Mucho Gusto

María Entrialgo
Cuentos y relatos
Published in
3 min readNov 13, 2014
Collage por Lara del Rivero

Desde la azotea podía ver toda la ciudad. El viento se llevaba la polución y el ruido, y allí arriba solo estaban ellos dos: el humo de su cigarro y él. Le gustaba subir para descansar. Se miró las manos, doloridas, y vio una pequeña gota de sangre en la camisa. Automáticamente intentó esconderla, como si alguien pudiera verlo y hacer preguntas. Eran los pequeños gajes de su oficio.

Aspiró el humo y recordó que no le gustaba fumar. Había empezado a hacerlo para buscar una excusa para irse a a azotea. Solo, sin ninguna voz, durante unos minutos podía ser lo que le gustase. Aunque siempre era la misma persona.

Él hubiera querido ser pastelero. El olor de los dulces, madrugar para ir al obrador a hacer pasteles. No se quitaba de la cabeza los domingos con su abuela en una pequeña cafetería del centro. Había intentado revivir esa experiencia alguna vez, pero había resultado un fiasco.

Volvió al presente cuando oyó la puerta abrirse tras él. El cojo caminaba en su dirección encendiéndose un cigarrillo. Al llegar a su altura se subió el cuello de la chaqueta y le dio la espalda a las vistas.

-Joder, que frío jefe. No sé como te puede gustar estar aquí arriba.

Lo miró de reojo sin contestarle. Aunque no le gustaba trabajar con público, a veces su ayudante era indispensable. Pero le había arruinado su fantasía, y ahora estaría de mal humor todo el día.

-Tienes a uno listo en el potro.

“El potro”. Así es como llamaban ellos a aquella camilla. Él había visto hombres duros, más duros que él, doblegarse al verle entrar. Luego todo se volvía rojo, y sus ojos solo podían ver la sangre entre sus afiladas cuchillas y sierras. Tenías que estar preparado para ver aquellas cosas y había quien creía que era un hombre duro, pero no era verdad; solo era lo que le habían dicho que tenía que ser.

Tiró la colilla por la azotea y vio como el viento de Diciembre la apagaba. El ruido de los coches escaló hasta allí arriba y ya no había más pasteles.

-Vamos- dijo sin más.

No era un piso muy grande, lo justo para trabajar a gusto. Llegó y vio que la sala estaba lista. Su ayudante entró primero y empezó a bromear con el hombre. Era su estilo, le gustaba empezar así. En el fondo sabía que él hacia eso porque le gustaba.

Se quitó la gabardina antes de entrar y se puso una bata para no ensuciarse. Cuando entró en la sala lo vio todo preparado.

Había un hombre en la camilla y sobre él una gran luz que lo deslumbraba. No parecía asustado, aunque por su lenguaje corporal sabía que tenía miedo. Probablemente no fuera la primera vez que se veía en una de estas, y sabía que era lo que venía ahora.

Se sentó en un taburete junto a él. No tenía ni que preguntar, sabía exactamente qué tenía que hacer. El cojo, su ayudante, lo había dejado todo preparado. Cogió unas enormes pinzas metálicas y las introdujo en la boca del hombre.

Algunos ladeaban la cabeza o cerraban la boca, pero este no hizo nada. Agarró con fuerza una muela y tiró de ella. El hombre gimió y trató de zafarse, pero lo sujetó con una mano del hombro y tiró con más fuerza. El esmalte se rompió bajo la presión de la pinza, pero la carne se rasgó y la enorme raíz se abrió paso entre un borbotón de sangre.

Bajo la luz de la enorme lámpara, el hombre vio una enorme muela picada. El hombre lo miró con los ojos entreabiertos y las lágrimas corriéndole por las mejillas.

-Gratias doctor- dijo entre balbuceos.

“Dentista”, pensó al dejar caer la muela en un vasito. Si al menos su madre le hubiera dejado ir a la escuela de hostelería. Suspiró y volvió a pensar en pasteles.

-No hay de que, es mi trabajo.

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Trailer Guión: Lara del Rivero, Elena del Rivero Fernández y María Entrialgo

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