APOCALIPSIS CONURBANO

Julián Iñiguez
Relatos Urbanos
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8 min readSep 1, 2018

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Cuando amaneció los vecinos por fin reunieron el valor necesario para salir a la vereda y pudieron ponerle forma a las cosas que habían escuchado la noche anterior. El barrio entero se había refugiado en sus casas, salvo contadas personas que desde ese momento en adelante serian convertidos en nuevos santos populares: la Rita y el Moncho; Héroes de Podestá. Los jóvenes que terminaron ofrendándose, a los ojos de la gente del barrio ahora eran pedazos de carne chamuscada, con restos de ropa semi derretida, desperdigados en la esquina de Espora y San Javier. En esa esquina lo único que había quedado en pie fue el santuario del Gauchito Gil, rodeado de cadáveres de lo que parecían híbridos de demonios y humanos.

Los sucesos que se encadenaron para que el horror se desatara comenzaron la mañana anterior de forma casi imperceptible, debido a la obra civil responsable de la conexión a la red cloacal, algo que había sido inútilmente esperado por dos generaciones de vecinos del barrio y que solo los nietos de los primeros pobladores de la zona podían disfrutar. La noticia de la llegada de las cloacas había estado rondando desde la última elección, que básicamente es el único momento en el que se activan las mejoras urbanas en la provincia, pero todos se habían convencido de que por fin se iban a hacer cuando vieron llegar las excavadoras y a los obreros, que en rigor de la evidencia fueron los primeros afectados por lo que encontraron en la zanja recién abierta.

Nadie sabe que había en las tierras al costado del arroyo Morón antes de que la expansión Justicialista llegara para urbanizar la zona. Las napas de agua relativamente cercanas al nivel del suelo habían mantenido la exploración subterránea lejos del imaginario popular, y la actividad geológica o arqueológica no estaban muy en boga en los barrios populares del conurbano bonaerense. Lo que es una lástima porque si se hubiera excavado, en algún momento se podrían haber encontrados algunos rastros de la civilización precolombina de la zona, algunos enseres, armas o herramientas, y el pozo en donde se había guardado la Vasija que estaba cubierta de pinturas con las oscuras descripciones del mal que guardaba en su interior.

Cubierto con una piedra grande y pesada, el pozo se había ocultado por mas de 500 años de los ojos de la humanidad, pero lo que en otro momento de la historia había resultado en una barrera infranqueable, no era rival para el martillo hidráulico del Negro Benítez, al que habían llamado para romper el obstáculo que había sido descubierto por la acción de la excavadora. El penetrante martilleo de la herramienta del obrero ocultó el distintivo siseo del humo de color gris que se escapó de la vasija a través de los fragmentos de piedra, y las nubes de polvo suspendido en el aire ocultaron la inquietante visión de esa sustancia gris entrando, en el que hasta ese momento era Benítez, por su nariz y boca abierta. Ningún obrero noto algo raro en el Negro durante el almuerzo, salvo la inusual cantidad de carne que comió de la parrilla que un vecino había improvisado para hacer unos mangos. Cuando terminó el día se encerró en un baño químico y esperó hasta que quedaron solo un par de personas. Ahí, en el oscuro y oloroso baño, la antigua entidad que ahora ocupaba su cuerpo había crecido lo suficiente como para infectar a otros, y cuando eso que parecía una versión XL del negro Benítez se encontró a las últimas personas en abandonar la obra, los encaró con una sonrisa siniestra que se iluminó de forma extraña bajo el brillo de las pálidas luces de la calle.

Esa noche ocurrieron los disturbios nocturnos en el barrio, y en una casa vieja a la vuelta de la obra en donde la Rita vivía con su familia se dio uno de los eventos que más tarde se calificaron como sobrenaturales. Rita dormía en un cuarto despintado, con un ropero viejo y mohoso, y una cortina que hacía las veces de puerta de la habitación que compartía con una tía que trabajaba de cajera en el super chino de la zona, por lo que cualquier ruido que hubiera resultaba en un escandalo por parte de su obligada compañera de cuarto. Instintivamente ahogó el grito que el despertar del agitado sueño había provocado, llevando ambas manos a la boca y resoplando fuertemente por la nariz para no despertar a la insufrible tía y volvió a acostarse boca arriba. En las manchas de humedad del techo, en la oscuridad de la noche, le pareció ver la imagen del Gauchito Gil con la que había soñado y el susurro lejano de los autos en la Ruta 8 se convirtieron en la voz que había escuchado diciéndole en el sueño:

-Ustedes angelitos, son nuestra última esperanza. No se desanimen y tengan Fe. Preparen los facones para achurar al malón. Esperen a que el Diablo muestre la hilacha y cuando llegue el momento yo voy a estar ahí para peliar junto a ustedes contra el Malo.- decía el icono religioso, mientras pasaba de ser una estatua como la que estaba en la esquina de la casa de la Rita, y se convertía en un gaucho de carne y hueso que se desangraba colgado de un pie de un árbol de espinillo y degollado, como decía la tradición que había muerto el Gauchito Gil. Rita se levantó de la cama, se vistió, fue a buscar un cuchillo y fósforos a la cocina de su casa, y salió rumbo a la esquina del santuario.

El Moncho tenia 17 años y, según los vecinos, “andaba en cualquiera”. Cerca de las dos de la mañana había entrado la casucha que compartía con su padre, tratando de hacer el menor ruido posible para robarle unos cigarrillos y algo de plata para comprar unas birras y seguir la gira con los pibes que lo esperaban en el Fiat 147 que estaba estacionado en la puerta. A oscuras encontró el pantalón de su papá y saco el paquete de 20 de Marlboro todo aplastado y los escasos billetes que le quedaban. Desde la cama se escuchaban ronquidos fuertes y se olía una mezcla de cigarrillos y vino barato que emanaba del cuerpo tirado en la cama. Al Moncho no le gustó esa visión y momentáneamente se preguntó si hacia ahí enfilaba su vida. El destino tenía otra idea.

Un poster a doble página que había salido en el Diario Popular del Gauchito Gil estaba pegado en una de las paredes de la habitación y provocó en el joven una extraña fascinación que hizo que se quede embobado mirándolo. De a poco el Moncho perdió el sentido del tiempo y el espacio, y la imagen comenzó a moverse dentro de los límites del papel de diario pegado con una cinta scotch amarillenta a la pared. El Gauchito parecía vivo y moviendo las boleadoras que tenía en las manos empezó a hablarle.

-Ustedes angelitos, son nuestra última esperanza. No se desanimen y tengan Fe. Preparen los facones para achurar al malón. Esperen a que el Diablo muestre la hilacha y cuando llegue el momento yo voy a estar ahí para peliar junto a ustedes contra el Malo. — Estas palabras provocaron un efecto milagroso: el Moncho pareció recobrarse inmediatamente del efecto de las sustancias que se había metido en el cuerpo a lo largo de la noche, y comenzó a moverse con decisión. Desconectó la garrafa que estaba debajo de la mesada e ignorando los reclamos de sus compañeros de juerga que esperaban en el auto, se fue caminando rumbo a la obra de la esquina de Espora y San Javier. En el bolsillo de la campera tenía una pistola calibre 22, y en la cara una expresión que hubiera asustado a cualquiera que fuera temeroso de Dios.

A las tres de la mañana del 8 de enero de 2019, en un húmedo y caluroso barrio de Tres de Febrero se desató una lucha entre las fuerzas del Bien y el Mal. El aire del barrio nunca había sido de lo mas neutro, gracias a la cercanía del arroyo Morón, pero en ese momento el olor no era de la podredumbre que flotaba en su cauce, sino de algo mas parecido al azufre. Una tormenta repentina se desencadenó y todos los perros comenzaron a aullar y correr al mismo tiempo. Rayos refulgían en el cielo encapotado y los truenos hacían temblar todos los vidrios de las casas del barrio. Toda la gente de diez manzanas a la redonda de la esquina de la obra se despertó al mismo tiempo y sintieron como se le erizaban todos los pelos del cuerpo al mismo tiempo. Entre los truenos y el sonido de la fuerte lluvia y viento cayendo sobre los techos, los que vivían mas cerca de la fatídica esquina creyeron escuchar una explosión.

Al mismo tiempo, debajo de la lluvia se encontraron la Rita y el Moncho, cada uno con su improvisado armamento y la mirada totalmente ausente. Un éxtasis sagrado se adivinaba en sus caras mientras se acercaron a los tres seres, que antes habían sido humanos, y estaban trabajando en la zanja abierta en la encrucijada. Los semi hombres tenían la ropa rota y un líquido negro rezumaba de los poros de la piel expuesta, como si se estuvieran pudriendo y las vísceras licuadas estuvieran tratando de escapar de su cuerpo por donde pudiesen. A mano limpia trataban de levantar los grandes fragmentos de la piedra gigante que ocultaba la Vasija contenedora del Mal, y absortos en su tarea no notaron a las dos menudas figuras que se acercaron hasta el borde de la zona delimitada por las barreras de madera. La Rita se tiró arriba de uno de los obreros gritando y clavándole el cuchillo en la espalda, y el Moncho se paró en el borde de la zanja y disparó a la silueta que tenía adelante apuntando a lo que parecía su cabeza. El único obrero poseído que quedó libre se arrojó encima del Moncho, y emitiendo un chillido desgarrador le mordió el cuello con una boca sobredimensionada y llena de dientes afilados. La garrafa que estaba a los pies del pibe cayó en el agujero y la Rita se arrastró desde donde estaba, con el ahora inerte poseso, hasta allí. Abrió la boquilla y el gas comenzó a salir emitiendo un fuerte silbido que alerto al demonio que se estaba dando un festín con la cara del Moncho. Prendió un fósforo y una bola de fuego iluminó la esquina.

Los vecinos no permitieron que los obreros se acerquen a la zanja abierta a la mañana siguiente, y enterraron los restos de los jóvenes ahí mismo. Algunos devotos de Jemanjá hicieron una limpieza de la zona, y otros rezaron un rosario mientras rellenaban la zanja y tiraban cemento encima.

En el santuario del Gauchito Gil de la esquina de Espora y San Javier ahora hay un par de fotos de la Rita y el Moncho y la gente del barrio, de vez en cuando, les deja una ofrenda a los Héroes de Podestá.

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Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

Fracasé en stand up y en las historietas. Antes hacia radio. Ahora escribo. Estudiante de Psicología. Intelectualizo la empatia.