El lugar de la cultura

Prólogo a Ignacio Molano, Cuando hablan de cultura, Madrid: CVG, 2013.

Enrique Villalba
Cultura & Gestión Cultural
7 min readFeb 9, 2015

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Os dejo aquí mi Prólogo al libro de Nacho Molano, cuya lectura recomiendo vivamente a todo los interesados en la Cultura y su gestión.

La cultura está necesitada de muchas cosas y la reflexión no es de las menores. Ignacio Molano la acomete con rigor, método y valentía. Su lectura es, por una parte, muy pertinente para entender dónde estamos, poder buscar nuestra cultura y reaccionar emprendiendo caminos alternativos (algunos de ellos se apuntan en las conclusiones). Por otro lado, estas páginas tienen la virtud de movernos al debate, de alentar nuestras propias inquietudes. Cuando el autor tuvo la gentileza de pedirme que escribiera estas líneas y terminé de leer su trabajo, mi impulso no fue ponerme a escribir un prólogo sino querer dialogar, debatir con él. Creo que el lector se verá, de inmediato, inmerso en ese debate, en esa lectura que mueve a la crítica, como debe procurar un buen ensayo cultural.

Se nos ofrece en este libro un análisis de las consecuencias de un modo de entender la cultura y las políticas culturales que ha conducido a su mistificación y sometimiento al mercado y a la consiguiente imposición de una suerte de totalitarismo economicista. Esa deriva ha sido firme –enfrentada, en general, a escasa resistencia– en los tiempos de bonanza.

Uno de los males de nuestra cultura ha sido la falta de reflexión teórica seria, acompañada, además, por un frecuente distanciamiento entre la teoría y las prácticas. No es este el caso: Ignacio Molano escribe estas páginas desde la confluencia de una sólida formación –sus plurales lecturas afloran en el texto– y desde un conocimiento de la realidad cultural, sus usos, sus espacios, sus políticas (especialmente en Argentina y España), fruto de su práctica en el desempeño profesional como gestor cultural.

Indagar, buscar, investigar en la cultura es hoy obligado. Es también subversivo. Lo ha sido siempre en los momentos de cambio y hoy estamos en uno de los de más calado. La crisis cultural en la que nos encontramos precisa de nuevo de una dedicación humanista. Como los pensadores del Renacimiento, como aquellos humanistas, nuestra atención ha de centrarse en entender nuestro mundo transformado –y aún en transformación– que ha generado nuevas perspectivas, ese nuevo espacio público que aparece también en el título de este libro. En entenderlo, claro, para conocer la posición del hombre en él, su lugar en el mundo (eso es, en buena medida, la cultura, nuestro lugar en el mundo[1]) y, en consecuencia, el modo de interpretar los fenómenos naturales –a través de la ciencia–, sus territorios –la exploración–, su representación –el arte, la literatura…

Los ilustrados volvieron a enfrentarse a esa misma necesidad, además con la intención de hacer de ese mundo un lugar algo mejor para el hombre, de nuevo a través del conocimiento de la ciencia, la técnica, la cultura, el arte… y de su extensión y aplicación, dando singular importancia a la formación, a la educación.

A la hora de tomar el testigo a humanistas e ilustrados compartimos sus preocupaciones y objetivos en este intento de entendernos (porque no podemos aceptar la imagen que se nos quiere imponer de cómo funciona el mundo que nos rodea), de situar nuestra cultura en la sociedad del conocimiento, en la que, de nuevo, tecnología y cultura van necesariamente juntas, en la que no nos acucia el problema de acceder a la información sino el de convertirla en conocimiento. Ese carácter social, esa necesidad de constituir comunidades, redes, es distintiva del momento que vivimos.

Como en tantos otros trances pensamos siempre en la radical novedad del tiempo actual y más cuando constatamos su carácter crítico y revolucionario. No obstante, muchas de esas inquietudes nos visitan recurrentemente. Así, por ejemplo, la del carácter artificial, inhumano, pues, de la tecnología está ya en el Fedro de Platón, con la desconfianza nada menos que hacia la escritura (como ocurrirá un milenio después con la imprenta y quinientos años más tarde con el advenimiento de nuestras actuales tecnologías y el mundo digital).

Otra inquietud repetida es la de la saturación de información. En 1991, comenzaba así Emilio Lledó el prólogo de su El silencio de la escritura:

Es posible que se convierta en un asunto urgente el reflexionar sobre la memoria y la escritura. No sólo porque la presión de un espacio social sobresaturado de informaciones y noticias en buena parte manipuladas, acaba por encerrar a los hombres en la absorción, sin disfrute y provecho, de un presente cada día más electrónico y más efímero, sino por la ideología que llega a teñir insensiblemente esos hechos[2].

Más de veinte años después, esa urgencia es real y la sobreinformación contribuye definitivamente a transformar el acceso a cualquier discurso y a alterar la percepción de cualquier sistema de valores cultural. El problema de la sobreinformación y cómo convertirla en conocimiento a través de su jerarquización, de un canon, ya lo esboza, por ejemplo, Luis Vives a comienzos del siglo XVI.

Quizá podríamos destacar dos ámbitos fundamentales en la cultura: la creación y el diálogo. En cultura la creación no es solo propia de los artistas, también lo es de los gestores o investigadores y de los públicos y partícipes. Para acercar al público, no vale cualquier estrategia, no basta con cuantificarlo, ni con darle la palabra, hay que escucharlo, debatir, admitir su papel creativo. Y eso solo es posible con el diálogo crítico, el debate abierto, común.

Por ejemplo, escribir es siempre dialogar con nuestras lecturas. Es la forma más activa de la lectura creativa y, por extensión, de la cultura creativa. Así nos lo cuenta Carmen Martín Gaite:

Mis cuadernos de todo surgieron cuando me vi en la necesidad de trasladar al papel los diálogos internos que mantenía con los autores de los libros que leía, o sea convertir aquella conversación en sordina en algo que realmente se produjera. Los libros te disparan a pensar. Debían tener hojas en blanco entre medias para que el diálogo se hiciera más vivo[3].

Creo que así hemos de entender las políticas culturales, como la capacidad de ofrecer espacios, hojas en blanco, de diálogo, de mediación.

La cultura, como los libros es, en fin, diálogo, como recoge la definición borgiana: «un libro es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito[4]». Y es que la cultura no puede entenderse de otro modo. No puede ser el pasado, ni la autoridad inamovible, ni el patrimonio de unos pocos sino el diálogo con el tiempo, con la crítica y con la duda; entre el creador, la obra, su espacio y su público/lector.

Ese diálogo se hace imposible con el proceso de mitificación de la cultura que describe muy bien el autor, puesto que los mitos no se cuestionan, no admiten la crítica. La cultura se convierte así en la Gran Causa indiscutida. Nada, pues, más lejos del verdadero sentido de la cultura.

La mitificación mercantilizada de la cultura tiene pretensiones totalizadoras y de ocupar el espacio de lo político. Por eso, y con más razón, la cultura no ha de calar en la sociedad sino brotar de ella; no ha de ser impuesta sino amparada; no debe escenificar un supuesto consenso uniformador sino atender al disenso, a las voces discordantes; no someterse a la lógica de la competencia aniquiladora sino liberarse colaborativamente.

¿Dónde está la cultura?. Su lugar no es el mercado, cerrado, privado, espacio de las transacciones comerciales sino la plaza abierta, «lugar público donde se tiene el trato común con los vecinos»[5], espacio de encuentro. Esta plaza que adquiere nueva dimensión en el espacio digital (en el que, por cierto, conocí al autor) y sus modos de hacer comunidad.

Frente a la estetización y la perpetuación de la cultura como reducto (de la alta cultura a las industrias culturales), la voluntad de hacer hablar al público, de escuchar a los espectadores, de atender a los partícipes como creadores (a ello contribuye enormemente la tecnología, por ejemplo, ofreciendo contexto). Frente a su concepción como bien de consumo, con los males propios de esos productos –el derroche de conocimiento, obsolescencia programada, la apariencia de necesidad…–, la cultura, su energía, trae memoria, genera experiencia, es, pues, siempre creadora.

Frente a lo disciplinado, lo libre, lo didáctico y la pasión. Frente a la imposición, el derecho a acceder y a participar en la cultura. Frente a la prioridad de la visibilidad, la rentabilidad, lo utilitario (de ahí la necesidad de resultados prontamente cuantificables), la programación a largo plazo, la estructura socio-cultural, la sostenibilidad.

Sobre todo, la cultura esgrime siempre su primordial valor: el espíritu crítico. Si, como escribió Clifford Geertz, la cultura son los cuentos que contamos para comprendernos mejor a nosotros mismos y a los demás, la cultura no contabiliza sino que relata.

Cuando se acosa lo público, la cultura es el espacio de resistencia desde el que reinventarlo, necesariamente desde el activismo, desde la conciencia cultural. Un buen modo de espolearla es, sin duda, leer este libro.

Si la crisis cultural reclama una nueva sociedad, hemos de buscar una cultura para ella. O bien una cultura zombi[6], es decir, que ha muerto pero se resiste a desaparecer, alimentada con lo que queda vivo de la anterior estructura cultural; o bien una nueva cultura: deliberativa, horizontal, con alternativas (colaborativas, sociales, creativas, en comunidad, cuidadoras del pro-común…), directa –y la tecnología y el mundo digital refuerzan esto extraordinariamente-, cercana –que dé a lo local y a su proyección su justa medida-, que no se entienda como una mera cuestión de escala, es decir, que sea sostenible.

Hemos de pasar, en fin, del inquietante ellos implícito en el título de este libro al nosotros. Cuando no sean ellos los que hablan de cultura sino nosotros estaremos en disposición de construirla.

[1] Como gusta Antonio Rodríguez de las Heras iniciar sus reflexiones sobre la cultura.

[2] Lledó, Emilio, El silencio de la escritura, Madrid, 1991.

[3] Martín Gaite, Carmen, Cuadernos de todo, Barcelona, 2002, p. 264, Cuaderno 12 (1974).

[4] Citado en Chartier, Roger, «¿Qué es un libro?», en Chartier, R., dir., ¿Qué es un texto?, Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2006, p. 35.

[5] Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la Lengua, 1611, voz Plaça.

[6] Como argumenta José Ramón Insa a partir de Jorge Fernández Gonzalo, Filosofía zombi, Barcelona: Anagrama, 2011.

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