Vida dorada y púrpura
Kobe Bryant saluda a la inmensidad desconocida (Foto: Washington Post).
Agarra la pelota con dulzura, la saborea, la acaricia, la bota una y otra vez. Enfila la canasta con su mirada de tigre herido. Vuelve a botar. El público se levanta al unísono, silenciando por completo ese pabellón de Minnesota al que el destino le ha otorgado la oportunidad de vivir un acontecimiento histórico. Sus compañeros observan, como meros espectadores, todo lo que está a punto de contenerse en sus manos. Más de quince años de canastas espectaculares, risas, lágrimas. Toda la carrera del mejor baloncestista de la historia, Michael Jordan, pasa ante sus ojos. Recuerda, en ese momento, cada uno de los anillos en los que el 23 de los Bulls se erigió divinidad. Recuerda The Last Shot. Recuerda cada rectificado. También recuerda cómo ha tratado de emularlo, en cada partido y con una insistencia y una rabia brutales. Recuerda cómo ha tratado, sin embargo, de ser él mismo.
Vuelve a botar el balón. A través de sus retinas se reflejan sus primeros años en Los Ángeles, cuando no era más que un chico recién llegado del instituto con miedo e ilusión a partes iguales, con la cabeza llena de pelo y sueños. Recuerda sus primeros premios, su primera participación en un All-Star, en 1998, y también la primera temporada en la que se convirtió en titular indiscutible en uno de los equipos con más historia de la NBA. Recuerda la magia de vestir, aquellos primeros años, una camiseta con tanto peso que sus hombros apenas podían sostenerlo. Recuerda comenzar a brillar como lo hace una pequeña estrella que hace acto de presencia incluso antes de que comience a anochecer.
El balón vuelve a rozar el suelo y una gota de sudor recorre su frente. Mira a su alrededor, todos tienen la mirada fijada en él. Mira a sus compañeros, uno a uno. Jordan Hill es su pívot. Recuerda cuando Shaquille O’Neal dominaba las pinturas para él. Cuando entre los años 2000 y 2002 se agenciaron entre ambos un threepeat histórico para la franquicia angelina. Recuerda su sociedad ilimitada, sus conexiones imposibles, los pick & roll surrealistas que fabricaban con la magia de aquellos destinados a ser reyes coronados en numerosas ocasiones. Recuerda también la amargura de su despedida, de cómo partió hacia Miami dejándolo al frente de aquellos Lakers y con un sabor a incerteza bailándole en los labios.
Bota el balón por última vez y lo alza, con su mecánica habitual, dispuesto a introducirlo en la red que tiene ante sí y romper un nuevo registro histórico. Uno especial para él. Recuerda en cuántas ocasiones se vio forzado a realizar ese movimiento, a asumir tiros a canasta que no le correspondían durante tres temporadas plagadas de inseguridades. Recuerda cómo anotó 81 puntos en una sola noche, cómo se proclamó durante dos temporadas consecutivas máximo anotador de la competición y cómo los éxitos colectivos se le escapaban una y otra vez, pese a su esfuerzo, debido a la falta de competitividad que mostraba el bloque que lideraba.
Ya con los brazos en alto y dispuesto a soltar el esférico de sus manos, vuelve a mirar una vez más a su alrededor. Allí no encuentra a ninguno de aquellos con los que compartió el cielo entre 2008 y 2010. Pau Gasol fue el último en partir. Tampoco están Ron Artest (rebautizado como Metta World Peace) ni Andrew Bynum. Hace ya tiempo que entre sus compañeros no se encuentra uno de sus más fieles socios de antaño, como fue Lamar Odom. Y tampoco su gran amigo y compañero de batallas Derek Fisher. Se encuentra acompañado pero en soledad. Recuerda el MVP logrado en 2008. Su único MVP. Recuerda los dos anillos logrados en 2009 y 2010. Recuerda la gloria pasada y observa con tristeza desolada su situación actual.
La pelota se desprende de sus dedos y comienza su trayectoria perfecta hacia la canasta. Mientras, en esas milésimas en las que todo se detiene y nada es para siempre, su mente se evapora al alcanzar sus tristes últimos años. Recuerda el quinteto estelar frustrado de 2012 y el infructuoso paso de Dwight Howard por la franquicia dorada y púrpura. Por su franquicia. Recuerda su gravísima lesión. La más grave de su carrera. Recuerda la batalla que tuvo que librar, a sus 35 años, para librarse del peso de un impedimento físico tan severo. Recuerda su amor por el baloncesto, insuperable a la par que inabarcable.
Ante sus ojos, la pelota naranja se introduce en la red. Era un tiro libre. Un tiro libre que lo sitúa, a él, Kobe Bryant, por encima de Michael Jordan en la lista de máximos anotadores de la historia de la NBA. Sólo Kareem Abdul-Jabbar y Karl Malone se mantienen por encima suya. Tiene 36 años. Todos sus nuevos compañeros se acercan y lo abrazan en un gesto de cordial afecto. Un estadio repleto de colores desconocidos le aplaude. Coge el balón y se lo guarda. Se recuerda a sí mismo empezando a recordar. Empieza a sonreír.
Foto de portada: Atlanta Black Star.
Originally published at compostimes.com, 24–12–2014.