Michel Onfray. Crédito de imagen: The Canadian Jewish News.

Cuando una civilización se desfonda

Daniel Lasa
Daniel Lasa
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5 min readJul 28, 2020

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El agnóstico Malraux, en Huéspedes de paso, señalaba: “El drama de la juventud me parece consecuencia de otro drama, que se suele llamar el quebrantamiento del alma. Tal vez se dio algo semejante al final del Imperio romano. Ninguna civilización puede vivir sin un valor supremo. Ni puede existir sin trascendencia”. Esto es cierto, pero agrego: el tema es el lugar donde pongamos ese valor supremo o qué entendamos por trascendencia.

Lo que yo advierto, en nuestros días, es que la trascendencia ha sido reemplazada por la furia de la destrucción, o como queramos llamarla: deconstrucción, desnaturalización, estrategia de descomposición. He oído de muchos que el primer acto del espíritu debe ser la rebelión, es decir, una acción de ruptura con todo aquello que sea ajeno a mis deseos. La obediencia (lo traduzco: aquel acto del espíritu que consiste en oír el misterio de lo que es) es cosa de esclavos, no de hombres libres y civilizados.

Sin embargo, este acto de rebeldía pasa a honrar a un nuevo patrono: el Marqués de Sade. En el nuevo mundo que nos toca vivir, extremadamente narcisista, que concibe al hombre como un sujeto de deseos puramente vitales, todo resulta posible. Este sujeto necesita que se le provea, de una manera rápida, la anhelada experiencia de divinidad (el conocido donjuanismo que adora su propio e interminable deseo).

Este apetito que no reconoce fondo ni forma, al que le es preciso situarse siempre más allá de todo límite, sacrifica a la mismísima persona humana cuando esta se transforma en un obstáculo. El Marqués de Sade lo exponía claramente en Los 120 días de Sodoma: “La vida de un hombre es algo tan poco importante que uno puede jugar con ella cuanto le plazca, como lo haría con la de un gato o la de un perro”.

En esta pretensión del yo y sus insaciables instintos, todo vale: la muerte del inocente, la manipulación, la mentira, la calumnia, la violencia. El deseo endiosado es un enemigo declarado de la inteligencia e íntimo amigo de la pasión, de las emociones extremas, de las sensaciones y percepciones desmedidas.

En todos estos casos, la negación del pensar es rotunda, y por eso, en el mundo del deseo desenfrenado, huelgan la conceptualización, el análisis y la síntesis. De allí, entre otras cosas, que la opinión y la descalificación sean preferidas a la argumentación.

El nihilismo como valor supremo ha llegado a tal punto que uno de los actuales y destacados pensadores europeos refiere: “Europa está muerta; eso ha quedado claro. Por ello, algunos políticos intentan reanimarla. El judeocristianismo ya no marca el ritmo en ninguno de los países donde dominaba desde muchos siglos antes. En esta Europa liberal, las ideas y luego las leyes que se independizan totalmente de la ideología cristiana son cada vez más numerosas: desconexión entre sexualidad y procreación, entre amor y familia; libre acceso a la anticoncepción farmacéutica; despenalización, liberalización del aborto y reembolso del divorcio…”.

Según el mismo Onfray, este nihilismo militante ha dado lugar a una civilización que se está cavando su propia fosa. Ciertamente, no puede calificarse de civilización a un mundo dominado por un hiper-racionalismo cientificista, por una tecnofilia ilimitada, por una cultura de la anti-naturaleza, por una religión del artefacto, por la desnaturalización de lo humano, por el materialismo integral, por el utilitarismo carnal, por el antropocentrismo narcisista, por el hedonismo autista. Puedo seguir enumerando.

La furia de la destrucción que refería al comienzo, en cuanto deseo pasional desenfrenado, parece no tener fin: está dispuesta a demoler todo… y sabemos que su última estación será su propio suicidio. Contamos con un dato de la realidad: el marxismo ya ha muerto. Pero increíblemente, el suicidio del marxismo ha dado lugar a la actual sociedad de la opulencia.

La nueva izquierda sociologista, huérfana del ideal religioso secular del marxismo, teniendo que metamorfosearse, ha enarbolado las banderas del actual nihilismo totalitario, en perfecta convergencia con la denominada derecha.

En el “mientras tanto”, en Occidente se lleva adelante una lucha cultural contra un enemigo intransigente de la concepción nihilista rabiosa: el cristianismo. “Es necesario liberalizarse de la hegemonía y de la dictadura del logos y de todas sus estructuras de poder” –oirán de boca de algunos intelectuales.

Repasando la historia, esto mismo había empezado a operar en los primeros años del siglo XVII, época de los libertinos. Hoy se pretende, al igual que en el año 1659, volver a resucitar a Teofrastro. En realidad, la nueva izquierda, al igual que la derecha, siguen bregando por el advenimiento definitivo de la sociedad de la opulencia. La sociedad de la opulencia es aquella estructura que, por un lado, hace suya la negación marxista de la instancia metafísico-religiosa (las ideas del espíritu son “instrumentos de dominio”). Por otro lado, rechaza de modo absoluto los aspectos mesiánicos del marxismo (es decir, el elemento “religioso” que permanece en la idea revolucionaria). En realidad, nos advierte Del Noce, el espíritu burgués ha triunfado frente a sus dos tradicionales adversarios: la religión trascendente y el pensamiento revolucionario.

Como se advierte, la fuerza irrefrenable del instinto dará por clausurada toda forma de cultivo interior, y por eso, todo vestigio de humanidad quedará borrado. Una antropología narcisista recorre buena parte el espinel de los últimos siglos de la humanidad. Sin embargo, hay una paradoja en este escenario: el ideal planteado por diversas corrientes del pensamiento moderno que exaltan una libertad al margen de todo ordenamiento ontológico, termina estableciendo un mundo en el que el hombre, reducido a puro instinto, tiene como derivación su propia muerte.

Los occidentales hemos omitido, de manera lastimosa, la advertencia que nos hace el mismo Onfray: “Una civilización no produce una religión; es la religión lo que produce la civilización”. Hoy, por el contrario, se cree que el nihilismo será capaz de forjar un nuevo mundo. En realidad, solo podrá desfondar cualquier forma de civilización.

Y para rematar tanto disparate, el derecho positivo, siempre a la zaga, se presenta como el dispositivo que pretende garantizar que el nihilismo se imponga eficazmente. Vale decir, que el relativismo valorativo tenga verdadero y efectivo estatus legal. Por eso, cuando a mis alumnos les hablo del ius naturalismo me miran despavoridos… pensarán que soy una rara avis o alguien de otra galaxia.

El choque, en definitiva, se establece entre dos concepciones de la existencia, según Reich. Por un lado, están los partidarios de una concepción puramente vitalista del hombre; por el otro, la de aquellos que piensan al hombre en términos espirituales y de eternidad (el platonismo y el judeo-cristianismo).

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Daniel Lasa
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Un blog de filosofía, filosofía política y religión

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Written by Daniel Lasa

Dr. en Filosofía. Investigador de CONICET. Docente universitario.