Los Yuyos

Julián Iñiguez
Relatos Urbanos
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7 min readOct 12, 2019

Cuando llegó a la casa, lo primero que notó fue lo mucho que difería de la imagen que el recuerdo había formado en su mente. Más de veinte años habían pasado desde la última vez que había pisado el único lugar al que podía llamar hogar, y al ver la vieja puerta blanca de chapa no pudo evitar que lo invada una profunda tristeza.

Juan era un malparido por la vida y sus circunstancias, su madre adolescente había muerto en el parto y de su padre nunca supo el nombre. Aún a pesar de las sufridas circunstancias de su nacimiento su infancia fue feliz gracias a la solitaria crianza de la Abuela Mami, que había enviudado para la misma época en la que él había nacido, y lo había hecho con todo el amor que una madre prodiga a un hijo. Entrar a la casa de la abuela hizo que evoque su imagen; la de una mujer pequeña, con el pelo renegrido de los antiguos pobladores de los Andes, la piel curtida por el trabajo al sol, y unos brazos nervudos cubiertos con cicatrices de las que nunca hablaba. La imagen evocada pareció cobrar vida ante los ojos de Juan y pudo ver a su abuela levantándose con los gallos y el sol naciente, comenzando con los trajines de la vida diaria, sirviendo el mate cocido con tortilla, y diciéndole -Buenos días mijo-. Esas tres palabras eran las que más había escuchado Juan en toda su infancia: su abuela era parca en palabras, apenas comunicándose con su nieto en un dialecto mezcla de quechua y castellano, pero rica en demostraciones de cariño.

La Abuela Mami atendía a Juan con amor, pero ante cualquier pregunta que él le hiciera en referencia a su padre o a su abuelo, ella siempre respondía con silencio. Juan veía como esos ojos negros, calmos y de una ternura infinita, se ponían vidriosos y vagaban por la habitación como si buscaran escapar de un recuerdo demasiado doloroso como para soportarlo, hasta que se posaban en la ventana que daba al fondo, y parecía recobrar la calma. El jardín del fondo de la casa era la obsesión de la Abuela Mami, y pasaba todo el tiempo que podía cuidando las plantas, regando, y arrancando los yuyos que parecían invadirlo todo si ella no los mantenía a raya. La anciana, que usaba poco sus palabras en la vida normal, cuando sacaba los yuyos a mano limpia parecía liberarse y como si estuviera hablándoles siempre decía:

-Crece la mala hierba en la tierra abandonada -repetía como un mantra para si misma, -crece la qhura[1] si no tengo fuerzas. Viracocha[2], diosito, dame fuerzas para arrancar la mala hierba. –

Durante diez años de su vida Juan había vivido con su abuela, creciendo feliz y contento. Sus días transcurrían tranquilos y sin sobresaltos, jugando con los pibes del barrio a la pelota en calles de tierra que parecían canchas profesionales, a los ojos de él y sus amiguitos. Casi siempre el atardecer lo encontraba volviendo a casa, después de una interminable tarde de juego, para comer la comida caliente con la que lo esperaba la Abuela Mami.

La vida es una rueda, sus ciclos existen y cuando suceden lo hacen con fuerza. Cuando volvió a casa, esa tarde hace muchos años, su inocencia no fue suficiente escudo como para no saber, inmediatamente, que algo malo había pasado. En la cocina las luces estaban apagadas y le resultaba difícil distinguir entre las sombras si su abuela estaba ahí. Los últimos rayos de luz del sol alumbraban tenuemente el jardín del fondo, y a través de la ventana, Juan observó algo que atenazó su joven corazón. Caminando lentamente, atravesó la habitación hacia el fondo de la casa, y encontró a su abuela sentada en una silla de mimbre, todavía con una bolsa llena de los yuyos que había estado arrancando tirada en el piso, y la mirada perdida en el jardín. Sus ojos estaban abiertos, pero el brillo de la vida los había abandonado, dejándolos opacos y fríos. En el recuerdo de Juan, esos ojos siempre se verían como dos bolitas de vidrio, una infante transmutación dispuesto por la memoria para suavizar el trauma, y fue quizás la evocación de esa imagen lo que, a su regreso a la vieja casa, lo quebró hasta el llanto.

Una vida había pasado y ahora Juan por fin había vuelto a su casa, el único hogar que había conocido. Lejos quedaban ya los ingratos recuerdos de la apatía de crecer con unos tíos que no querían ni necesitaban otra boca más que alimentar, y con cada día que pasaba en la casa lo invadían lejanas evocaciones de una época más simple y feliz. Los primeros días se dedicó a limpiar y poner en orden la vieja casa, pintando y arreglando todas las cosas antes de mudarse por completo. Los planes para la renovación incluían un pequeño altar dedicado a la Abuela Mami en el cuarto de estar; un lugar destacado con fotos, una virgencita, y una vela siempre prendida en su recuerdo, y fue en ese lugar en el que, en sueños, se reencontró con su abuela.

En el sueño la anciana estaba parada enfrente al altar dándole la espalda a Juan, que la miraba desde atrás, sentado en la misma silla de mimbre en donde la anciana había expirado por última vez. Entonces la Abuela Mami se daba vuelta repentinamente, casi como si su nuca hubiera transmutado en su cara, y se acercaba con la bolsa de los yuyos hasta donde él estaba, poniéndosela en el regazo, indicando en un idioma sin palabras que mirara dentro de la bolsa. Juan sentía a través de la tela de arpillera de la bolsa que algo se movía y no pudo evitar mirar en su interior. La bolsa tenía yuyos mezclados con un montón de tierra plagado con unos gusanos gordos y viscosos que se movían sin cesar. En el sueño el asco que sentía Juan lo obligaba a incorporarse de un salto, solo para encontrarse a centímetros de ese rostro que en otra época era símbolo de amor y comprensión, y que ahora lo aterraba hasta los huesos. Mirando con dos ojos que no eran ojos, sino dos bolitas de vidrio, la Abuela Mami se acercó al oído de su nieto y le dijo:

-Crece la mala hierba en la tierra abandonada. –

Juan se despertó sobresaltado, se vistió y fue para el fondo de la casa. En el horizonte suburbano el sol comenzaba a salir, y la mortecina luz alumbró la parcela. Los yuyos habían invadido todo, haciendo imposible reconocer el jardín en el que había visto a su abuela incontables días arrodillada en la tierra, sacando las malas hierbas, y repitiendo su mantra. Una brisa imperceptible a los sentidos movió el yuyal como si de olas se tratase, y Juan creyó notar un patrón espiralado en su forma: un vórtice verde y amarillo lo llamaba y lo atraía hasta su centro. Sin saber exactamente porqué, agarró una pala y empezó a cavar en lo que parecía ser el punto focal del remolino de yuyos, golpeando sin cesar la tierra y repitiendo en voz muy baja la oración que tantas veces había escuchado decir a su abuela.

El sudor y la sangre de sus manos mojaron la tierra removida, mientras trabajaba sin cesar en el fondo de la casa. A medida que el sol subía más y más en el cielo, Juan noto que los yuyos se metían profundamente en el suelo. Las raíces de los yuyos eran fuertes como sogas, y se metían en la tierra como si estuvieran atadas en algo enterrado profundamente. A sus espaldas, desde adentro de la casa, envuelta en penumbra una sombra con ojos de vidrio en silencio miraba fijamente la nuca de Juan abrasada por el sol, y parecía meterse en su cabeza con la fuerza de una bala, implantando imágenes de escenarios prehispánicos, palabras de los dioses antiguos, herencia que siempre había formado parte de él y que ahora se escurría en forma de sudor de su cuerpo y sangre de sus manos por entre sus dedos hasta la tierra que trabajaba con extrema urgencia. Las voces hablaban de hombres que ya habían muerto y se habían convertido en cosas. Hablaban de la Abuela Mami y de su sufrimiento, del llanto incontrolable que había surgido de sus ojos y de sangre derramada. Las voces le contaron a Juan que los yuyos eran venas, y que por esas venas corría su sangre.

Juan sintió que lo que lo impulsaba a cavar lo abandonaba en el mismo momento en que la pala tocaba algo duro, enterrado en la tierra, envuelto en una tela podrida y con gusanos moviéndose por todos lados. Los yuyos parecían surgir todos del mismo punto, dentro de la caja torácica del cadáver que se encontraba delante de él, en donde en otra vida un corazón de inconmensurable crueldad había latido. Juan recuperó una parte de su vida que el destino y su familia le habían negado, aún antes de nacer. Ahí, al fondo de la casa de su querida Abuela Mami, en los huesos de un hombre muerto violentamente que yacía en el fondo de la fosa recién abierta, Juan supo que había encontrado a su padre-abuelo. Mirando a través de la ventana, los ojos de vidrio lloraban un llanto desgarrador, lleno de culpa y tristeza, desapareciendo en el aire y la oscuridad del interior de la casa.

Juan se quedó parado en medio del agujero que él mismo había cavado con la mirada clavada en los ojos vacíos de una calavera blanca. Una voz antigua hablaba con él, y a través de él:

- Crece la mala hierba en la tierra abandonada -repetía como un mantra para si mismo, -crece la qhura si no tengo fuerzas. Viracocha, diosito, dame fuerzas para arrancar la mala hierba. –

[1] Qhura: hierba/maleza en Quechua.

[2] Viracocha: Dios Creador andino, también llamado Huiracocha.

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Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

Fracasé en stand up y en las historietas. Antes hacia radio. Ahora escribo. Estudiante de Psicología. Intelectualizo la empatia.