Una mañana al sol

Tana Oshima
Crónicas de California
6 min readJan 14, 2015

California es la civilización de lo sublime y lo grotesco. Eso pienso mientras me tomo un té sentada en la terraza del Whole Foods de Palo Alto, escribiendo y disfrutando de los 22 grados que hace en un día de enero como éste. Una mujer con obesidad mórbida se mete en el coche, pero antes lanza el carrito de la compra en línea recta. El carrito tintinea como el trineo de Santa Claus, sigue su trayectoria de bala y queda encajado a la perfección en la hilera de carritos, a unos 10 metros de distancia. Dos asiáticos en la mesa de atrás comen y hablan de un viaje a Napa, el más famoso valle vinícola de California. Escucho el acento indio — del subcontinente indio, no de los primeros pobladores de esta tierra — que llega de atrás. No hace falta tener mucha intuición para suponer que él y su compañero son desarrolladores: estoy a 100 metros de Flipboard, a 200 metros de IDEO, a 300 metros de Mongo DB y a 500 metros de Survey Monkey, y no tienen aspecto de diseñadores. Me da pena pensar que, en realidad, mucho más cerca, a sólo 30 metros de donde estoy sentada, está St. Michaels’s Alley, el restaurante que antes de cambiar de dueño fue un café de la pequeña bohemia de la zona, hace décadas. Ahora es un local de nueva cocina californiana, cara y a mi parecer facilona, llena de salsas. En su época bohemia, estaba en University Avenue (a cuatro manzanas de aquí), y allí dieron sus primeros conciertos Joan Baez, y unos años antes, los Grateful Dead y Jefferson Airplane. Ya nadie lo recuerda. Allí mismo celebró su 40º cumpleaños Neil Cassady dos años antes de morir de sobredosis, pero… CRAP! Eso ya no existe, get over it, man! Este nuevo aire de Silicon Valley es mucho más… ¿qué? ¿bondadoso? Hmmm…

©Tana Oshima

El té orgánico con leche de soja orgánica que estoy tomando está bueno, y “sólo” cuesta $3, no como en “Star-fucking bucks”, como oí una vez decir a una estudiante de Stanford (me di cuenta de que era un juego de palabras, más que un simple improperio, porque bucks es el argot para dólares). ¿O fue un profesor? Uno de los profesores que tuve allí me descubrió que se puede ser de Stanford e irreverente a la vez. “No sé una mierda sobre vosotros, pero seguro que sois la pera de listos, sois estudiantes de Stanford”, dijo el primer día de clase, balanceando sus chanclas romanas sobre calcetines blancos, bebiendo café americano, frío ya, de un bote de plástico. Y el último día, después de explicar los detalles del trabajo final, se dirigió a la clase con una cordial despedida: “Haced algo corto. No me entreguéis 20 jodidas páginas”. Pero ése es el viejo Silicon Valley, el de los barbudos y barrigudos que fumaron marihuana. Ahora, en su lugar, crecen Zuckerbergs como champiñones.

Hipsters con boinas, tatuajes y calcetines negros con rosas rojas comen juntos en la mesa de enfrente. Seguramente son diseñadores, de los que viven en SF y tienen cactus en sus casas e inflan la burbuja inmobiliaria del barrio de Mission. ¿Y dónde están las chicas? ¿Hay mujeres en Silicon Valley? Haberlas, las hay, pero escasean. Pienso en la cajera de Whole Foods que me acaba de atender, una belleza mexicana llamada Verónica. ¿Se fijarán en ella todos estos hombres?

A veces, como pasatiempo, mis hijos y yo contamos los Teslas que hay por la calle. Con la primera start-up, o pasada la cincuentena, la gente del Valle se compra un Prius. Con los primeros millones de dólares, se compran un Tesla y una casa de tres (millones). Los deportivos que se ven (Porsche, Ferrari, Lamborghini y ese otro que dicen que supera a todos los anteriores, cuyo nombre no recuerdo) son de los “VC people”, los Venture Capitalists que no saben disimular su fortuna. El resto nos movemos en bici, o a pie, descalzos y oliendo las flores.

2.

Woodside. ©Tana Oshima

Y luego… ah, los redwoods, o secoyas, que te susurran en la nuca y desperezan sus ramas como patas de un bicho verde y peludo. Las aceras de Palo Alto están lo suficientemente limpias como para que el fin de semana los estudiantes salgan descalzos y en pijama a por el café y un ramo de flores, paseando a sus perros y a sus drones, en ocasiones, y que todo parezca natural, y se estrechan y se ensanchan según lo permitan los viejos troncos de árboles, los magnolios, robles, ginkgos, secoyas y palmeras que llenan las calles de sombras frías y de aire de domingo. Está prohibido cortarlos; ya cortaron suficiente en tiempos pasados.

Los alrededores de Palo Alto se debaten entre dos tipos de paisajes, el de las colinas áridas, mediterráneas, casi siempre agostadas por la sequía, y la de los bosques de coníferas, sobre todo secoyas, llenas de niebla y olor a madera y bosta de caballo. A esta última categoría pertenece Woodside, un pueblo muy western salpicado de ranchos a 20 minutos en coche de aquí. Ahí tiene su rancho-estudio Neil Young. Y ahí tiene Joan Baez una de sus casas (la otra está aquí, en Palo Alto). El poblado tiene tres diners conocidos, esparcidos entre los bosques donde mujeres corpulentas de manos grandes y rojas como cangrejos sirven platos que siempre huelen a café, huevo, levadura y leche caliente.

El primero, Bucks, sería una clásica cafetería de carretera, con sus sofás de cuero rojo pegados a una mesa cuadrada, si no fuera porque es un sitio excéntrico, “un billete barato al paraíso”, como dice su dueño, o debería decir al espacio, porque hay en todo el local una decoración predominantemente galáctica. Cada famoso que ha pasado por ahí ha dejado un regalo que se exhibe entre las paredes y el techo del local. Las zapatillas originales y monstruosamente grandes de Shaquille O’Neal están enmarcadas en la pared, junto a la raqueta rota de Joe McEnroe, etc. Y luego la cacharrería original de la NASA que cuelga del techo entre otros objetos de fetiche como animales de plástico y tablas de surf. La comida es más bien mala, pero a los VC les encanta quedar ahí para cerrar sus acuerdos millonarios. No es un lugar para rockeros solitarios. Neil Young prefiere The Mountain Restaurant, otro de los tres diners, donde en ocasiones se le ha visto hasta tararear con su guitarra.

El tercer local es Alice’s Restaurant, en lo alto de una carretera que sube en espiral desde donde está Bucks. Es una de las paradas haituales de los moteros, y el fin de semana hordas de Harleys se amontonan frente al restaurante y montones de moteros aficionados se sientan en las mesas de madera con sus chupas de cuero que lucen por hobby. No hay ni remota sombra — por fortuna — de aquellos Ángeles del Infierno que hace 50 años subieron y bajaron esa misma ruta 84 para asistir a la más salvaje de las fiestas de Ken Kesey aterrorizando a los vecinos de La Honda, unos pocos kilómetros más abajo. Por cierto, la casa de Kesey, de enorme belleza, se vende. Por menos de un millón de dólares, lo cual roza el milagro por estos lugares.

Y detrás de esos bosques está el Océano Pacífico, gélido, ventoso, bravo. Nadie, salvo los surfistas, se mete en el agua. El paisaje es abrupto y dramático y exhala esa energía optimista, mansa pero salvaje, que tienen los californianos. ¡Estamos en los confines del Salvaje y Lejano Oeste! ¡La tierra de la exploración! Y todo tan extrañamente civilizado. West Coast, man!

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