La luz de tus ojos

María Entrialgo
Cuentos y relatos
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3 min readNov 12, 2014
Fotografía por Elena del Rivero Fernández Agradecimientos: Andrew Terrel y www.lamparascorredera.es

Recogía todas las cartas y las clasificaba. Luego pasaba el plumero a la mercancía del escaparate, y ordenaba las cajas que hubiesen quedado descolocadas del día anterior. A primera hora siempre se preocupaba de dejar la tienda recogida y presentable para posibles clientes. Cuanto todo estaba en orden, se sentaba detrás del mostrador a hacer lo que más le gustaba: bombillas.

No podía ser otra cosa. La tienda de iluminación tenía lámparas, focos, y bombillas de todas clases y colores, pero eran objetos fríos sin personalidad. Alberto había aprendido el arte de “dar luz” de su abuelo, quien a su vez lo aprendió en uno de su viajes como marinero.

Los hombres de mar se guiaban en su largos viajes por las estrellas, pero en las noches de tormenta y nubes oscuras, ni la luna asomaba entre ellas. Así que su abuelo fabricaba luces que iluminaban el camino hacia donde querían ir.

La técnica era sencilla: bastaba atrapar un pensamiento y fabricar con él el filamento de la bombilla. Luego se hacía vacío, se conectaba a la corriente de un generador y listo. Pero atrapar un pensamiento a veces era difícil.

Su abuelo no tenía problema ninguno; todos en el barco apreciaban sus habilidades y se prestaban a ayudarle, pero en la ciudad la gente era más reacia a ello. Porque el camino más rápido y sencillo era usar un cabello humano.

En aquel momento Alberto retorcía un cabello rojizo una y otra vez sobre una resistencia de metal. Debía de darle vueltas cuidadosamente para que no se rompiera y aguantara las altas temperaturas. Si todo iba bien, la luz pasaría a través del cabello proyectando los anhelos de quien hubiera sido su dueño.

Una vuelta más, hizo el vacío, enroscó la bombilla a un portalámparas y encendió el interruptor.

Alberto sonrió; le gustaba lo que veía. Mucha gente tenía dificultad para apreciarlo a simple vista, y otros nunca sabían qué estaban viendo, pero él estaba entrenado después de muchos años. Aquella luz hablaba de sueños, de viajes y aventuras.

Había sido en la estación donde lo había encontrado, sobre el reposacabezas de un banco. Nunca sabría cómo era la persona de quien crecía, pero ahora tendría su luz muchos años.

Apagó la bombilla, la desenroscó, y la metió en una caja del mostrador. Porque en realidad, Alberto no fabricaba luces para él. Las que hacía las vendía a sus clientes, con la esperanza de que les guiara y les inspirara.

Aquella mañana sabía que alguien la necesitaría, y sonrió al pensar en todas las que ya había vendido. La puerta se abrió y la campanita que colgaba del dintel sonó al paso de un nuevo cliente. Era una mujer que sonrió al verle. Alberto la miró de hito en hito. Tantos años fabricando luces y nunca jamás había visto unos ojos como aquellos. Su mirada era clara como la luz del amanecer y hablaba de esperanza.

Con un nudo en la garganta, la recibió tras su mostrador, y casi sin aire le dijo:

- Buenos días, ¿qué está buscando?

La mujer volvió a sonreír y sacó de su bolso una pequeña linterna, y con la misma apuntó hacia él.

- A ti.

A mis abuelos, Aurora y Alberto.

Más cuentos y vídeos, en inglés y castellano, en“Más cuento que vergüenza”. Ahora también podcasts para que los escuches donde quieras.

Guión: Elena del Rivero Fernández, Lara del Rivero y María Entrialgo.

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