San Francisco, bella y bestia
Entonces uno va a San Francisco, a 45 kilómetros de aquí, y todo está lleno de ruido y de asombro, de miseria y magia a la vez, de mendigos, yonkis, artistas, ingenieros y ricachones progresistas conviviendo como en un experimento social. La gente hace footing por las calles, entre el tráfico enloquecido, los cafés y las madres con carritos, y los turistas hacen fotos a las empinadísimas cuestas que zigzaguean como acordeones. Y de pronto la tranquilidad de los barrios residenciales, y… ¡oh! la belleza de Potrero Hill y la vista de la ciudad desde lo alto de la calle Arkansas o Mississipi que no me canso de mirar siempre que visito a mi amiga Judith. SF tiene esa cosa de ciudad portuaria, de viejo marinero que se ducha una vez a la semana, como esos supervivientes de los años sesenta que se pasean con sus melenas blancas enseñando sus dientes amarillos a las gaviotas. Y ahí se instaló la mole de Twitter, en el último barrio por conquistar, Tenderloin, llamado ahora Twitterloin, abriéndose paso entre hombres y mujeres fumando crack, vendiendo pastillas y ofreciendo sexo a plena luz del día, “disculpen señores, no se preocupen, no se muevan, sigan con lo suyo, convivamos en paz”. Para algunos fue la gota que colmó el vaso, el golpe de gracia al viejo San Francisco, el que desaparece ante la gentrification de los techies. ¡Qué va!, dicen otros, es parte de su regeneración: la ciudad lleva gentrificándose cien años y SF siempre será SF… salvo por los precios del suelo, que suben y suben y no paran de subir. Claro que sería injusto culpar de ello a todos los techies…
Haight-Ashbury y North Beach no son más que viejas glorias, como Montmartre en París, con esa atmósfera triste y olvidada, enterrados por el nuevo hip vibrante de Mission, ese barrio con barrios dentro, una mezcla de Williamsburgh y Harlem en NY, PERO…, PERO, sigue habiendo algo sutil entre la gente, sobre todo en North Beach, en torno a la calle Vallejo, y a lo mejor también en otras partes — Berkeley, Oakland, el propio Mission — , la lealtad de quienes siguen buscando poesía en las esquinas. Tuve la ocasión de ver, durante el 30º aniversario de la muerte de Richard Brautigan, en Berkeley, a muchos de aquellos que peregrinaron a SF hace cinco décadas fascinados por la explosión de libertad. Viejos hippies, de los de verdad, soñadores, cargados de whisky y anarquismo, algunos pasados de rosca.
Me acuerdo de una canción de Merle Haggard que escuchaba de adolescente, una canción-protesta de 1969 de los okies (de Oklahoma) contra la “barbarie” californiana:
We don’t smoke marijuana in Muskogee / En Muskogee no fumamos marihuana
We don’t take no trips on LSD / No hacemos viajes de LSD
We don’t burn no draft cards down on Main Street / No quemamos pancartas en la Calle Mayor
We like livin’ right, and bein’ free / Nos gusta vivir tranquilos, siendo libres
We don’t make a party out of lovin’ / No hacemos del amor una fiesta
We like holdin’ hands and pitchin’ woo / Nos gusta darnos la mano y piropear
We don’t let our hair grow long and shaggy / No nos dejamos el pelo largo y desgreñado
Like the hippies out in San Francisco do / Como hacen los hippies en San Francisco
Si me interesa tanto Ken Kesey es porque representa (para mí) al arquetipo de la Costa Oeste: explorador, ante todo; libre, aventurero e irreverente, vitalista, ecologista, unido a la naturaleza y a la sabiduría del campo, con una propuesta intelectual que es anti-intelectual. La experimentación en California no es de laboratorio: se hace campo a través, a tierra abierta, bajo la sombra de las secoyas y sobre las olas de Santa Cruz.