Sheldon Wolin y el totalitarismo invertido

Nuestras democracias se están convirtiendo en un “totalitarismo invertido” controlado por las grandes corporaciones

Javier Villate
Diferencias
18 min readSep 4, 2018

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CHRIS HEDGES

Sheldon Wolin, nuestro teórico político contemporáneo más importante, falleció el 21 de octubre a la edad de 93 años. En sus libros Democracia S.A.: Democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido y Política y perspectiva, un imponente estudio del pensamiento político occidental que su antiguo alumno Cornel West ha calificado como “magistral”, Wolin pone al desnudo las realidades de nuestra democracia en bancarrota, las causas que están detrás de la decadencia del imperio estadounidense y el surgimiento de una nueva y aterradora configuración del poder corporativo que él llama “totalitarismo invertido”.

Wendy Brown, una profesora de ciencias políticas de la Universidad de California en Berkeley y otra exalumna de Wolin, me dijo en un correo electrónico: “Desafiando a los monopolios de la teoría de izquierda por parte del marxismo y de la teoría democrática por parte del liberalismo, Wolin desarrolló un análisis distintivo — incluso distintivamente estadounidense — del presente político y de las posibilidades democráticas radicales. Fue especialmente clarividente al teorizar el fuerte estatismo que forjó lo que ahora llamamos neoliberalismo, y al revelar las novedosas fusiones del poder económico con el poder político que él consideraba que envenenaban la democracia en su raíz”.

A lo largo de sus estudios, Wolin trazó la decadencia de la democracia estadounidense y en su último libro, Democracia S.A.: Democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, detalla nuestra peculiar forma de totalitarismo corporativo. “Uno no puede señalar a ninguna institución nacional que pueda describirse con precisión como democrática — escribe en ese libro — , desde luego no en las elecciones altamente administradas y saturadas de dinero, en el Congreso infestado de grupos de presión, en la presidencia imperial, en el sistema judicial y penal clasista o, lo que es menos importante, en los medios de comunicación”.

El totalitarismo invertido es diferente de las formas clásicas de totalitarismo. No encuentra su expresión en un líder demagógico o carismático, sino en el anonimato sin rostro del estado corporativo. Nuestro totalitarismo invertido es fiel a la fachada de la política electoral, la Constitución, las libertades civiles, la libertad de prensa, la independencia del poder judicial y la iconografía, las tradiciones y el lenguaje del patriotismo estadounidense, pero en la práctica se ha apoderado de todos los mecanismos del poder para hacer impotente al ciudadano.

A diferencia de los nazis — escribe Wolin — , que hacían la vida incierta a los ricos y privilegiados mientras proporcionaban programas sociales para la clase obrera y los pobres, el totalitarismo invertido explota a los pobres, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, regimentando la educación masiva para una fuerza laboral insegura y amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios. […] El empleo en una economía globalizada, volátil y de alta tecnología es normalmente tan precario como durante una depresión a la antigua. El resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se practica en medio de un estado continuo de preocupación. Hobbes tenía razón: cuando los ciudadanos están inseguros y al mismo tiempo impulsados por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política en lugar de compromiso cívico, protección en lugar de participación política.

El totalitarismo invertido, dijo Wolin cuando nos reunimos en su casa de Salem, Oregón, en 2014 para filmar una entrevista de casi tres horas, “proyecta constantemente el poder hacia arriba”. Es “la antítesis del poder constitucional”. Está diseñado para crear inestabilidad y mantener a la ciudadanía asustada y pasiva.

Las reducciones de plantilla, la reorganización, el estallido de burbujas, el descalabro de los sindicatos, el rápido envejecimiento de las cualificaciones y la transferencia de puestos de trabajo al extranjero crean no sólo miedo, sino una economía del miedo, un sistema de control cuyo poder se alimenta de la incertidumbre y, sin embargo, un sistema que, según sus analistas, es eminentemente racional.

El totalitarismo invertido también “perpetúa la política todo el tiempo”, me dijo Wolin en nuestra charla, “pero una política que no es política”. Los interminables y extravagantes ciclos electorales, dijo, son un ejemplo de política sin política.

En lugar de participar en el poder, se invita al ciudadano virtual a tener “opiniones”: respuestas mensurables a preguntas prediseñadas para obtenerlas.

El ciudadano es irrelevante. No es más que un espectador, al que se le permite votar y luego se le olvida.

Las campañas políticas rara vez discuten temas sustantivos. Se centran en personalidades políticas manufacturadas, retórica vacía, relaciones públicas sofisticadas, publicidad astuta, propaganda y el uso constante de grupos de tertulianos/as y encuestas de opinión para decir a los votantes una y otra vez lo que quieren oír. El dinero ha sustituido efectivamente a la votación. Todos los candidatos presidenciales actuales — incluido Bernie Sanders — entienden, para usar las palabras de Wolin, que “el tema del imperio es tabú en los debates electorales”. El ciudadano es irrelevante. No es más que un espectador, al que se le permite votar y luego se le olvida una vez que termina el carnaval de las elecciones y las corporaciones y sus grupos de presión vuelven al negocio de gobernar.

Si el propósito principal de las elecciones es elegir a legisladores maleables para que los grupos de presión los moldeen, tal sistema merece ser llamado “gobierno distorsionado o clientelar”. Es, al mismo tiempo, un poderoso factor que contribuye a la despolitización de la ciudadanía, así como una razón más para caracterizar el sistema como antidemocrático.

El resultado, escribe, es que a los ciudadanos se les “niega el uso del poder del estado”. Wolin deplora la trivialización del discurso político, una táctica utilizada para dejar al público fragmentado, antagónico y emocionalmente cargado, mientras que deja sin cuestionar el poder corporativo y el imperio.

Las guerras culturales pueden parecer un indicio de una fuerte implicación política. En realidad son un sustituto. La notoriedad que reciben de los medios de comunicación y de los políticos deseosos de adoptar posturas firmes sobre cuestiones no sustantivas sirve para distraer la atención y contribuir a una política de canto de lo intrascendente.

“Los grupos gobernantes pueden operar ahora asumiendo que no necesitan la noción tradicional de algo llamado público en el sentido amplio de un todo coherente”, dijo Wolin en nuestra reunión. “Ahora tienen las herramientas para hacer frente a las disparidades y diferencias que ellos mismos han ayudado a crear. Es un juego en el que te las arreglas para socavar la cohesión que los ciudadanos necesitan para ser políticamente eficaces. Y al mismo tiempo, se crean estos grupos diferentes y distintos que inevitablemente se encuentran en tensión o en desacuerdo o en competencia con otros grupos, de modo que se convierte más en una lucha cuerpo a cuerpo que en un método de formar mayorías”.

En los regímenes totalitarios clásicos, como los del fascismo nazi o el comunismo soviético, la economía estaba subordinada a la política. Pero “bajo el totalitarismo invertido ocurre lo contrario”, escribe Wolin. “La economía domina la política y con esa dominación vienen diferentes formas de crueldad.” Y añade: “Estados Unidos se ha convertido en el escaparate de cómo se puede manejar la democracia sin que se note que ha sido suprimida”.

El estado corporativo, me dijo Wolin, está “legitimado por las elecciones que controla”. Para extinguir la democracia, reescribe y distorsiona las leyes y la legislación que alguna vez protegieron a la democracia. Los derechos fundamentales son, en esencia, revocados por decreto judicial y legislativo. Los tribunales y los órganos legislativos, al servicio del poder corporativo, reinterpretan las leyes para despojarlas de su significado original a fin de reforzar el control corporativo y abolir la supervisión del mismo.

¿Por qué negar una constitución, como hicieron los nazis, si es posible explotar simultáneamente la porosidad y el poder legítimo por medio de interpretaciones judiciales que declaran que las enormes contribuciones a la campaña son un discurso protegido por la Primera Enmienda, o que tratan el cabildeo fuertemente financiado y organizado por las grandes corporaciones como una simple aplicación del derecho del pueblo a presentar demandas a su gobierno?

Nuestro sistema de totalitarismo invertido evitará medidas de control duras y violentas “mientras el disenso no represente ningún peligro”, me dijo. “El gobierno no necesita acabar con la disidencia. La uniformidad de la opinión pública impuesta a través de los medios corporativos hace un trabajo muy efectivo”.

Y las élites, especialmente la clase intelectual, han sido compradas.

A través de una combinación de contratos gubernamentales, fondos corporativos y de fundaciones, proyectos conjuntos que involucran a investigadores universitarios y corporativos, y donantes individuales acaudalados, las universidades — especialmente las llamadas universidades de investigación — , intelectuales, académicos e investigadores se han integrado perfectamente en el sistema. No hay libros quemados, no hay Einsteins refugiados.

Pero, advierte, si la población, despojada de sus derechos más básicos, incluido el derecho a la privacidad, y cada vez más empobrecida y desprovista de esperanza, se vuelve inquieta, el totalitarismo invertido se convertirá en algo tan brutal y violento como los estados totalitarios del pasado.

La guerra contra el terrorismo, con el consiguiente énfasis en la “seguridad nacional”, presupone que el poder del estado, ahora inflado por doctrinas de guerra preventiva y liberado de las obligaciones de los tratados y de las posibles limitaciones de los órganos judiciales internacionales, puede bastarse a sí mismo, confiado en que, en su persecución interna de los terroristas, los poderes que reclama, así como los poderes proyectados en el extranjero, se medirán, no por las normas constitucionales ordinarias, sino por el carácter oscuro y omnipresente del terrorismo tal como se define oficialmente.

La violencia policial indiscriminada en las comunidades de color pobres es un ejemplo de la capacidad del estado corporativo para acosar “legalmente” y matar impunemente a los ciudadanos. Las formas más crudas de control — desde la policía militarizada hasta la vigilancia al por mayor, pasando por la policía que sirve como juez, jurado y verdugo, que ahora es una realidad para la subclase — se convertirán en una realidad para todos nosotros si empezamos a resistir la continua canalización hacia arriba del poder y la riqueza. Wolin advierte que sólo se nos tolera como ciudadanos mientras participemos en la ilusión de una democracia participativa. En el momento en que nos rebelemos y nos neguemos a participar en la ilusión, el rostro del totalitarismo invertido se parecerá al rostro de los totalitarismo del pasado.

En los regímenes totalitarios clásicos, como los del fascismo nazi o el comunismo soviético, la economía estaba subordinada a la política. Pero bajo el totalitarismo invertido ocurre lo contrario.

La importancia de la población carcelaria afroamericana es política. Lo que es notable de la población afroamericana en general es que es muy sofisticada políticamente y, con mucho, ha sido el único grupo que a lo largo del siglo XX mantuvo vivo un espíritu de resistencia y rebeldía. En ese contexto, la justicia penal es tanto una estrategia de neutralización política como un canal de racismo instintivo.

En sus escritos, Wolin expresa consternación por una población separada de la imprenta y del mundo matizado de las ideas. Considera que el cine y la televisión son “tiránicos” por su capacidad de “bloquear y eliminar todo lo que pueda introducir cualificación, ambigüedad o diálogo”. Se opone a lo que él llama un “medio monocromático”, con expertos aprobados por las corporaciones para identificar “el problema y sus parámetros, creando un cajón que los disidentes luchan en vano por eludir”. El crítico que insiste en cambiar el contexto es desestimado como irrelevante, extremista, “de izquierda” o es totalmente ignorado.

La constante difusión de ilusiones permite que el mito, más que la realidad, domine las decisiones de las elites del poder. Y cuando el mito domina, el desastre desciende sobre el imperio, como ilustran 14 años de guerra inútil en Oriente Medio y nuestra incapacidad para reaccionar ante el cambio climático. Wolin escribe:

Cuando el mito comienza a gobernar a los responsables de las tomas de decisiones en un mundo donde abundan la ambigüedad y la obstinación de los hechos, el resultado es una desconexión entre los actores y la realidad. Se convencen a sí mismos de que las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva y capacidades nucleares: que su propia nación es privilegiada por un dios que inspiró a los Padres Fundadores y la redacción de la constitución de la nación; y que no existe una estructura de clases de grandes y obstinadas desigualdades. Unos pocos, sombríos pero alegres, ven presagios de un mundo que está viviendo “los últimos días”.

Wolin fue piloto de un bombardero pesado B–24 Liberator en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial. Voló en 51 misiones de combate. Los aviones tenían tripulaciones de hasta 10 personas. Desde Guadalcanal, avanzó con las fuerzas americanas a medida que capturaban islas en el Pacífico. Durante la campaña, el alto mando militar decidió dirigir a los bombarderos B–24 — que eran enormes y difíciles de pilotar, además de tener poca maniobrabilidad — contra los barcos japoneses, una táctica en la que se produjeron enormes pérdidas de aviones y vidas estadounidenses. El uso del B–24, apodado “el furgón volador” y “el ataúd volador”, para atacar buques de guerra cargados de cañones antiaéreos mostró a Wolin la crueldad de los comandantes militares, que sacrificaron alegremente sus tripulaciones aéreas y máquinas de guerra en planes que ofrecían pocas posibilidades de éxito.

“Fue terrible — dijo de las órdenes de bombardear barcos — . Tuvimos enormes pérdidas por eso, porque estos grandes y pesados aviones tenían que volar muy bajo para golpear a la marina japonesa, y perdimos muchísimas personas por esa razón, incontables”.

“Tuvimos bastantes bajas psicológicas…. hombres, muchachos, que ya no podían soportarlo más — dijo — , no podían soportar la tensión de levantarse a las cinco de la madrugada y subir a esos aviones, ir y recibir disparos por un tiempo y volver a descansar por otro día”. Según Wolin, los militaristas y los corporativistas, que formaron una coalición impía para orquestar el surgimiento de un imperio global estadounidense después de la guerra, fueron las fuerzas que extinguieron la democracia estadounidense. Denominó totalitarismo invertido a “la verdadera cara de la superpotencia”. Estos especuladores y militaristas de la guerra, que defendían la doctrina de la guerra total durante la Guerra Fría, desangraron al país de sus recursos. También trabajaron en conjunto para desmantelar las instituciones y organizaciones populares, como los sindicatos, así como para debilitar políticamente y empobrecer a los trabajadores. Ellos “normalizaron” la guerra. Y Wolin advierte que, como en todos los imperios, eventualmente serán “devorados por su propio expansionismo”. No habrá un retorno a la democracia, advierte, hasta que el poder incontrolado de los militaristas y corporativistas sea radicalmente restringido. Un estado de guerra no puede ser un estado democrático.

Wolin escribe:

La defensa nacional fue declarada inseparable de una economía fuerte. La fijación en la movilización y el rearme inspiró la desaparición de temas como la regulación y el control de las empresas de la agenda política nacional. El defensor del mundo libre necesitaba el poder de la corporación globalizada y en expansión, no una economía obstaculizada por la “destrucción de la confianza”. Además, como el enemigo era rabiosamente anticapitalista, cada medida que fortalecía el capitalismo era un golpe contra el enemigo. Una vez trazadas las líneas de batalla entre el comunismo y la “sociedad libre”, la economía se volvió intocable para fines distintos del “fortalecimiento” del capitalismo. La fusión final sería entre capitalismo y democracia. Una vez que la identidad y la seguridad de la democracia se identificaron con éxito con la Guerra Fría y con los métodos para llevarla a cabo, se preparó el escenario para la intimidación de la mayoría de los políticos de izquierda o de derecha.

El resultado es un país dedicado casi exclusivamente a librar guerras.

Estados Unidos se ha convertido en el escaparate de cómo se puede manejar la democracia sin que se note que ha sido suprimida

Cuando un gobierno limitado por la Constitución utiliza armas de horrendo poder destructivo, subvenciona su desarrollo y se convierte en el mayor traficante de armas del mundo, la Constitución es invocada para servir como aprendiz del poder y no como su conciencia.

Y continúa:

El hecho de que el ciudadano patriótico apoye inquebrantablemente a los militares y su enorme presupuesto significa que los conservadores han logrado persuadir al público de que los militares son distintos del gobierno. De este modo, el elemento más sustancial del poder estatal se elimina del debate público. Del mismo modo, en su nueva condición de ciudadano imperial, el creyente sigue despreciando la burocracia, pero no duda en obedecer las directrices emitidas por el Departamento de Seguridad Nacional, el departamento gubernamental más grande e intrusivo de la historia de la nación. La identificación con el militarismo y el patriotismo, junto con las imágenes de poderío estadounidense proyectadas por los medios de comunicación, sirve para hacer que el ciudadano individual se sienta más fuerte, compensando así los sentimientos de debilidad promovidos por la economía en una fuerza laboral sobrecargada, agotada e insegura. Para su antipolítica, el totalitarismo invertido requiere “trabajadores con contratos temporales”, creyentes, patriotas y no sindicalizados.

Sheldon Wolin era a menudo considerado un paria entre los teóricos políticos contemporáneos, cuya concentración en el análisis cuantitativo y el conductismo les llevó a evitar el examen de la teoría y las ideas políticas generales. Wolin insistió en que la filosofía, incluso la escrita por los antiguos griegos, no era una reliquia muerta, sino una herramienta vital para examinar y desafiar las suposiciones e ideologías de los sistemas contemporáneos de poder y pensamiento político. La teoría política, argumentó, era “en primer lugar una actividad cívica y en segundo lugar una actividad académica”. Tenía un papel “no sólo como disciplina histórica que se ocupaba del examen crítico de los sistemas de ideas”, me dijo, sino como una fuerza “que ayudaba a diseñar las políticas públicas y las orientaciones gubernamentales, y sobre todo la educación cívica, de manera que se promovieran los objetivos de una sociedad más democrática, más igualitaria y más educada”. Su ensayo de 1969 “Political Theory as a Vocation” (La teoría política como vocación) defendía este imperativo y reprendía a sus colegas académicos que centraban su trabajo en la recopilación de datos y las minucias académicas. Escribe, con su habitual lucidez y florecimiento literario, en ese ensayo:

En un sentido fundamental, nuestro mundo se ha convertido, como tal vez ningún otro mundo anterior, en el producto del diseño, el producto de teorías sobre estructuras humanas deliberadamente creadas en lugar de ser resultados históricamente articulados. Pero en otro sentido, la encarnación de la teoría en el mundo ha supuesto la creación de un mundo impermeable a la teoría. Las estructuras gigantescas y rutinarias desafían toda alteración fundamental y, al mismo tiempo, muestran una legitimidad incuestionable, pues los principios racionales, científicos y tecnológicos en los que se basan parecen estar en perfecta concordancia con una época comprometida con la ciencia, el racionalismo y la tecnología. Sobre todo, es un mundo que parece haber hecho superflua la teoría épica. La teoría, como Hegel había previsto, debe tomar la forma de “explicación”. Verdaderamente, parece ser la era en la que el búho de Minerva ha levantado el vuelo.

La obra maestra de Wolin, Política y perspectiva (1960), subtitulada “Continuidad e Innovación en el Pensamiento Político Occidental”, se basó en una amplia gama de teóricos y filósofos políticos, incluyendo a Platón, Aristóteles, Agustín, Immanuel Kant, John Locke, John Calvin, Martín Lutero, Thomas Hobbes, Friedrich Nietzsche, Karl Marx, Max Weber, John Dewey y Hannah Arendt para reflejar nuestra realidad política y cultural. Su tarea, afirmó al final del libro, era “nutrir la conciencia cívica de la sociedad […] en la era de la Superpotencia”. El imperativo de amplificar y proteger las tradiciones democráticas de las fuerzas contemporáneas que trataron de destruirlas impregnó toda su obra, incluyendo sus libros Hobbes y la tradición épica de la teoría política (1970) y Tocqueville Between Two Worlds: The Making of a Political and Theoretical Life (2001).

La magnificencia de Wolin como erudito fue igualada por su magnificencia como ser humano. Estuvo junto a los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley, donde enseñó, para apoyar al Movimiento de Libertad de Expresión y escribió apasionadamente en su defensa. Muchos de estos ensayos fueron publicados en The Berkeley Rebellion and Beyond: Essays on Politics & Education in the Technological Society (1970). Más tarde, como profesor en la Universidad de Princeton, fue uno de los pocos miembros del profesorado que se unió a los estudiantes para pedir la retirada de las inversiones en la Sudáfrica del apartheid. Una vez acompañó a los estudiantes para presentar el caso a los exalumnos de Princeton. “Nunca me han ridiculizado tanto — dijo — . Algunos me llamaron un sophomore [estudiante de segundo año, o también, en jerga, engreído, N. del T.] de 50 años… y ese tipo de cosas”.

De 1981 a 1983, Wolin editó DEMOCRACY: A JOURNAL OF POLITICAL RENEWAL AND RADICAL CHANGE. En sus páginas, él y otros escritores se refirieron al juego conservador del neoliberalismo, al peligro del imperio, al ascenso de un poder corporativo incontrolado y a la erosión de las instituciones e ideales democráticos. La revista le convirtió rápidamente en un paria dentro del departamento de política de Princeton. “Recuerdo que una vez, cuando estaba editando esa revista, dejé una copia sobre la mesa en la sala de profesores con la esperanza de que alguien lo leyera y comentara”, dijo. “Nunca oí una sola palabra al respecto. Y durante todo el tiempo que estuve allí haciendo DEMOCRACY, nunca hubo un colega que se me acercara y me dijera algo positivo o incluso negativo al respecto. Sólo silencio absoluto”.

Max Weber, a quien Wolin llamó “el más grande de todos los sociólogos”, argumenta en su ensayo “La política como vocación” (1919) que aquellos que dedican sus vidas a luchar por la justicia en la arena política moderna son como los héroes clásicos que nunca pueden superar lo que los antiguos griegos llamaban fortuna. Estos héroes, escribe Wolin en Política y perspectiva, se elevan, sin embargo, “a las alturas de la pasión moral y la grandeza, acosados por un profundo sentido de la responsabilidad”. Sin embargo, continúa Wolin,

en el fondo, [el héroe contemporáneo] es una figura tan inútil y patética como su contraparte clásica. El destino del héroe clásico fue que nunca pudo vencer la contingencia o la fortuna; la ironía especial del héroe moderno es que lucha en un mundo donde la contingencia ha sido derrotada por procedimientos burocratizados y no le queda nada que enfrentar al héroe. El líder político de Weber se hace superfluo por el mismo mundo burocrático que descubrió Weber: incluso el carisma ha sido burocratizado. Nos quedamos con la ambigüedad del hombre político apasionado (“ser apasionado, ira et studium, es … el elemento del líder político”), enfrentado al mundo impersonal de la burocracia que vive por ese principio carente de pasión que Weber citaba con frecuencia, sine ira et studio, “sin soberbia ni prejuicios”.

Wolin escribe que incluso cuando nos enfrentamos a una cierta derrota, todos estamos llamados a la “terrible responsabilidad” de la lucha por la justicia, la igualdad y la libertad.

No habrá un retorno a la democracia, advierte, hasta que el poder incontrolado de los militaristas y corporativistas sea radicalmente restringido

“Tú no ganas — dijo Wolin al final de nuestra charla — . O rara vez ganas. Y si ganas, es a menudo por un tiempo muy corto. Por eso la política es una vocación para Weber. No es un compromiso ocasional que asumimos cada dos años o cada cuatro años cuando hay elecciones. Es una ocupación y preocupación constante. Y el problema, como Weber lo veía, era entenderlo no como un tipo de educación partidista en el sentido político o de partido político, sino como una comprensión amplia de lo que debería ser la vida política y lo que se requiere para hacerla sostenible. Propone un cierto tipo de comprensión que es muy diferente de lo que pensamos cuando asociamos la acción política con cómo se vota o qué partido se apoya o qué causa se respalda. Weber nos pide que demos un paso atrás y digamos qué tipo de orden político, y los valores asociados con él, estamos dispuestos a apoyar, incluso a sacrificarnos por él/ellos”.

Wolin encarnaba las cualidades que Weber atribuye al héroe. Luchó contra fuerzas que sabía que no podía vencer. Nunca vaciló en la lucha como intelectual y, lo que es más importante, en la lucha como ciudadano. Fue uno de los primeros en explicarnos la transformación de nuestra democracia capitalista en una nueva especie de totalitarismo. Nos advirtió de las consecuencias de un imperio o superpotencia desenfrenada. Nos llamó a levantarnos y a resistir. Su Democracia S.A. fue ignorada por todos los principales periódicos y revistas del país. Esto no le sorprendió. Conocía su poder. También a sus enemigos. Todos sus temores en relación a su nación se han hecho realidad. Una monstruosidad corporativa nos domina. Si mantuviéramos un tanteador, diríamos que Wolin perdió, pero también tendríamos que reconocer la integridad, la brillantez, el coraje y la nobleza de su vida.

Chris Hedges es periodista, galardonado con el Premio Pulitzer, el autor más leído del NEW YORK TIMES, exprofesor de la Universidad de Princeton, activista y ministro presbiteriano ordenado. Ha escrito 11 libros, destacando el best-seller Days of Destruction, Days of Revolt, escrito en colaboración con el dibujante Joe Sacco. Escribe una columna semanal en la revista digital TRUTHDIG.

Publicado originalmente en Truthdig

Traducción: Javier Villate (@bouleusis)

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