Mar de libros viejos, Richie Rich https://www.flickr.com/photos/bacteriano/212910703/

De la infoxicación al conocimiento

Enrique Villalba
Cultura escrita

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Los orígenes del mundo moderno son buen referente para contrastar algunas de las cuestiones que nos inquietan en nuestros tiempos de cambio. La densidad y aceleración del tiempo histórico en las décadas finales del siglo XV y primeras del XVI son de algún modo similares a las que percibimos hoy. Esto resulta especialmente evidente en las transformaciones culturales, sociales, económicas, políticas o tecnológicas relacionadas con la transmisión de la información. No es preciso insistir en cómo la aparición de la imprenta desencadena las innovaciones más radicales en ese campo hasta la llegada de nuestro mundo digital y ambas revoluciones plantean cuestiones que pueden tener puntos en común.

Así, puede resultarnos de interés compartir alguna mirada en ese campo que, seguramente, nos sorprenderá por su actualidad. Nuestro humanista Luis Vives escribió en su De las disciplinas (1531) acerca de lo que ya se percibía como una alarmante proliferación de libros:

Y si hubieran llegado a nuestros tiempos todas las obras publicadas por todos los filósofos, historiadores, oradores, poetas, médicos y teólogos de la antigüedad, en nuestras casas no quedaría hueco alguno sino para libros; nos sentaríamos sobre libros, caminaríamos sobre libros y a los ojos no nos vendrían sino libros. Aun ahora, con esa gran merma bibliográfica, no pocos experimentan terror y aversión al estudio, cuando se les ofrecen, en cualquier disciplina, volúmenes y más volúmenes, que suponen trabajo inagotable; siéntense desolados y descaecidos cuando los ven y se exhalan en quejas de prematuro hastío: «¿Quién va a leer todo esto?[1].

De modo que, pocas décadas después del desarrollo de la imprenta, se da entre los estudiosos ese estupor ante el despliegue exuberante de la cultura libraria impresa que lleva a la impotencia al no poder abarcar tanta lectura. Hoy puede resultarnos una evidencia la necesidad de renunciar a esa vana pretensión de saber universal pero olvidamos que entonces estaban aún cercanos en su memoria los tiempos en que un erudito podía conocer (o creía conocer, al menos) si no el contenido de los textos sí los autores, títulos y referencias en una determinada disciplina. De repente, lo que había constituido una aspiración tan anhelada, la disponibilidad de los textos, se convierte en un problema, la sobreabundancia de información, que conduce a la desolación de no saber cómo enfrentarnos a ella, al vértigo de perder nuestra vida en buscar el grano entre tanta paja, entre el maremagno de la infoxicación.

Pero tan sorprendente como encontrarnos ese certero diagnóstico, que se nos antoja más propio de nuestro tiempo que de aquellos de tan limitada producción impresa, es la solución que Vives propone. Ante la sobreinformación solo cabe oponer selección. Un cierto canon basado en el criterio del experto o del maestro. Ese es el modo de pasar de la información al conocimiento, como bien sabemos hoy. Y así lo escribe, con clarividencia, Vives:

Por este tan razonable motivo, en cada una de las artes y disciplinas deben señalarse los libros que han de explicarse en las escuelas y aquellos otros que reservadamente deben ser hojeados y leídos por no malograr en baldías superfluidades, dañinas no pocas veces, una vida tan breve y tan fugaz que se nos escaparía antes de que pudiéramos llegar al grano. Quien hiciera esta discriminación afianzado en sus grandes conocimientos científicos y en la agudeza de su crítica, ese hombre, a mi parecer, se haría acreedor a una cuantiosa gratitud de parte de todo el linaje humano. Y mucho más aún si no se contentaba con calificar con una censura directa cada uno de los libros, sino que indicara en cada uno de los libros los pasajes en donde se pudiera tomar lo que a cada lector interesase.

Ese buen criterio, pues, debe conducirnos no solo a los libros de provecho, desechando los superfluos, sino incluso a sus pasajes esenciales. Es decir, la misma pretensión de nuestros días.

Como los humanistas, para ayudar a entender el lugar del hombre en un mundo por momentos cambiante, hoy profesionales como los periodistas o los historiadores no se han de ocupar en ofrecer más información o más rápidamente sino de aplicar a ese volumen inabarcable su capacidad para graduarla, para ordenarla.

[1] El tiempo no hizo sino reforzar esa impresión. En la voz “Escribir” del Tesoro de la lengua, de Sebastián de Covarrubias (el primer diccionario castellano, de 1611), leemos:

hanse dado tantos a escribir que ya no hay donde quepan libros, ni dineros para comprarlos, ni hay cabeza que pueda comprehender ni aun los títulos dellos.

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