Invasión Funebrera

Julián Iñiguez
Relatos Urbanos
4 min readSep 17, 2019

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SAN MARTÍN — LA TRANQUILA: TERRITORIO FUNEBRERO. Eso decía la pintada que un desconocido artista había realizado en una de las esquinas de la avenida Tres de Febrero en San Martín, esa especie de zona desmilitarizada en el paralelo 33 que en vez de dividir a las dos Coreas separa a los “Ratis” del “barrio” o la “villa” de “la gente”; dependiendo de la representación sociocultural a la que cada lado adhiere.

Ordóñez era policía desde hace varios años, pero desde hace un par de ellos estaba asignado a la especie de central de la Policía que estaba enfrente de la Tranquila. Era un cabrón que, aunque disfrazaba sus acciones con ropajes de lo moralmente correcto, sabía que en el fondo lo que lo motivaba para levantarse cada mañana era un profundo odio de clase. En su último tiempo apostado ahí había desaprendido dos cosas que le habían inculcado: que las miradas hostiles hacia los pibes no hacen nada y solo resultan en bardeadas, y que el miedo no conoce de uniformes ni jerarquías ya que, cagones, hay en todos lados. Todas las mañanas ponía a prueba esa teoría no cruzando enseguida cuando estaba llegando a los límites del “barrio”. Pasaba con el bolso caminando, mirando a los ojos de cada persona que se cruzaba, y escuchaba el saludo matinal que la gente tenía para el:

Rati puto — se escuchaba desde todos y ningún lado. –tocá de acá gato –.

Luisito era uno de los que conformaban el coro que Ordóñez escuchaba, y disfrutaba de la tradición de lograr justicia social verbalmente todos los días a las 8 de la mañana. Había crecido mirando a los policías al otro lado de la calle, y alternaba entre el desprecio total y el odio visceral, según cambiaba la actualidad de los acontecimientos del barrio y las injusticias sufridas. En su infancia los héroes no eran los agentes del status quo, como los policías, sino aquellos que lograban ganarle o, aunque sea empardarle al sistema que lo rechazaba a él y a todos los que conocía. Para él, como para muchos, el brazo ejecutor del Estado no era sinónimo de la justicia.

A Ordóñez en particular Luisito lo había visto mas de cerca, y había sostenido su mirada tantas veces que le conocía hasta los capilares del ojo. Quizás sea esa la razón por la que el pibe fue el primero en notar algo raro en el oficial de la Ley. No era algo visible a simple vista, sinó que era una especie de pérdida de compás: un vacío en la mirada acompañaba los “Rati puto” y no ese pequeño resplandor de odio clasista que mostraba normalmente cuando lo escuchaba. El policía parecía moverse apenas des coordinado, como si los brazos y piernas estuvieran a destiempo, y no era el único. Los vecinos del barrio empezaron a ver en el edificio que ocupaban los policías en la vereda de enfrente, a través de las ventanas cerradas y los resquicios de las puertas, fulgores que asemejaban soldaduras, y a agentes entrando y saliendo a deshoras, caminando en grupos, pero sin mediar palabras. La gente se empezó a asustar y llegaron a una conclusión: lo que estaba pasando enfrente no era normal, y eso motivó una expedición nocturna comandada por los autodenominados “más porongas del barrio”.

Cuando volvieron parecían sombras de si mismos, reflejos en un espejo empañado, apenas reconocibles por el timbre de su voz. Caminando casi en línea se acercaron a los vecinos que se reunieron para escucharlos y les dijeron:

–Todo está bien. Ellos están para cuidarnos. Lo único que tenemos que hacer nosotros es respetar la Ley y darles tiempo para actuar — dijeron al unísono a su improvisado auditorio.

– ¡Hablá bien, la conchadetumadre! ¡¿Qué están haciendo ahí eso’ rati puto?! — interpelaron a los enviados el público presente.

Entonces sucedió algo que heló la sangre de los presentes: los pibes que habían ido enfrente dejaron de hablar repentinamente y la luz se cortó en todo el barrio. Los vecinos que estaban ahí se pusieron a alumbrar con los celulares, pero los pibes habían desaparecido sin dejar rastro. Ruidos metálicos provenientes del otro lado de la calle se empezaron a sentir y fuertes luces se prendieron en las puertas de la comisaría de enfrente, cegando a todo aquel que mirara en esa dirección. Pesados pasos se escucharon acercándose y la gente empezó a gritar al ver esas cosas que venían en su dirección. Trípodes metálicos haciendo un ruido ensordecedor como el de una bocina de un camión, pero multiplicado por 1000 comenzaron a acercarse a ellos, gigantes de acero que disparaban rayos de luz amarilla que evaporaban a quien sea que iluminaban.

La gente se desbandó y se pusieron a correr en todas direcciones y sentidos, aplastando a pisotones a cualquiera que se había caído. Los gritos resonaban por encima de los ruidos de las máquinas, y se mezclaban con los pequeños estallidos sónicos que producían los rayos que evaporaban a la gente. Las cenizas de los que antes habían sido orgullosos habitantes de la Tranquila ahora flotaban en el aire encendido por los flashes de luz.

Luisito fue hasta el rancho que tenía con los pibes, se sacudió las cenizas humanas que cubrían su pelo y ropa, saco el revólver que estaba escondido atrás de la heladera, y se escondió en uno de los pasillos de la villa. Esperó a que pase la luz, salió, apuntó y disparó hasta que se quedó sin balas. Cuando la luz del trípode enfiló para su lado le pareció ver la silueta de Ordóñez atrás de la cúpula translúcida que tenían las máquinas en lugar de cabeza. Escuchó una pequeña explosión, y se evaporó dejando de sí solo cenizas.

A la mañana la Tranquila había desaparecido y la Invasión había comenzado.

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Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

Fracasé en stand up y en las historietas. Antes hacia radio. Ahora escribo. Estudiante de Psicología. Intelectualizo la empatia.