Vida guajira

Jerónimo Calace Montú
Cuentos
Published in
4 min readMay 11, 2015

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Entre 2014 y 2015 tuve la fortuna de vivir en la maravillosa ciudad de Santa Clara, Cuba.

Detrás del campus universitario, alejado de los edificios pertenecientes a las facultades y a las residencias estudiantiles, hay un jardín botánico por donde pasa un arroyito. La belleza del paisaje y el sonido que nos regala el agua al correr entre las piedras, sumados a la compañía de un amigo y un equipo de mate, pueden resultar sin dudas en una hermosa y tranquila tarde.

Nada puede entonces desviarnos del camino una vez tomada la decisión de visitar tan agradable lugar. Nada, excepto una tranquera abierta y un nuevo camino con una posible nueva historia que contar. Con Joan, mi amigo catalán, no hay dos días iguales — por eso en la mochila siempre cargamos más de lo necesario — , y esa simple tranquera abierta le alcanza para proponerme un cambio de planes.

Tras atravesar el río por un camino de piedras, recorrer una plantación de tabaco y hacernos camino entre un par de docenas de vacas, nos encontramos con otra tranquera — ya en pleno campo — . Detrás de ella descansa un guajiro de nombre Carlos que nos ofrece una linda charla. Se queja del precio del ron, de las responsabilidades diarias de la vida en el campo y de la baja remuneración. Mientras tanto, prueba un mate y comunica su miedo a que le provoque efectos alucinógenos.

Un poco más lejos se encuentra la casa de Rolando, otro guajiro que vive con su mujer y es productor independiente. Viste camisa y pantalón del ejército (mucha gente lo conserva y utiliza en su vida cotidiana), un típico sombrero guajiro y botas de goma. Ordeña sus vacas todos los días y cultiva café, aguacate, yuca, tabaco, guayaba, mango, limón, coco y piña, entre otras cosas. Acepta sin reproches nuestra petición y nos calienta agua para el mate — que se nos había terminado en la charla con Carlos — hasta «un poquito antes de hervir». Comienza entonces otra rica charla en la que aprendemos acerca del proceso de cultivo y secado de tabaco y café. En medio de la conversación nos ofrece ron y completa la terna que mejor define a esta isla. ¿Cómo no sentirse en el corazón de Cuba si se está rodeado de café, tabaco y ron?

Luego nos cuenta sobre su experiencia en la guerra de Etiopía, donde Cuba y la Unión Soviética apoyaron a los etíopes mientras que Estados Unidos le dio su apoyo a Somalía. «Los soviéticos pusieron las armas y nosotros los hombres» — señala. Allí Rolando pasó 16 días sin comer y terminó internado junto a sus compañeros por comerse una gacela cruda. Durante los muchos meses que compartió con sus compatriotas y con los soldados etíopes, sólo pudo comunicarse con los primeros debido a la gran diferencia cultural y de idioma. Por lo que — según nos cuenta — al llegar un italiano hispanoparlante, toda la delegación se abalanzó sobre él para escuchar historias nuevas y poder contar las propias. Es que ya no sabían de qué hablar entre los propios cubanos, se conocían por completo.

Empieza a atardecer y su mujer se acerca con un plato de chicharrones calentitos y yuca hervida. Tras devorarlos en un instante nos muestran su humilde casa, de un orden y una limpieza envidiables. Durante el recorrido, Rolando me sigue contando cosas de su vida mientras que su mujer hace lo propio con Joan. Se reparten así un oyente cada uno y nos dan una cantidad enorme de información en apenas minutos. Entre otras cosas escucho acerca de la vida sana de mi interlocutor, que sólo come lo que cultiva, y entiendo por qué parece de cuarenta teniendo más de sesenta. Pero lo que también entiendo, es que en ese momento nos habíamos transformado en aquel italiano. En aire fresco, en ojos atentos y caras de sorpresa que hace años no veían. En oídos vírgenes de historias de guerra y de vida guajira. En ese escape a la rutina que sucede de vez en cuando.

— Antes yo era la charlatana, ahora él habla más que yo — comenta la señora, casi quejándose por la atención que le robaba su marido.

Nos invitan a cenar, y a pesar de que nos hubiera encantado quedarnos, rechazamos la propuesta. No por vergüenza, es que debemos alcanzar el río antes de que se agote la luz natural, sería imposible cruzarlo sin ella y se hace tarde. Entienden perfectamente la situación y nos despiden prolongadamente, hablándonos aún mientras nos alejamos, ofreciéndonos sus cultivos (y demostrando así por enésima vez su enorme generosidad), invitándonos a pasar otro día con ellos y dejándonos un pedido: «Cuenten en sus países cómo somos los guajiros».

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