Credito: BBC https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-40527823

El Falcon Engualichado

Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

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Raúl era un hijo de puta, así, con todas las letras, y se merecía todo lo que le pasó. Es difícil separar la dimensión de su hijaputez con lo extenso del gualicho, pero está claro que el único que se lo merecía era él. El problema con la brujería es que no es una ciencia exacta, y Silvia iba a experimentar cuan inexacta es.

Raúl y Silvia se conocieron a fines de los 70 y se casaron enseguida, casi sin haber tenido tiempo de vivir juntos, pero con el suficiente como para que la urgencia de un embarazo los precipite al registro civil, y de ahí a una prefabricada en una calle de tierra de José C. Paz. Raúl tenía un Falcon impoluto sobre el que nadie tenía permitido respirar siquiera sin llevarse una mirada llena de odio de su parte. Silvia comprendió por las malas en los primeros meses de su relación que el verdadero amor, para Raúl, tenía 4 ruedas y un motor V8: una discreta quemadura con el encendedor del auto en su pierna izquierda la iba a obligar de por vida a usar polleras hasta la rodilla, y una larga lista de vejaciones como ésta a lo largo de su vida la iba a impulsar a la venganza.

Silvia había escuchado sobre los gualichos durante toda su vida de boca de su madre y había llegado a la conclusión de que era la mejor manera de saldar cuentas con su marido porque, aunque sentía un odio cegador, también tenía un miedo paralizante y el equilibrio entre esas fuerzas le impidió que ejerciera una acción más directa. Su escaso conocimiento fáctico acerca de las brujerías se vio aumentado cuando hablo con la añosa vecina del barrio, a la que llegó por recomendación de su madre.

La casa de la Vieja parecía más sucia que cualquiera de los alrededores. Las paredes tenían manchas de humedad que, con el juego de luces y sombras, parecían mostrar las pesadillas más íntimas de cada persona que osara mirar allí. Las cortinas, que colgaban de los dinteles y hacían las veces de puertas, se hinchaban con la brisa de esa tarde primaveral adoptando sinuosas formas. Silvia estaba completamente aterrada, pero se quedó escuchando lo que la vieja le decía.

— Los Gualichos no son simplemente embrujos, son espíritus malignos que están como pegados a cosas y solo traen el mal — dijo la Vieja.

— Yo no quiero que se muera Raúl — dijo con un hilo de voz Silvia — aunque si me gustaría que sufra, como el sorete que es. — Y tomando coraje agregó: — En una de esas que se le haga mierda el Falcon — .

La Vieja la miró a los ojos en silencio y vio el fuego que se escondía atrás de las lágrimas de Silvia. De ellos se desprendía una furia con la que ella podía relacionarse y que, aun después de veinte años de ser comida de gusanos, su difunto marido todavía podía sentir en los huesos, que estaban enterrados en la huerta del fondo de la derruida casa.

-No te preocupes — le dijo a Silvia apoyándole la mano en el hombro y sin dejar de mirarla a los ojos — voy a hacerle un gualicho livianito, como para que se asuste nomás.

No fue liviano.

Esa noche fue casi igual a cualquier otra en la casa de Silvia: Raúl se sentó a comer, trato a Dieguito como la mierda, la fajo a ella y después la obligo a tener sexo. Él se durmió por el vino y ella por el llanto. A la mañana Raúl se fue a trabajar de muy buen humor, después de tomar unos mates que Silvia le cebo en silencio. Ella no tomó ninguno porque las lastimaduras en el labio le recordaban con cada sorbo su desdichada vida. El Falcon ronroneaba como siempre, y cuando Raul tomó la Ruta 197 aceleró hasta que tuvo una erección, producto de la vibración del auto: la vida era hermosa. Un ruido explosivo detuvo la ensoñación de Raúl y el auto se paró en seco en el medio de la ruta.

— ¡¿Qué mierda pasó?! — dijo bajando del auto. — ¡Justo ahora se me pincha una goma, la concha de la lora! — .

Raúl pateo con todas sus fuerzas la rueda, pero infortunadamente le erró y le pegó a la llanta. Puteando del dolor enfiló para el baúl para buscar el repuesto, pero su ofuscación no lo dejó ver el Mercedes 11–14 de la línea 391 que venía lleno de gente.

El velorio de Raúl no fue especialmente concurrido. De todas maneras, no había mucho para ver porque fue a cajón cerrado: el colectivo no había frenado durante los primeros 5 metros después de llevárselo por delante, así que poco había quedado de lo que otrora era una figura amenazadora en la vida de Silvia. Curiosamente este no era el caso con el Falcon. Estaba completamente impecable y Silvia decidió quedárselo.

Años pasaron y Dieguito se convirtió en un adolescente hecho y derecho. Digno hijo de su padre trataba a su madre como mierda, y ella no hacia otra cosa más que lamentarse. El tiempo había pasado y Silvia, olvidando lo vivido durante años, sufría con la culpa de haber dejado a su hijo sin padre por su búsqueda de retribución. Los recuerdos menguaban en intensidad a medida que pasaba el tiempo y las cicatrices se borraban de la piel ajada por el exceso de trabajo que conllevó el haber mantenido la casa en soledad. Y mientras los años habían hecho mella en Silvia, el Falcon parecía que no sufría los efectos del paso del tiempo.

Diego empezó de a poco a intentar usar el Falcon de Raúl, y Silvia, cada vez que miraba a su hijo a través del parabrisas sucio creía ver a su antiguo victimario.

— No puede ser… — decía ella cuando creía verlo. Un escalofrío rodaba por su espalda y trataba de alejar a los malos espíritus haciendo una cruz con los dedos índice de sus manos. Pero el Gualicho no se iba.

Un sábado a la noche Dieguito se fue a la bailanta con los amigos en el Falcon. Tomaron toda la cerveza que pudieron comprar y los echaron del boliche cuando protagonizaron una gresca. La rosca siguió afuera y se intensificó cuando aparecieron los palos y piedras. Alguien saco un revolver y a Dieguito le pareció que era el momento de huir, por lo que se metió al Falcon y puso la llave en el contacto. En ese mismo momento sintió una tibieza que lo tranquilizó: en su mente relaciono el calor que sentía con la cama caliente y una estufa prendida. Ese fue el último pensamiento de Dieguito mientras quedaba inconsciente por la pérdida de sangre a causa del balazo que había recibido en el cuello, a través de la ventana del auto.

El Falcon pasó los siguientes años en el estacionamiento de la comisaría, y Silvia nunca lo fue a buscar. Lo desguazaron, vendieron las partes y lo que no servía lo tiraron a la vera de la ruta. Quizás el eje trasero esté ahora en un carro tirado por caballos. Quizás el hombre que va arriba del carro es un mal tipo y golpea a su mujer, sus hijos, al caballo, o a todos juntos. Quizás no.

Lo que es claro es que no hay que joder con los Gualichos.

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Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

Fracasé en stand up y en las historietas. Antes hacia radio. Ahora escribo. Estudiante de Psicología. Intelectualizo la empatia.