente, de cuando la naturaleza hace cumplir sus leyes. Volverán a las colmenas que proliferan en los jardines privados o en asentamientos espontáneos en algún viejo árbol donde alguien ha puesto un cartel: “CUIDADO. ABEJAS TRABAJANDO”. Junto a ese cartel, habrán pegado otros dos carteles: “SE BUSCA GATO PERDIDO”, y “SE BUSCA DRONE PERDIDO”. Y los dos aparecerán. Y no es que los drones sobrevuelen las aceras de Palo Alto con asiduidad, como se ven los coches que conducen solos, sin conductor (self-driving car), en Mountain View, uno de los pueblos de por aquí donde está la sede de Google. Es sólo que estamos en Palo Alto, el corazón de Silicon Valley, y a veces es como estar en el futuro, pero extraño, no sé si mejor. En muchas cosas es ideal, limpio, seguro, colegios increíbles, ciclistas al poder, ecologismo hasta el extremo, bioplástico, gente amable y educada, ardillas, mapaches, arrendajos azules, PERO, pero todo está dentro de una burbuja aislada en la que se han dejado algunas cosas fuera; de muchas cosas se han hablado ya, pero no del arte, tan importante para profundizar en el mundo y que ha desaparecido casi por completo. También se ha perdido la diversidad, no racial, sino de trayectorias.

A un paso de cebra de esta terraza con hilachas de lavanda donde trabajan las abejas y donde me tomo una coca cola ecológica, casera y hecha con caña de azúcar, tuve mi primera y única experiencia de realidad virtual. Fue en la sede de Jaunt, una pequeñísima start-up con ingenieros europeos muy serios y sesudos y majos que se están dejando el hígado por llevar a cabo ese sueño común. Me puse las gafas, parecidas a las que tiene Doc en Volver al Futuro, es decir enormes y pesadas, llenas de cables que cuelgan del techo como patas de arañas gigantes, y me metí en un cuarto oscuro donde las paredes eran las pantallas, el mundo virtual en 360º. De repente me encontré en pleno concierto de Bach, en la primera fila de un auditorio, escuchando a un cuarteto de cuerdas a un metro (virtual) de ellos, con una acústica parecida a la de una bóveda. Yo estaba en medio de la escena y podía ver lo que pasaba delante, a los lados y detrás. El escenario cambió tres veces. Duró unos 10 minutos y salí con la cara verde y el estómago revuelto, y ése es el recuerdo que me quedó. Ya nada pudo convencerme de su potencial prometedor. “El futuro de las noticias”, decían. “Os imagináis ver las noticias así, siendo transportados al lugar de los hechos? ¿La empatía que ganaría la gente hacia las cosas que están ocurriendo?” Mi estómago no lo entendió.

Todo esto es serio, toda esta industria pujante e interesantísima nace de la creatividad y la ingeniería, pero no puedo dejar de pensar que dejar fuera el arte, el arte como concepto, como observación reveladora del mundo, es como mirar sólo hacia delante sin conocer lo que vino atrás. Es, en realidad, dejar fuera al Hombre (que no es usuario, ni consumidor, sino potencialmente artista, siempre).

Tuve en Stanford dos profesores maravillosos de literatura: Tobias Wolff, el escritor, y Lee Yearley. El primer día de clases, T. Wolff (Tobby, como se hace llamar), un hombre encantador como pocos, les dijo a los más de cien alumnos reunidos en el anfiteatro: “Esta clase es para que os cuestionéis lo que sabéis. Es para que os replanteéis el valor de vuestras expectativas y sueños. Estáis aquí porque lo habéis hecho muy bien hasta ahora: habéis pasado por numerosos filtros y los habéis pasado siempre con éxito. Por eso estáis en Stanford. Estáis aquí porque siempre habéis sabido cuál era la respuesta correcta. Y eso está muy bien. Pero esta clase es para deciros que NO hay una respuesta correcta”. There’s no such thing, no such thing.

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