Lo que los críticos de Lenin hicieron bien

Entre los críticos de Lenin y el bolchevismo en Rusia destacó el menchevique Yuli Mártov. Este artículo ayuda a deshacer algunos equívocos sobre su figura

Javier Villate
Diferencias
22 min readNov 13, 2017

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MITCHELL COHEN

Este año es el centenario de la revoluciones rusas, la que derrocó al zarismo y la que puso a los bolcheviques en el poder. El próximo año será el bicentenario del nacimiento de Marx. Es imposible no pensar en la historia de la izquierda.

Estos aniversarios llegan cuando hay rumores positivos en la izquierda y alborotos muy peligrosos en la derecha. Eso hace que sea urgente que aquellos que se llaman de “izquierda” — un término expansivo, que para mí significa una amalgama de valores democráticos, liberales e igualitarios — reconozcan que personas que emplearon un lenguaje que todavía seguimos utilizando causaron, en muchas ocasiones, auténticos desastres.

La toma del poder en Rusia por los bolcheviques es un buen ejemplo. Todavía se esconden en partes de la izquierda una serie de mitos derivados del bolchevismo: “no había realmente ninguna alternativa al leninismo”, “si Lenin hubiera vivido más tiempo…”, “si Trotsky hubiera ganado…”, “si hubiera ganado Bujarin…” y, tal vez, el más importante: “es aceptable sofocar la democracia por el bien de la igualdad socioeconómica”.

Quiero generar un poco de incomodidad en la izquierda, pero también en la derecha, recuperando una izquierda desaparecida. Su desaparición se asocia generalmente con el estalinismo y sus intentos de eliminar a sus rivales, tanto físicamente como de las fotografías. Me interesan los críticos del leninismo y sus consecuencias para la izquierda. Un historiador, Orlando Figes, señala que “decenas de miles murieron a causa de las bombas y las balas de los revolucionarios y al menos un número igual de muertos lo fueron por la represión del régimen zarista antes de 1917”. Cientos de miles de personas fueron liquidadas por el “terror rojo” y un número similar fueron víctimas del “terror blanco” (llevando a cabo pogromos contra los judíos). De hecho, el registro bolchevique entre octubre de 1917 y la muerte de Lenin a comienzos de 1924 habría satisfecho a cualquier régimen derechista: prácticamente todos los partidos y movimientos de izquierda fueron aplastados. Eso fue antes de Stalin. Aunque más adelante hubo llamamientos para “no ver más enemigos a la izquierda”, los bolcheviques no siempre vieron las cosas de esa manera. Las alianzas reales fueron un problema para ellos, ya que conllevaban compromisos.

Yuli Mártov
Yuli Mártov

Ningún régimen que se haya identificado con el bolchevismo, en cualquier momento o lugar, ha conducido a nada que pueda llamarse “liberación”: la izquierda contemporánea puede ganar una perspectiva útil revisitando algunos de los principales argumentos que una vez hizo parte de la izquierda en nombre de unos principios que les confrontaron al leninismo. Algunos en la izquierda y muchos en la derecha encontrarán desconcertante recordar que el primer antibolchevique fue un marxista, Yuli Mártov. Aunque finalmente fue derrotado por el bolchevismo y aunque, por mucho que lo intentó, no pudo salvar el marxismo, su política representó una alternativa plausible, inteligente y humana al leninismo en Rusia en casi todos los temas.

En una famosa frase sobre el fracaso del levantamiento francés de mediados del siglo XIX, en el que los protagonistas incurrieron en lamentables imitaciones de los revolucionarios franceses del siglo XVIII, Marx escribió que “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Consideren este texto como un retorno de lo reprimido por parte del bolchevismo, unas notas históricas para la futura izquierda. Se dice que hablar francamente sobre las pesadillas puede ayudarnos a comprender sus causas para, así, desterrarlas.

En enero de 1917, Lenin, entonces exiliado, dio una charla en Zurich sobre la fallida revolución rusa de 1905. No dudó en decir que la autocracia zarista sería derrocada, pero también dijo a la audiencia que “nosotros, esta vieja generación, no viviremos para ver las batallas decisivas de esta revolución venidera”. Un mes después, el zar fue destronado y reemplazado por un gobierno provisional de aristócratas, liberales y socialistas moderados. Los bolcheviques no tomaron parte en ella. Ocho mes más tarde, tomaron el poder, o lo que quedaba de él. El caos creciente había destrozado al inepto gobierno provisional que no hacía más que tomar constantemente ruinosas decisiones, sobre todo en relación con el papel tambaleante de Rusia en la Primera Guerra Mundial. Los bolcheviques tomaron el control en nombre del marxismo en un vacío de poder y el último jefe del gobierno provisional, el ineficaz socialista populista Alexander Kerensky, huyó.

Mártov, primero por la derecha, sentado junto a Lenin, en 1897. (Foto: Nadezhda Konstantinovna Krupskaia)
Mártov, primero por la derecha, sentado junto a Lenin, en 1897. (Foto: Nadezhda Konstantinovna Krupskaia)

Rusia tenía pocas características del capitalismo avanzado y la economía industrializada que Marx creía necesarias para crear una clase explotada de asalariados urbanos capaz de derrocar a la burguesía. Los campesinos constituían el 80 por ciento de la población del imperio ruso a comienzos del siglo XX. El antiguo régimen fomentaba la pequeña parte de la economía rusa que podía llamarse burguesa, temiendo, con razón, que el “subdesarrollo” la hiciera militarmente débil. No tiene nada de sorprendente que el partido que ganó las únicas elecciones genuinas permitidas bajo el gobierno bolchevique — las celebradas para una Asamblea Constituyente — abordara los problemas de la Rusia rural en primer lugar, antes que cualquier otra cosa. Los socialistas revolucionarios, o eseristas (SR), eran populistas y querían forjar un futuro basado en el comunalismo campesino.

Aproximadamente el 85 por ciento de la asamblea estaba compuesto por socialistas. Pero el gobierno de Lenin la cerró en enero de 1918, tras haber realizado una única sesión. Los manifestantes disidentes “desarmados” fueron “masacrados”, protestó el novelista Máximo Gorki, quien preguntó: “¿no se dan cuenta los ‘comisarios del pueblo’ […] que acabarán estrangulando la democracia rusa?”. La respuesta era sí. Una mayoría socialista del 85 por ciento no era una “dictadura del proletariado”. Oficialmente, los bolcheviques estaban construyendo un régimen basado en los “soviets”, consejos populares que surgieron con el fin de la autocracia y funcionaban como contrapoderes democráticos frente al gobierno provisional. (Consejos similares emergieron también en 1905.) Sin embargo, los bolcheviques desmantelaron el poder de los soviets poco después de disolver la Asamblea Constituyente. El verdadero poder estaba en manos del partido bolchevique, la policía política y, en seguida, el ejército permanente.

En su congreso de marzo de 1918, Lenin propuso rebautizar al partido. En adelante sería el Partido Comunista. El nombre al que renunciaron, socialdemócrata, fue adoptado durante mucho tiempo por ellos mismos, los marxistas en Rusia y en toda Europa. Se había convertido en un epíteto lanzado por Lenin contra todo aquel que no abrazaba el “derrotismo revolucionario” en la Primera Guerra Mundial. Lenin quería que los soldados apuntaran con sus armas a sus oficiales. Otros de la izquierda rusa apoyaron el “defensismo”, es decir, continuar luchando contra Alemania mientras se rechazaban los despojos de la guerra. Mártov también se opuso a la guerra (por razones “internacionalistas”), pero creyó que la postura de Lenin no conduciría a un fin del baño de sangre y que obstaculizaría la reconstitución de la izquierda en la posguerra. Los bolcheviques en el poder se retiraron de la guerra. Podría argumentarse, empero, que cualquier gobierno de izquierda sensato habría tenido que hacer algo parecido.

Mártov, en el centro, junto a otros destacados mencheviques. Con bastón, Axelrod, a la derecha, Martinov, en la conferencia socialista para lograr la paz, en Estocolmo, en el verano de 1917. (Wikipedia)
Mártov, en el centro, junto a otros destacados mencheviques. Con bastón, Axelrod, a la derecha, Martinov, en la conferencia socialista para lograr la paz, en Estocolmo, en el verano de 1917. (Wikipedia)

La otra razón de Lenin para rechazar el término “socialdemocracia”, tal como explicó él mismo a sus camaradas bolcheviques, fue que era “científicamente incorrecto”. Estaba claro que la democracia no era el objetivo, ya que se trataba simplemente de una forma de “estado”. Y todos los estados eran medios por los que unas clases oprimían a otras clases. En esto seguía lo dicho por Marx y Engels, aunque de una forma un tanto mecánica. La “dictadura del proletariado”, primera fase de la revolución, sería democrática, puesto que sería el estado de la gran mayoría. Tras socializar los medios de producción, Lenin creía que habría una sociedad sin clases, lo que significaría ausencia de estado y, en consecuencia, de democracia. (Había elaborado todo esto el verano anterior en un libro inacabado, El estado y la revolución.)

El problema no es tanto que este argumento fuera “antidemocrático”, como que mostraba cómo fracasa una teoría cuando se deduce de definiciones incuestionadas. El texto fundacional del bolchevismo, ¿Qué hacer? de Lenin (1902), insistía en que el marxismo se distinguía de otras teorías sociales por su naturaleza “científica”. El depositario de la ciencia marxista tenía que ser un partido de vanguardia con “conciencia revolucionaria”. Los trabajadores no podían adquirir por sí solos esta conciencia, pues era poco probable que leyeran El Capital cada noche tras largas jornadas de trabajo. “Espontáneamente” solo alcanzarían a tener una “conciencia sindical” y exigir mejores condiciones de trabajo y mejores salarios, pero no la revolución.

Marx también habló del carácter científico de su proyecto, pero con una agudeza intelectual que no encontramos en Lenin. Aunque el revolucionario ruso atribuyó su concepto de partido a Karl Kautsky, el teórico socialdemócrata alemán, también estaba en deuda — seguramente, más todavía — con las tradiciones positivistas rusas surgidas en la década de 1860. El crítico “nihilista” Dimitri Pisarev afirmó entonces que la “objetividad” de las ciencias naturales debería ser el modelo para los análisis sociales e históricos. Lenin lo citó y lo alabó. Un contemporáneo de Pisarev, N. G. Chernyshevsky, escribió una novela basada en nociones similares y titulada ¿Qué hacer? (1863). Lenin la aplaudió y reconoció que le cambió “completamente” al representar a “gente nueva” preparándose para el futuro. El crítico radical Piotr Tkachev, a veces calificado de jacobino, defendió la toma del poder por un partido de vanguardia con una “ideología infalible” de igualdad absoluta. Una “dictadura revolucionaria” abriría el camino a la transformación social.

Pisarev, Chernyshevsky y Tkachev escribieron poco después de que la servidumbre fuera abolida en 1861. Sin embargo, la “emancipación” llegó con regulaciones, distribución de la tierra e impuestos onerosos para los antiguos siervos, ahora campesinos. No obstante, estos autores encontraron contrapartes populistas, conocidos como naródniki (“narod” en ruso es “pueblo”), igualmente “subjetivos” al considerar el comunalismo campesino como el vehículo para el futuro. Creyeron tener razón cuando, en 1874, unos jóvenes populistas vestidos con ropas campesinas hicieron una “peregrinación al pueblo”, con la esperanza de despertar una revuelta. Su sonoro fracaso — algunos fueron entregados a la policía por los propios campesinos — llevó a varios de ellos al terrorismo. Para los intelectuales, sin embargo, el populismo tenía una cierta ventaja moral sobre el marxismo, que también había comenzado a tener seguidores. El marxismo sostenía que había etapas inevitables de desarrollo (solo la industrialización capitalista podría traer la abundancia requerida para una sociedad sin clases), lo que significaba que los campesinos rusos tenían que sufrir una proletarización masiva. “Todo esta ‘mutilación de mujeres y niños’ está todavía ante nosotros — escribió cáusticamente el intelectual populista Nikolai Mijailovski — y, desde el punto de vista de la teoría de la historia de Marx, no deberíamos protestar […] por los escarpados pero necesarios pasos hacia el templo de la felicidad”.

Este pensamiento llevó a los populistas a priorizar la “cuestión social”: la liberación política de la autocracia llevaría al poder a la burguesía y, con ella, vendría la miseria capitalista. Los marxistas, por el contrario, anteponían la “política”: la revolución venidera tenía que ser burguesa y liberal. En 1885, Georgi Plejánov, a menudo considerado el “padre del marxismo ruso”, advirtió: si los revolucionarios toman el poder en las condiciones precapitalistas de Rusia para construir una sociedad sin clases, el resultado será “un aborto político […] un renacimiento del despotismo zarista sobre unas bases comunistas”. En el momento de su fundación, en 1898, el Partido Obrero Social Demócrata ruso defendió un “objetivo inmediato” de liberalización política (una constitución, un parlamento, sufragio universal, una prensa libre) y el “objetivo último” de la socialización.

Al principio de su carrera revolucionaria, Lenin argumentó en contra de las marcadas diferencias entre el marxismo y el populismo, ya que ambos se dirigían a las clases trabajadoras. Esto podría deberse a las ideas de su hermano mayor, Alexander, que fue ejecutado en 1887 por participar en una conspiración populista para asesinar al zar. Los escasos escritos de Alexander combinaban de forma desigual ideas populistas y marxistas, sugiriendo que quizás las etapas de desarrollo podían ser “comprimidas”. En la década de 1890, Lenin afirmó que los marxistas debían ser el “núcleo democrático” del populismo ruso y despreciar la “fe [hegeliana] en la necesidad de que cada país tenga que pasar por las etapas del capitalismo y demás tonterías”. Sin embargo, consideró que el populismo era defectuoso porque tenía, “como Jano”, dos caras: una que miraba hacia el futuro y otra que miraba hacia las formas sociales obsoletas del pasado.

Guardias Rojos junto al Palacio de Invierno, que ocuparon durante la Revolución de Octubre. (Foto: Albert Rhys Williams)
Guardias Rojos junto al Palacio de Invierno, que ocuparon durante la Revolución de Octubre. (Foto: Albert Rhys Williams)

El énfasis en la ciencia de muchos de los intelectuales radicales también derivaba de su hostilidad hacia las autojustificaciones religiosas del régimen zarista: si una autoridad superior bendijo al zarismo, la racionalidad científica tenía que desafiarla. No obstante, la ciencia también podía convertirse en un culto en el que la “objetividad” producía leyes eternas, puesto que ella misma procedía de leyes eternas. Este tipo de mentalidad no encaja bien con el pluralismo y la política democrática. Una vez que uno ha “progresado en la ciencia”, escribió Lenin, no tienen sentido “nuevos puntos de vista”. Invocaba repetidamente al marxismo como una “ciencia”, mientras que eludía las implicaciones de las verdaderas teorías de Marx, afirmando una voluntad revolucionaria que triunfaba sobre todo lo demás. Después de todo, Rusia carecía del gran proletariado que, según Marx, derrocaría al capitalismo.

El temperamento de Lenin era también otro factor. “Cuando hablas con él — recordaba Vladimir Medem, un líder del Bund judío — , te mira […] como diciendo ‘¡no hay ni un grano de verdad en lo que estás diciendo! Oh, bien, adelante, a mí no me engañarás’”.

Las maniobras tácticas, en las que Lenin fue un maestro, convirtieron a su fracción socialdemócrata en los bolcheviques, o “mayoritarios”, en un congreso del partido celebrado en 1903 en el exilio. Presionó con éxito para que se aprobaran algunas resoluciones que sabía que llevarían a algunos de sus adversarios a abandonar el partido. Mártov, que una vez fuera su camarada más cercano, tuvo que desafiarlo como líder de los mencheviques, o “minoritarios”. Aunque la mayoría lograda por Lenin fue solo temporal, los argumentos de 1903 fueron cruciales. Lenin defendió que los socialdemócratas debían convertirse en un “partido de vanguardia” centralizado y compuesto de revolucionarios profesionales. Basado en la distinción realizada en ¿Qué hacer? entre “espontaneidad” y “ciencia”, este fue el núcleo del leninismo, combinado con el “centralismo democrático”, una estructura piramidal de células y comités directivos que, de forma inevitable, se volvió centralizada y no democrática.

Mártov y otros socialdemócratas críticos vieron ya entonces adónde llevaría esto. Leon Trotsky estuvo inicialmente contra Lenin y predijo que, después de que el partido sustituyera a los trabajadores, un comité central sustituiría al partido y, finalmente, un dictador sustituiría al comité central. Más tarde, Trotsky, que abrazó el bolchevismo en 1917, sería víctima de lo que su yo más joven acertó. Sin embargo, él también adoptó una visión inflexible y positivista de la ciencia. Pisarev sostuvo que los “hombres nuevos”, científicamente informados, “organizarían sus vidas” de forma que sus “intereses personales no entrarían en contradicción con los intereses reales de la sociedad”. Trotsky insistió en que “para un marxista revolucionario no puede haber contradicción entre la moral personal y los intereses del partido”.

Trotsky hizo esa declaración a finales de los años 30, no mucho antes de que un agente estalinista lo asesinara. El exiliado bolchevique estaba respondiendo a John Dewey, quien había dirigido una comisión de intelectuales que le exoneró de las falsas acusaciones de Stalin. Pero Dewey también dejó claras sus diferencias con Trotsky. Para este filósofo estadounidense, la empresa científica se basaba en la experiencia y la experimentación, la cual, a su vez, requería que uno aceptara que podía equivocarse. Trotsky declaró que la “lucha de clases” era la “ley de todas las leyes”, de la cual había que deducir toda la política. La experiencia, replicó Dewey, demostraba que la vida humana era más complicada. La ciencia dependía del pluralismo, de los desacuerdos y, en consecuencia, de la democracia y el liberalismo, pero Trotsky consideró que estas palabras eran “burguesas”.

Las críticas de Dewey a Trotsky tenían cierta afinidad con los profundos defectos que la revolucionaria germano-polaca Rosa Luxemburg había identificado en el bolchevismo. Ella y Lenin tenían opiniones radicalmente diferentes sobre la “espontaneidad”. Para Luxemburg, el autoaprendizaje de los trabajadores que luchaban contra la opresión era más importante que la conciencia “correcta” del partido. En 1918, acusó a Lenin de entrar en un terreno peligroso cuando sostuvo que, al igual que el estado burgués oprimió a los trabajadores, un estado obrero oprimiría a la burguesía. Un estado burgués, señaló Luxemburg, era el dominio de una minoría en su propio beneficio y sin necesidad de educar a la mayoría para que tomara el poder en sus propias manos. Comparó a los bolcheviques con los jacobinos de la revolución francesa. Su régimen controlado por una minoría hizo que el terror de estado fuera algo indispensable. Pero la verdadera libertad no era burguesa ni proletaria:

La libertad únicamente para los partidarios del gobierno, solo para los miembros de un partido — sin importar cuántos sean — , no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para quienes piensan diferente. No por un concepto fanático de “justicia”, sino porque todo lo que es instructivo, sano y purificador en la libertad política depende de esta característica esencial, y su eficacia se desvanece cuando la “libertad” se convierte en un privilegio especial.

Luxemburg acusó a Lenin y Trotsky de imaginar el socialismo promulgado por decreto. En cambio, la revolución de Luxemburg tenía que ser una “escuela de la vida pública”. Contra el partido leninista, con su “fuerza dictatorial del capataz de fábrica”, insistió en que “sin elecciones generales, sin libertad de prensa y de reunión ilimitada, sin una lucha libre de opiniones, la vida se marchita en las instituciones públicas, se convierte en una mera apariencia de vida, en la que solo la burocracia permanece como elemento activo”. Tanto para la marxista Luxemburg como para el demócrata y liberal Dewey, la verdadera libertad era inseparable de la experimentación.

Lenin replicó inmediatamente: Luxemburg perseguía fantasías. De hecho, un funcionario zarista, Sergei Zubatov, había organizado sindicatos bajo vigilancia policial y, por ende, controlados por las autoridades, justo en el momento en que Lenin estaba escribiendo ¿Qué hacer? (no totalmente controlados, pues cuando se produjeron unas huelgas por aumentos salariales, Zubatov fue despedido). Los sindicatos controlados por la policía eran un ejemplo de por qué Lenin pensaba que era imperativo “combatir la espontaneidad”. Lo que Lenin no admitió, ni podía admitir, es que un partido con una conciencia “objetiva” conduciría a un estado policial. Mártov, según su biógrafo Israel Getzler, pensaba que un partido socialdemócrata tenía que ser una organización de masas democrática. Si bien los revolucionarios profesionales eran necesarios bajo el zarismo, no eran esenciales para la socialdemocracia. “Cuanto más se extienda la afiliación al partido, mejor — dijo Mártov — . Sería estupendo que todo huelguista o manifestante, cuando se le piden cuentas [por parte de la policía], pudiera declararse miembro del partido”. Lenin consideró, con alguna distorsión, que “la idea fundamental del camarada Mártov, es decir, la autoafiliación al partido”, con el fin de construirlo “de abajo hacia arriba”, era “falsa democracia”.

Para 1912, los bolcheviques y los mencheviques se habían separado por completo. Lenin se opuso con tanto fervor a la reconciliación, señala el historiador Orlando Figes, que cuando, tras la caída del zar, planeó viajar de Zurich a San Petersburgo, disfrazado como un sueco sordomudo, su esposa le pidió que no lo hiciera: le preocupaba que se delatara a sí mismo denunciando a los mencheviques en sus sueños. El sectarismo tiene una curiosa relación con la conciencia.

Vladimir Ilich Lenin
Vladimir Ilich Lenin

Los marxistas rusos gastaron enormes energías analizando si debían fomentar la revolución en su país y cómo hacerlo. En la abortada revolución de 1905, los socialistas revolucionarios (eseristas) abogaron por eludir el capitalismo, mientras Lenin, cuyo papel en los acontecimientos fue mínimo, hablaba de un partido de vanguardia que dirigía la revolución burguesa a través de una “dictadura democrática de obreros y campesinos”. Doce años más tarde, tras la caída del zar, argumentó que Rusia podía dirigirse directamente al socialismo, lo que inevitablemente significaba que los campesinos tenían que sufrir una proletarización y convertirse en asalariados urbanos.

Fue Trotsky quien propuso, de forma innovadora, que Rusia podría avanzar hacia el socialismo sin pasar por un largo periodo de capitalismo. En su escrito Balance y perspectivas, de 1906, argumentaba que el “desarrollo desigual” de la economía mundial hacía del “atraso” la clave para el cambio revolucionario mundial. La búsqueda de mercados por parte del capital trasladaba a los territorios “atrasados” las características de las diferentes etapas del desarrollo, creando conflictos entre las clases feudales y la burguesía, y entre la burguesía y el proletariado. Los trastornos provocados por este “desarrollo desigual y combinado” se difundirían por todo el planeta. El movimiento “permanente” hacia el socialismo era posible porque los obreros de los países industrializados tomarían el poder y aprovecharían las capacidades económicas avanzadas que ahora estaban en sus manos para ayudar a sus camaradas en todas partes.

Era una hábil teorización. La clase universal alcanzaría la conciencia socialista antes de que se desarrollara el capitalismo, mientras que el “proceso sociohistórico” seguía dependiendo del desarrollo de las fuerzas productivas. La teoría de Trotsky encajó muy bien con la teoría del imperialismo de Lenin de 1916 como “fase final del capitalismo”. Lenin estudió los orígenes de la Primera Guerra Mundial hasta el choque de los estados europeos que luchaban por sus intereses imperialistas. Estas teorías proporcionarían juntas una justificación “marxista” para la toma del poder por parte de los bolcheviques.

Mártov, por el contrario, creía consistentemente que era imposible pasar de las realidades semifeudales al socialismo. Como Lenin y Trotsky, consideró que el marxismo era “científico”, pero eso mismo le decía que había etapas de desarrollo y de ahí que sus políticas se apartaran claramente de las de aquellos. Extrajo la conclusión de que la alternativa a la decadencia era la democratización. En vísperas del levantamiento de 1905, se preguntó cómo los marxistas rusos podían coordinar sus esfuerzos “inmediatos” por la democracia con las “tareas” que apuntan a un futuro socialista. Su solución: los marxistas no deberían tratar de tomar el poder, sino que debían trabajar para fortalecer los soviets y ampliar el autogobierno local como medios para la democracia. La “municipalización” podía contrarrestar al régimen “burgués” que surgiera. En lugar de nacionalizar la propiedad de la tierra, tal como proponían los marxistas, Mártov quería que se municipalizara. Sus posiciones en 1917 se basaban en este tipo de pensamiento.

Lenin, Trotsky y Mártov regresaron a Rusia del exilio político en la primavera de 1917. Los dos primeros se convirtieron en aliados en la conmoción subsiguiente. Los mencheviques habían alcanzado una considerable popularidad — junto con los eseristas, dominaban los soviets — solo para perderla debido a las discordias internas sobre la guerra y su relación con el gobierno provisional. Mártov, que se oponía tanto a la guerra como a la entrada en el gobierno, quería fortalecer los soviets y presionar para una mayor democratización del país. Pero lideró una minoría entre los mencheviques y no pudo dominar el partido ni la situación política.

Los mencheviques se fragmentaron mientras las movilizaciones de masas y la agitación crecían a su alrededor. Tenían unos 200.000 miembros en el verano de 1917, pero solo obtuvieron un magro 3 por ciento de los votos para la Asamblea Constituyente ese mismo otoño. Después de que Lenin disolviera la Asamblea Constituyente, Mártov siguió defendiendo la legitimidad de la misma en la creencia de que el objetivo debía ser una república democrática, y no un salto al socialismo. Aunque estaba casi siempre en el candelero intelectual, no fue rival para la capacidad organizativa y la determinación de Lenin.

En octubre de 1917, Mártov se opuso a la toma del poder por los bolcheviques y propuso una alternativa en el segundo congreso de los soviets: un gobierno de base amplia formado por todos los partidos socialistas. Tras ser rechazada su propuesta, Mártov se dispuso a abandonar la sala. Trotsky, que presidía la reunión, gritó unas palabras que se hicieron famosas: “Id adonde pertenecéis a partir de ahora: al basurero de la historia”. Otra voz gritó que los bolcheviques esperaban que Mártov estuviera con ellos. A lo que este respondió: “Algún día entenderán el crimen en el que están participando”. Un mes más tarde, se creó la Cheka, la policía política del estado. Lenin quería que la encabezara un “obrero jacobino”. Algunos años antes, Trotsky había argumentado que el jacobinismo no era una “categoría revolucionaria suprasocial” y advirtió contra la emergencia de un nuevo Robespierre, refiriéndose explícitamente a “Maximilian Lenin”. Pero en diciembre de 1917 se entusiasmó con el “notable invento de la revolución francesa consistente en acortar a los hombres por la cabeza”.

Como ha observado Getzler, Mártov se opuso al terror de estado y siguió tratando de rescatar la revolución. Pero fue inútil. No obstante, expuso con notable lucidez lo que estaba pasando y sus implicaciones. En enero de 1918, habló en un congreso sindical contra la propuesta bolchevique de terminar con la independencia de los sindicatos, que ya no era necesaria en el estado “obrero”. El socialismo, argumentó Mártov, no podía desarrollarse sin una clase obrera urbana masiva en una industria avanzada; esto no existía todavía y la pequeña clase obrera rusa estaba compuesta en gran parte por antiguos campesinos que habían ido a las ciudades en busca de trabajo, pero que seguían vinculados todavía al mundo rural. Carecían de formación para dirigir la industria, mientras que los que sí la tenían, los trabajadores de cuello blanco, se oponían al socialismo. En consecuencia, los trabajadores, tal como eran y podrían ser, necesitaban sindicatos independientes para defender sus intereses.

Contrastemos esta línea de razonamiento de Mártov con lo que dijo Trotsky dos años más tarde en otro congreso sindical. Los mencheviques habían denunciado el uso del trabajo forzado por parte del estado “obrero”. Trotsky contraatacó: los mencheviques estaban “cautivos de la ideología burguesa”. Sin el trabajo forzado, “toda la economía socialista se derrumbaría […] no hay otra forma de alcanzar el socialismo que no sea a través de la distribución obligatoria de toda la fuerza de trabajo por parte del centro económico”.

El verdadero problema era una economía arruinada, no por la guerra civil (hacia 1920, el Ejército Rojo estaba claramente ganando), sino porque los bolcheviques estaban tratando de crear una economía socialista en unas condiciones en las que era improbable que lo consiguieran. A pesar de su “ciencia”, giraban bruscamente de un programa a otro. En 1921, los bolcheviques abandonaron el “comunismo de guerra” y adoptaron la “Nueva Política Económica”, es decir, la liberalización económica, que fue acompañada de una feroz represión política.

Mártov abandonó Rusia en 1920, cuando el régimen estaba arrestando a la mayoría de sus camaradas mencheviques. Murió en Alemania en 1923. En sus últimos años, escribió una serie de ensayos reunidos en El estado y la revolución socialista. Lenin, escribió, decía que la “dictadura del proletariado” de Rusia seguía las medidas adoptadas por la Comuna de París en 1871 y que fueron elogiadas por Marx. Mártov repasó esa lista de medidas. A diferencia de la comuna parisina, Rusia no tuvo elecciones populares ni posibilidad de revocar a los representantes o funcionarios. Había una poderosa policía política y no había control popular de los tribunales. La producción era ordenada jerárquicamente. Las comunidades locales se vieron privadas de autogobierno.

Con una gran agudeza, Mártov señaló que los bolcheviques repudiaban el “parlamentarismo democrático” de la sociedad burguesa, pero no los “instrumentos del poder del estado” (la burocracia, la policía y el ejército permanente), frente a los cuales el parlamentarismo servía de “contrapeso” en las sociedades burguesas. Además, el estado y el partido se estaban fusionando paso a paso. El partido leninista afirmó que representaba la conciencia de una inexistente mayoría homogénea y esto era una ilusión que solo podía mantenerse a través del terror de estado.

¿Dónde deja todo esto a Marx? Decir que fue culpable del leninismo o del estalinismo no logra tomar en serio el carácter distintivo del bolchevismo y su alejamiento de las enseñanzas de Marx (y de la mayoría de los socialdemócratas de la época de Lenin). Pero si la derecha, de forma simplista y a menudo demagógica, puede todavía señalar a Marx como el pecador original, la izquierda no debería haberle convertido en un oráculo infalible. En el mismo ensayo en el que Marx hablaba de la “pesadilla”, El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), reprendía a la socialdemocracia. Marx tenía un objetivo muy concreto en mente: una coalición política que reuniera al movimiento obrero y los republicanos “pequeño burgueses”, exigiendo a los primeros que redujeran parte de su radical empuje social y a los segundos, que fueran más “sociales”. Esta alianza fracasó, perdiendo ante los conservadores y un autócrata en ascenso. Marx lo criticó astutamente, pero sin extraer plenamente sus implicaciones.

Impugnar ferozmente la explotación de los trabajadores es una cosa; concebir al proletariado como agente universalizador de la historia es otra. El desprecio de Marx por la “socialdemocracia” se fundamentaba en la creencia en la misión histórica mundial de esa única clase social. Pero, ¿qué pasaría si el proletariado no universalizaba todos los intereses? ¿Qué pasaría si las clases y las sociedades se diferenciaban internamente cada vez más? ¿Qué pasaría si otros factores, además de las clases modelaban de forma real e imaginada la historia?

Ciertamente, ya no hace falta plantearse todos estos “qué pasaría si”. Aunque la socialdemocracia que Marx fustigó haya fracasado, todavía apunta a la única alternativa plausible, aunque a menudo insatisfactoria, para un igualitarismo democrático: coaliciones sociales y políticas forjadas por compromisos inevitables. Es así como se pueden crear mayorías que puedan inclinarse hacia la izquierda. No postulando un nuevo agente universalizador imaginario (por ejemplo, el Tercer Mundo o el mundo poscolonial, como han hecho algunos en la izquierda) en lugar de aquel que no hizo lo que la teoría le asignó como tarea histórica. Se trata de dos tipos de movimientos diferentes: una izquierda que sustituye unos sujetos por otros cuando las cosas parecen no ir bien y una izquierda que modela alianzas cada vez más amplias para transformar la sociedad hacia el igualitarismo democrático.

La formación de coaliciones no fue el camino científico de Lenin, ni con sus camaradas socialdemócratas en 1903, ni con otros partidos de izquierda en octubre de 1917. La respuesta teórica y práctica del bolchevismo a los desafíos procedentes de la izquierda o, simplemente, de la realidad fue, finalmente, “¿y qué?”. La revolución los disolvería. Mártov comprendió que no sería así y su disidencia le llevó a reconocer, en 1921, que “el estado del mundo en la actualidad es tan excepcional que no todo encaja en nuestros esquemas habituales de análisis marxista”. Después de todo, los hombres y las mujeres hacen su propia historia, pero en circunstancias que no eligen. La dolorosa declaración de Mártov sigue vigente hoy, si dejamos de lado la excepcionalidad.

Escena de la revolución de 1905. Ilustración de Ilia Repin
Escena de la revolución de 1905. Ilustración de Ilia Repin

NOTA DEL AUTOR: Mis fuentes para escribir este artículo son, entre otras, The State and Socialist Revolution de Mártov, Martov de Israel Getzler, The Mensheviks in the Russian Revolution de Abe Ascher, The Mensheviks after October de Vladimir Brovkin y Lenin and the Mensheviks de Vera Broido. He encontrado especialmente útiles los libros de Andrzej Walicki, sobre todo A History of Russian Thought, and The Controversy over Capital y Social Thought in Tsarist Russia: The Quest for a General Science of Society, 1861–1917 de Vladimir Vucinich.

Mitchell Cohen es editor emérito de DISSENT. Sus libros más destacados son The Politics of Opera: A History from Monteverdi to Mozart (Princeton University Press, 2017), The Wager of Lucien Goldmann (Princeton University Press, 1994) y Zion and State (Columbia University Press, 1992). Es profesor de ciencia política en el Bernard Baruch College y el Centro de Graduación de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Publicado originalmente en What Lenin’s Critics Got Right | Dissent Magazine, Otoño de 2017

Traducción: Javier Villate (@bouleusis)

NOTA DEL TRADUCTOR: Para ampliar y contextualizar mejor este texto, es recomendable leer Yuli Mártov en Wikipedia.

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