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De la necesidad de una educación humanista

Daniel Lasa
Daniel Lasa

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Si observáramos el actual panorama educativo advertiríamos, con claridad meridiana, que existe una profunda escisión entre lo discursivo y la realidad. A nivel discursivo se sostiene que el fin de la educación es la diversidad; sin embargo, por lo que se percibe en la realidad, se puede constatar una uniformidad manifiesta. Esta uniformidad se expresa a través de una serie de proclamas, cuales son, la concepción constructivista del conocimiento, la dialéctica inclusión-exclusión, la idea de la diversidad como fin de la educación, etc.

Ciertamente, hemos alcanzado aquel ideal que Antonio Gramsci proponía cuando sostenía que crear un nueva cultura exige socializar verdades ya descubiertas con el fin de que las mismas se constituyan en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral: no hay que cansarse jamás de machacar los mismos argumentos ya que la repetición es el medio didáctico más eficaz para obrar sobre la mentalidad popular.

Sin embargo, a pesar de que pueda instaurarse la nueva cultura, se habrá proscripto del ámbito de la educación y de la cultura aquel único acto que permite al hombre edificarse como hombre y ser diverso entre los iguales: el pensar. Nos vienen a la mente aquellas palabras del gran pensador Eric Voegelin cuando sostenía que la “prohibición de hacer preguntas” caracteriza el pensamiento revolucionario, en virtud de la sustitución del pensamiento filosófico por el pensamiento ideológico.

El abandono del cultivo del pensar por parte de la concepción educativa actual es una consecuencia del domino absoluto de las denominadas ciencias de la educación. Estas últimas, teniendo como supuesto que el hombre no es más que el producto de las relaciones socio-históricas ‒tesis VI de Marx sobre Fuerbach‒ y que, en consecuencia, no existe nada real fuera de dicha trama de relaciones, son conducidas a sostener que la educación no puede tener relación alguna con el término latino educere (educir, sacar) ya que los fines de la educación vienen impuestos por una fuente externa al hombre: la sociedad.

El concepto de ciencia de la educación, tal como lo refiere Soëtard, corresponde a la episteme positivista. En estos nuevos términos, la reflexión sobre la educación se transforma en una ciencia positiva que reduce la educación al hecho educativo, esto es, a un aparato educativo ordenado, todo él, a dar respuesta a los cambios que reclama la coyuntura social. Describe Soëtard: «Se trata de sustituir la pedagogía por el estudio objetivo de lo que la sociedad concreta espera de la escuela, de elaborar una ciencia de la educación que no podrá ser, para Durkheim, más que sociología de la educación. Esta ciencia se presentará como una teoría práctica, es decir como una reflexión ordenada a la acción».

Puede advertirse, entonces, el flagrante desplazamiento: si el centro de consideración en el ámbito educativo ya no son las exigencias que brotan de la naturaleza humana sino las demandas coyunturales de la sociedad, entonces la ciencia fundante de la educación ya no será la filosofía sino la sociología.

En el año 1967 se introduce la denominación en plural de «ciencias de la educación» bajo la inspiración de M. Debesse que crea una maestría en dicha área. El plural, como señala Vázquez, parece responder a una apertura del campo a los aportes no sólo de la sociología, sino de la psicología, la biología y, posteriormente, la antropología cultural, la lingüística, etc. Sin embargo, la sociología sigue siendo la ciencia fundante.

Si, entonces, la educación queda subordinada al ámbito de la sociología, resultará absolutamente comprensible que la educación pase a depender de los avatares de la sociología, cambiándose la perspectiva positivista por la hermenéutica, y luego a esta por el enfoque crítico. Resulta interesante la observación de Vázquez cuando refiere: «…la pedagogía al separarse de la filosofía se convierte en un saber aplicado, en la aplicación de una teoría científica proveniente de la psicología o de la sociología, tal como Durkheim lo proponía ya a principios de siglo, al definir la pedagogía como teoría práctica».

Es preciso advertir que las ciencias de la educación descansan sobre una negación de la teoría por cuanto no existe ninguna realidad configurada que sea previa a la acción del hombre: la realidad es una construcción, fruto de la acción del mismo hombre (tesis XI de Marx sobre Feuerbach). Si el conocer es concebido en términos absolutamente constructivistas (Kant, Hegel y Marx), resulta lógico afirmar que la metodología de la investigación en educación sea la de la investigación-acción. El hombre sólo puede saber aquello que ha construido, que ha fabricado y manipulado (verum quia factum). La dimensión intelectiva del alma es obliterada por una ratio constructiva de todo objeto de conocimiento.

Pero entonces, si el hombre es reducido a la dimensión socio-histórica, careciendo de una naturaleza que lo vincule con un principio metafísico, su ser será (como ya lo expresamos más arriba) el producto de la realidad socio-histórica. La teoría crítica, precisamente, se ocupará de proporcionar una crítica de esas realidades políticas y sociales vividas con el propósito de cambiar esas realidades. Pero, ¿cambiarlas para qué? La respuesta es: para la emancipación, es decir, para que el hombre adquiera una mayor libertad de pensamiento y de acción.

De este modo, la educación deviene pedagogía crítica cuando aplica las herramientas de la teoría crítica a una crítica de las instituciones educativas, guiada por la creencia de que toda educación debe apuntar a la maximización de toda libertad humana. Cabría preguntarse lo siguiente: si toda categoría no es más que la expresión de la realidad socio-histórica en que la vivo, ¿cuál es la razón para sostener que la emancipación, la aspiración a la libertad sea una constante trans-histórica?, ¿cómo es posible alcanzar la existencia de una razón autónoma, crítica, al margen de las relaciones socio-históricas determinantes cuando la misma es el producto de esas relaciones socio-históricas?, ¿resulta posible escapar del determinismo socio-histórico para alcanzar un reino de la libertad, un ámbito de un pensar y de un querer completamente autónomos?

De todo lo expuesto hasta el momento puede advertirse, con claridad meridiana, que el fin de la persona humana y su consecución están totalmente ausentes de la agenda educativa de nuestros días. La actual concepción educativa desconoce y no quiere dar respuesta, de modo deliberado, a las exigencias más profundas del hombre.

La educación humanista, por el contrario, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana. El origen del concepto de humanismo aparece intrínsecamente ligado al de paideia griega. En efecto, paideia no es sino la búsqueda que el hombre efectúa de sí mismo para saber quién es y de qué modo debe ordenar la vida para realizarse plenamente.

La educación liberal humanista encuentra su punto de partida en aquella presencia que jamás nos abandona, por lo menos mientras vivimos, y que es la de nuestro propio yo. Resulta curioso, señalaba San Agustín, que los «… hombres vayan a admirar las cimas de las montañas, las olas enormes del mar, el largo curso de los ríos, las costas del océano, las revoluciones de los astros, y se aparten de ellos mismos».

Cada hombre que expresa: «¡aquí estoy!» está sabiendo que es y, por eso mismo, es auto-conciencia. En esa auto-conciencia, cada hombre descubre aquello que está llamado a ser y que no se encuentra presente. De allí que la modalidad propia de todo ser humano sea la del desdoblamiento por cuanto cada uno es, respecto de sí mismo, sujeto y objeto de conocimiento, sujeto y objeto de perfección. Sé de mí ser, pero me sé como todavía no acabado, como todavía no realizado.

Sócrates, por su parte, entendió que la educación era el cuidado de sí mismo (epimeleia heautou) y que este cuidado del alma encontraba una razón ontogenética en la necesidad de buscar la orientación del existir para otorgar sentido a todas las acciones que cumplía en el tiempo. Claro está que esto exige una ascesis del alma consistente en el abandono de lo in-esencial para vivir centrado en lo esencial: en el cuidado de nuestro propio ser lo cual involucra el cuidado de nuestra relación con el mundo y con la divinidad. Sin esta ocupación, nuestra vida transcurrirá, seguramente, haciendo muchas cosas, pero todas ellas privadas de sentido. Sócrates nos diría: una vida humana que no se ocupe del cuidado de sí, será una vida no digna de ser vivida.

Entonces, la educación humanista se propone salvar la brecha entre el desdoblamiento de la conciencia al que hiciéramos referencia para que cada hombre llegue a la plenitud humana a la que aludiera Sócrates. Para ello el educador humanista pone en acto, en cada educando, el pensar. El pensar, como nos lo enseñó el mismo Sócrates, es el diálogo del alma consigo misma que consiste en preguntar y en responder.

Pero apenas reparo en la definición, comienzan las dificultades. Advierto, de inmediato, que no resulta fácil preguntar por cuanto hay que tener, previamente, alguna idea de aquello por lo cual se pregunta. ¿Cómo podría preguntar, acaso, por el actualismo de Gentile si ni siquiera conozco la existencia de Gentile, de que es un filósofo italiano, etc.? De allí la frustración que padecen aquellos que intentan hacer investigación en humanidades a causa de sus escasas o nulas lecturas.

Pero si pongo atención al camino que es necesario recorrer entre la pregunta y la respuesta, me doy cuenta que hay que sortear otras dificultades. Ese camino, transitado por la inteligencia, está marcado por tres actos fundamentales que sólo se alcanzan luego de una férrea disciplina (suscitada esta por un maestro que sepa ejercitarla porque ya la posee): definir, analizar y sintetizar. Estos actos se orientan a dar una respuesta acertada que sea capaz dar satisfacción a la pregunta formulada.

Ahora bien, si a esa pregunta que acierta la denominamos verdad, podemos decir que todo maestro que enseñe a su discípulo a pensar lo pone en condición de un verdadero progreso por cuanto le posibilitará alcanzar una verdad que le permitirá esclarecerse a sí mismo.

Pero este pensar no lo ejercerá en soledad sino junto a los grandes maestros del pensamiento de nuestra tradición. Es ella la que nos transmite, como decía Stuart Mill, la sabiduría de la vida. Si bien la mente humana necesita de grandes maestros, ellos, como refiere Leo Strauss, no son fáciles de encontrar. Por eso, señalará el mismo Strauss: “La educación liberal consistirá en el estudio con el cuidado apropiado de los grandes libros que dejaron las mentes más grandes…”. Esta educación, prosigue, forma señores, los únicos que son capaces de tomar las cosas en serio. Y son serios, “… porque se ocupan de los asuntos de mayor peso, de las únicas cosas que merecen ser tomadas en serio en sí, del buen orden de alma y de la ciudad”.

Sólo por el acto de pensar podrá el hombre estar en condiciones de revelar todas las facetas de su ser para ocuparse de su cultivo, el cual, ciertamente, no dejará de lado las exigencias de la coyuntura histórica, pero no quedará reducido a las mismas. La educación humanista centra su atención en aquella capacidad reveladora de todas las facetas de lo humano que reside en la inteligencia y a la que es menester poner en acto suscitando el pensar. De allí que pueda afirmarse, sin ambages, que el método de todo educador humanista es el del pensar.

El ideal del señor, en nuestros días, ha sido reemplazado por el del hombre vulgar, por el hombre inmovilizado, por aquel que repite constantemente lo mismo y no puede salir de esa rutina agobiante en tanto refractaria a toda dinámica perfectiva. Ortega y Gasset se preguntaba: ¿qué es aquello que denominamos vulgar? Y se respondía en estos términos: «… aquello que se repite constantemente…». Y añadía: «¿Qué es todo ello sino la forma inerte de la vida?».

Una cultura, que debe ser el verdadero cultivo de lo humano del hombre, exige asegurar un espacio reservado para el cuidado y el domino de sí mismo. La conquista y el desarrollo de la libertad interior deben garantizar un ámbito que no esté sólo dominado por las necesidades inmediatas, por la lógica de la utilidad, sino que asegure, además, la existencia de una acción que tenga sentido en sí misma. Sin la preservación celosa de este espacio, no será posible el cultivo de la auténtica libertad, que es siempre libertad interior. Allí, en ese recinto interior, se irá esculpiendo y configurando la persona humana. Y la calidad de una sociedad política dependerá de lo aquilatadas que sean las almas que la compongan.

Sin la existencia de una educación que sea capaz de generar una cultura paidética no seremos capaces de alcanzar una sociedad en la cual lo más excelso de la vida humana resplandezca. Y cuando hablamos de paideia nos estamos refiriendo al cultivo interior. En este sentido, Jean-François Mattéi, refiere de modo muy bello: «El hombre ‘cultivado’ es aquel que sabe cuidar de su alma, como si le rindiera un ‘culto’, de manera tal de ‘habitar’ el mundo como un ser humano y no como un animal. La cultura es así, en su origen, el culto del alma y no está de ninguna manera ligada a la producción de objetos o también, como lo observa Hannah Arendt, a la creación de obras de arte. No se trata de fabricar un objeto exterior a sí, a partir del modelo del artesano, sino de ocuparse de su alma como uno se ocupa de su campo, a partir del modelo del agricultor. La cultura está aquí articulada con la naturaleza, el espíritu con la tierra, y el hombre con el mundo, en una labor íntima en la que el alma traza en sí misma su propio surco hasta que recoge de él el fruto más acabado: cultura animi philosophia est, “la filosofía es la cultura del alma”».

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Daniel Lasa
Daniel Lasa

Dr. en Filosofía. Investigador de CONICET. Docente universitario.