De memorias y olvidos: habitando lo tremendo

Juliette Marin
D!sonanTES
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15 min readJan 19, 2021

Por Juliette Marín Ríos
Doctorante en Territorio, Espacio y Sociedad (D_TES), Universidad de Chile

“Campos sin animales, toda una vida que se perdió,
Hay que empezar de nuevo, con la esperanza cifrada en Dios,
Oiga señor, acláreme, ¿qué está pasando en mi región?
Tiembla la tierra, no sé por qué, se mueve el suelo, hay conmoción.”

Alejandro Chocair, Ranchera El Volcán Mañoso, 2012 [+]

Lo tremendo del habitar en Chile

Existimos en un universo extremo, es decir un universo cuyo punto de partida es una explosión inconmensurable, un big bang, un universo de desequilibrios, a la vez infinitamente grande e infinitamente pequeño desde su inicio, donde el pensamiento se pierde si intenta abarcar sus procesos, tiempos y formas. El filósofo Sergio Rojas (2018) afirma que no habitamos cotidianamente este universo extremo. Que al intentar pensarlo o pensarnos en él, nuestros sistemas de representación entran en crisis, dejándonos desestabilizadas, sin saber qué ni cómo pensar. Rojas evidencia que hay cierta realidad que nos toca, pero que la multitud y complejidad de estímulos hacen imposible pensar esta realidad. En esta imposibilidad yace lo que el filósofo denomina lo tremendo. Lo tremendo es entonces el acontecimiento que está ahí, esperando ser interpretado, leído, significado.

Volviendo a Tierra, podemos pensar que lo tremendo también se lee en la dificultad (imposibilidad diría Rojas) de habitar un territorio extremo, donde la catástrofe es una posibilidad omnipresente. Habitar Chile significa habitar territorios con gran recurrencia de fenómenos geofísicos que generan importantes destrucciones físicas y alteraciones sociales que nos impactan. Para mí, lo tremendo se puede leer en esta incapacidad de aprehender totalmente el riesgo del territorio y habitarlo. Y ante esta incapacidad, formularíamos estrategias de habitar que nos permitan aceptar el riesgo. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué significa para las habitantes, en su cotidianeidad, en sus formas de vivir, aprender de pronto la existencia de una falla geológica sísmicamente activa, de inmenso poder destructivo según las científicas, justo debajo de su ciudad? ¿Cómo se habita con este riesgo?

Interrogarse por habitar el riesgo de desastres es sin dudas una pregunta derivada de la modernidad. Esta pregunta supone la concepción misma del riesgo como posibilidad de un acontecimiento, como catástrofe latente, e implica una abstracción del desastre. Si bien el riesgo aparece como un pensamiento moderno, los desastres ya habían marcado el habitar pre-moderno.

Las interpretaciones pre-modernas occidentales dicen relación con un carácter divino de los eventos geofísicos. De ahí decantan tradiciones y prácticas que perduran hasta hoy y se encuentran en diferentes culturas latinoamericanas como los abogados celestiales, las procesiones y los patronos especializados en algún tipo de desastres (Palacios, 2014) (Onetto, 2017). La modernidad planteó la secularización a través de la separación entre lo Natural y lo Divino, al mismo tiempo que el constructo racionalista estableció el corte entre lo Humano y lo Natural. El progreso, bajo la forma de la Ciencia, la Tecnología, el Estado, se define también como forma de dominar y controlar el entorno, la naturaleza. Los desastres aparecen entonces como una irrupción del control establecido, de la dominación pretendida. Ya no es un reto o castigo divino: es un recordatorio de una naturaleza otra, disminuida pero aún poderosa. Si la modernidad apuesta a la superación de las limitantes del territorio, los desastres se vuelven entonces una pérdida -al menos momentánea- de este control. La respuesta para un habitar con los desastres implica un ordenamiento del territorio, modificaciones estructurales de lo construido o intervenciones para contrarrestar el impacto de los desastres, impulsados por el Estado moderno.

Al clamar el fin de las separaciones Humano-Natural-Tecnológico, la postmodernidad cuestiona profundamente como se ven los desastres y el riesgo ahora entendido como socionatural. Este cuestionamiento abre la puerta a preguntas sobre formas de habitar el territorio y el riesgo constitutivo de nuestra relación con éste:

“En esta línea, concebimos la posmodernidad no como una etapa o una tendencia que remplazaría el mundo moderno, sino como una manera de problematizar los vínculos equívocos que éste armó con las tradiciones que quiso excluir o superar para constituirse.” (García Canclini, 1989: 23)

¿Habitamos infaustamente?

La historia de la concepción de las catástrofes se ha desarrollado en Chile a través de estudios de los eventos catastróficos y de la historia de las mentalidades impulsada por Rolando Mellafe. Considerando el tiempo largo, Mellafe establece que, durante la colonia española, los desastres se ven como un castigo social y colectivo, como un acontecer infausto condicionando moralmente el territorio. Esta significación del desastre marca formas de relacionarse al territorio, desde prácticas físicas hasta el campo emocional. Para Mellafe, esto significa lo telúrico del carácter latinoamericano:

“El hombre americano y chileno se ha definido como esencialmente telúrico. Pero lo telúrico no es un simple amor a la tierra, ni una simple afinidad con lo natural; es un diálogo constante e inconsciente de la siquis con la naturaleza.” (Mellafe, 1986: 287)

Entendemos cómo esta afirmación de Mellafe resuena extrañamente hoy, así como lo hace su búsqueda de una cierta identidad chilena totalizante, el ser nacional o el carácter colectivo. Y, sin embargo, si entendemos ampliamente la historia de las mentalidades como estudio de las “forma[s] que el ego tiene de percibir, crear y reaccionar frente al mundo circundante” (Mellafe, 1982), esta ofrece una perspectiva para formular preguntas relativas al tiempo largo en los procesos socioespaciales, estableciendo la importancia de la experiencia en la relación social con el territorio. Retomando las palabras de Mellafe:

“Es la forma de comprender las cosas, el entorno, los problemas de convivencia; de reaccionar ante los múltiples estímulos y excitaciones del diario vivir… Por otro lado, no es la historia del pensamiento, ni de la cultura, ni de las ideas, sino verdaderamente un producto de la mentalidad: un producto del ego y de la siquis.” (Mellafe, 1994: 13)

Efectivamente, los desastres han marcado y marcan los procesos sociales y espaciales, no solamente con la destrucción física de bienes, pero como una des/re/construcción constantemente en juego, a través de las experiencias, a veces dolorosas o traumáticas, y las memorias de estas experiencias.

“El efecto síquico del terremoto es que un mundo físico que está perfectamente armado y equilibrado se deshace, se desarma, se produce un caos que es lo más antinatural que se puede concebir.” (Mellafe, 1994: 13)

La significación que se le otorga al acontecer infausto histórico para Mellafe marca formas sociales cotidianas (lo que él denomina “el carácter chileno”, expresión que rechazo aunque guardo los aportes en términos de búsqueda del impacto de los desastres en prácticas sociales) y asocia el habitar en Chile con ciertas dificultades por su territorio extremo. Esta significación permite otorgar o disminuir importancia al riesgo. Sería entonces una forma de habitar lo tremendo.

Ahora bien, emerge del acontecer infausto chileno una dialéctica molesta entre excepcionalidad y cotidianeidad. Los desastres irrumpen (son excepcionales) pero son recurrentes y la memoria y el riesgo asociado a estos se vuelven cotidianos. Los terremotos, por ejemplo, son frecuentes, son hechos banalizados al menos en toda la zona Centro-Norte de Chile, es decir al norte del punto triple, donde la sismicidad es mayor en términos de frecuencia y magnitud. Son tan banalizados que no se les llama terremotos (ni sismos) sino que temblores, achicando simbólicamente su potencial de impacto. No es que pasen desapercibidos (ya que no nos referimos a los terremotos de magnitudes tan pequeñas que no son perceptibles para la sensibilidad normal de una persona), sino que no impactan el ritmo cotidiano.

Con respecto a los otros terremotos (los mega terremotos para las científicas), la sismología establece que ocurren con periodos que podemos gruesamente estimar en 25 años en la zona Centro-Norte. Es decir que, a pesar de toda la incertidumbre asociada al entendimiento de los procesos geofísicos, sabemos que la “normalidad” establece que una persona experimenta varios mega terremotos en su vida, que podemos groseramente estimar entre tres y cuatro. Y a pesar de esta afirmación común –“la normalidad dice que cada persona vivirá al menos un mega terremoto, y probablemente tres o cuatro a lo largo de su vida”, o quizás por esta única certeza, los terremotos siguen generando miedo, angustia, pánico.

Esta dialéctica de lo excepcional y lo cotidiano se evidencia fuertemente en la irrupción del terremoto en prácticas cotidianas. Cada anuncio de “pronóstico de terremoto” en los medios de comunicación por expertas-auto-proclamadas es seguido por llamadas de pánico a instituciones científicas y públicas. Los relatos sobre vivencias de terremotos pasados son recurrentes en cenas y encuentros. En 2018, una teleserie dedicó una temporada a la ocurrencia y consecuencias del terremoto de Valdivia de 1960 y el episodio que recrea el día del terremoto generó éxitos de sintonías y de presencia en redes sociales (ver por ejemplo). Existe una bebida llamada Terremoto y sus variantes como la Réplica. El terremoto como memoria de eventos pasados o como riesgo se corporiza, por ejemplo, mediante las prácticas de evacuación o los gestos banales que se conocen para caso de terremoto, como ponerse bajo el marco de una puerta, alejarse de edificios, buscar el triangulo de la vida.

[1] Fotografía de una clase durante un simulacro de terremoto | [2] Fotografía del episodio del XX de la teleserie Perdona Nuestros Pecados | [3] Fotografía de dos terremotos, bebida popular

Por otro lado, si en los siglos XIX y XX aparece la mirada del desastre como resultante de un déficit de desarrollo que expertos -ingenieros y estadistas- pueden resolver, hoy entendemos que el desarrollo modernista -industrial, tecnológico, urbano- lejos de alcanzar la anulación del riesgo “natural”, ha contribuido a crear y aumentar nuevas formas de riesgo: contaminación de aires, suelos y mares, deforestaciones, impermeabilización de los suelos, pérdida drástica de biodiversidad, hoyo en la capa de ozono. Este riesgo ya no es el que genera el acontecer infausto, es decir un evento singular, espectacular, extremo que irrumpe la cotidianeidad, cuestionando las formas de habitar.

Conviven entonces miedo, angustia o pánico hacia ciertos tipos de desastres (principalmente terremotos y tsunamis), y una aceptación y hasta invisibilización de otros tipos de riesgo. Estas podrían ser estrategias para habitar el riesgo, tal como lo exploraremos ahora.

Memorias y olvidos como estrategias para habitar el riesgo

Los terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas, parecen marcar íntimamente, y más que otras amenazas, las habitantes con emociones de miedo, angustia y pánico. ¿Cómo habitar con estas emociones fuertes ligadas al territorio? Lo tremendo del riesgo pone en cuestión el habitar, por lo que, para realizarse, el habitar debe resolver lo tremendo a través de estrategias que permitan significar el riesgo y convivir con este.

Hemos esbozado algunos elementos que podrían ser estrategias de habitar el riesgo, como la invisibilización y negación de este. En estas estrategias, como seguramente en otras, la memoria y el olvido aparecen como mecanismos claves para que el habitar pueda realizarse. Entendemos aquí las diferentes formas de memoria y olvido como mecanismos selectivos, como formas de reapriopriarse lo que ya sucedió. El olvido no es entonces la negación de lo acontecido, sino que su transformación. (Altez, 2010)

Para Altez, la memoria (y el olvido) tiene formas individuales y colectivas, y éstas tienen formas conscientes y no, racionales y subjetivas:

“Y esto no depende siempre de la voluntad de la sociedad (tal como si ese colectivo operase al igual que un individuo o poseyese una personalidad similar a la de un sujeto), sino de las estrategias con las cuales se socializó a ese colectivo. En ello han participado todos los componentes de una sociedad, desde el Estado socializador y manipulador de conciencias, hasta la actividad de las propias comunidades con sus recursos de resiliencia.” (Altez, 2010:14)

Me detengo aquí para formular una idea, que puede parecer banal desde el psicoanálisis o la historia política, pero que es completamente contraria a lo supuesto en las numerosas teorías conceptuales de resiliencia. Efectivamente, si la resiliencia es un proceso del habitar en territorio de riesgo, el olvido parece haber sido una práctica fuerte de resiliencia en Chile. Ante un territorio percibido como infausto, los desastres aparecen como eventos traumáticos y el olvido sería un recurso que permite el habitar. Esta propuesta significaría una diferencia abismal con los modelos de resiliencia basados en las propuestas ecosistémicas de Holling (1973) y de las hipótesis asumidas por los modelos de resiliencia comunitaria (ver, por ejemplo, Cutter, 2008).

Si pensamos ahora en las estrategias de socialización de la memoria colectiva, se puede mirar por ejemplo las fórmulas que emplea el Estado para recordar desastres pasados. Recordar el desastre no es una tarea fácil para el Estado, en la medida que significa recordar su incapacidad de evitarla. Las conmemoraciones van desde misas anuales hasta placas conmemorativas y monumentos. De este modo, sería necesario plantear el análisis crítico de las formas de memoria impulsadas por el Estado. Por ejemplo, Nelly Richard (2010) se pregunta por el desplazamiento de significado de la palabra desaparecidos, a través de los discursos presidenciales, desde un término fuerte políticamente y referido directamente a las víctimas de detención y desaparición forzada de la Dictadura Cívico-Militar, hacia un término neutral y apolítico de las víctimas del terremoto y tsunami del 27F de 2010.

Las estrategias sociales de memoria y olvido ante eventos traumáticos han sido largamente debatidas en investigaciones relativas al impactos individual y colectivo de guerras, guerras civiles, dictaduras, y otros procesos violentos. Estas lecturas serían sin lugar a dudas pertinentes para continuar la reflexión esbozada aquí, pero han quedado fuera del alcance del presente trabajo.

Materialidades para habitar el riesgo: aportes de lo vernáculo

Si el habitar el riesgo se sustenta en estrategias de memorias y olvidos, proponemos indagar finalmente sobre la materialidad que adoptan estas estrategias.

Por un lado, el diseño, la arquitectura y la construcción vernáculas aparecen como la materialidad que toman memorias colectivas del habitar, porque “responden a las características del territorio y […] son el reflejo de la estructura social que los creó” (Jorquera, 2017). De este modo, lo vernáculo chileno incorpora el riesgo, por ejemplo, con la adopción de mecanismos sismorresistentes en viviendas de adobe o quincha tradicionales y contemporáneas (Jorquera, 2017).

Lo vernáculo, al estar en continua evolución, demuestra capacidades de adaptación intrínsecamente ligadas al territorio y al sistema social, que lo hacen ser una forma particularmente resiliente de construcción de hábitat (Dipascuale, 2014). Se evidencian diferentes medios de resiliencia de lo vernáculo: a través del diseño adaptado a las condicionantes climáticas (un ejemplo visualmente eficaz puede ser la forma de los techos, el espesor y la materialidad de las paredes), de la disposición y composición del asentamiento, del uso mixto de los espacios y el reforzamiento de lugares de lo colectivo, del uso de materiales adecuados de escasos procesos de transformación, de los sistemas constructivos, de la producción local y autónoma. (Özel, 2015)

Lo vernáculo plantea aquí lo que pareciera ser una contradicción: por un lado, corresponde a formas de habitar pre-industriales, sensibles a los cambios sociales y ambientales al punto que parece en vía de extinción ante una producción industrial moderna del hábitat y los ritmos acelerados de los procesos socioespaciales como las migraciones, la globalización, la urbanización; por otro lado, integra mecanismos de adaptación donde el territorio es una condicionante preponderante, que lo hacen ser una construcción sustentable.

Quizás lo que permitiría resolver la contradicción es olvidar brevemente la imagen rústica, de lo tradicional en lo vernáculo, es decir alejarse de imágenes de construcciones rurales en tierra, y permitirse una ampliación del campo de lo vernáculo hacia formas de construcción popular contemporáneas.

Antes de desarrollar este último punto, hacemos un paréntesis para reconocer otra forma social de memoria de desastres: las normas constructivas. Efectivamente, las normas de construcción en Chile (y otros países sísmicos como Italia, Japón, Estados Unidos) son una práctica de un cuerpo social bien definido -las constructoras, arquitectas e ingenieras civiles-, cuyo objetivo es incorporar la experiencia de un acontecimiento (generalmente sísmico) reciente. Las normas chilenas, además, están basadas en cálculos probabilísticos, lo que implica la consideración de un catálogo de eventos registrados, que representan justamente lo que para las ingenieras es importante recordar (en este proceso que sigue siendo selectivo), generalmente definido según variables de magnitud, intensidad, aceleraciones máximas, tipos de daños. Las normas son también el resultado de procesos de innovación, adaptación y memoria a través del hacer técnico, y el resultado de procesos de negociación entre diferentes actoras sociales (por ejemplo, las constructoras y el Estado).

Volviendo a nuestro punto, miramos ahora la autoconstrucción de viviendas populares durante el siglo XX. Tapia (2019) avanza la hipótesis de la incorporación en la vivienda autoconstruida de técnicas formales de la construcción. Las normas toman entonces una significación viva, reapropiadas por las habitantes en su construcción de un hábitat más seguro en zona sísmica.

Últimas reflexiones desde la quebrada de Tarapacá

En 2017 pude estar por primera vez en asentamientos de la Quebrada de Tarapacá -Usmagama, Laonzana, Chusmiza, Sibaya, Huaviña- donde los terremotos de 2005 y 2014 destruyeron prácticamente todas las iglesias de los poblados y muchas viviendas.

Las estrategias para la reconstrucción de las iglesias (lo patrimonial, según la valoración de las instituciones públicas, pero también lo que significaba algo particularmente importante según las discusiones con habitantes permanentes y ocasionales de dichos pueblos) diverge de la adoptada para las viviendas. Las iglesias debían ser reconstruidas y rápido, debían parecer de adobe pero no importaba cómo se construían ni se mantenían. Fueron reconstruidas según criterios del Ministerio de Obras Públicas y aprobación del Consejo de Monumentos Nacionales usando técnicas híbridas de hormigón armado y estructuras metálicas que permiten sostener las estructuras de adobe de fachada (una especie de trompe l’oeil, o de falsos históricos para las conservadoras), por empresas constructoras que no eran de la región y que se fueron al finalizar las obras. Las técnicas híbridas de materiales con propiedades de resistencia tan disímiles como el hormigón y el adobe son reconocidas hoy como muy vulnerables, y efectivamente al aplicarlas para la reconstrucción de iglesias destruidas por el terremoto de 2005, lo poco que quedaba de adobe original fue destruido por el siguiente terremoto de 2014.

Las casas tampoco fueron reconstruidas en adobe, sino que fueron reemplazadas por casas prefabricadas del Serviu que se pueden encontrar a lo largo de Chile, con techos de altas pendientes en una zona prácticamente árida. Los techos de las nuevas viviendas irrumpen la forma de habitar anterior de aquellos asentamientos, con una disposición en terraza de viviendas bajas que permitían una vista panorámica a toda la quebrada para todas las habitantes. Un programa del Estado también dotó de paneles solares para aportar de luz eléctrica a algunos de estos pueblos aislados. Al no pensar en una continuidad del programa y ante el costo importante de las baterías, hoy se ven casas con paneles solares inservibles.

Las técnicas de construcción en adobe no parecen perdurar en estos pueblos ceremoniales, prácticamente deshabitados salvo por personas ancianas jubiladas. Las casas del Serviu no generan un descontento generalizado. Y las economías locales se han desvanecido completamente en conjunto con la migración de las habitantes hacia sectores urbanos de Iquique y Alto Auspicio.

Y, sin embargo, no es que se evidencia un abandono completo de lo vernacular, sino quizás mutaciones hacia formas híbridas de entender la contemporaneidad. Aún lejos, las habitantes ocasionales se ocupan de la mantención de las iglesias, de las ceremonias y de mantener ciertas relaciones sociales. Parece existir un apego con la quebrada, y la mala reconstrucción de las iglesias generó descontento. De la misma forma que la globalización no ha significado un desaparecer de prácticas sociales más locales o particulares sino que una recomposición con formas globales (García Canclini, 1989), se puede leer esta recomposición en las prácticas del habitar. Por ejemplo, la migración (nacional e internacional) se asocia en la literatura sobre riesgo de desastres con la ruptura del conocimiento local, tradicional y territorial… pero, en Sibaya nos encontramos por primera vez en la quebrada con una escuela, donde buscamos a la pobladora que nos acompañara a visitar la iglesia. Esta señora cuenta orgullosa que la diferencia de Sibaya es que es un poblado donde aún hay vida, y que hay vida porque hay escuela, y que hay escuela porque hay niñas que han llegado, y que estas han llegado porque familias bolivianas han venido a trabajar los terrenos abandonados pero aún fértiles.

“Hoy concebimos a América Latina como una articulación más compleja de tradiciones y modernidades (diversas, desiguales), un continente heterogéneo formado por países donde, en cada uno, coexisten múltiples lógicas de desarrollo.” (García Canclini, 1989:23)

Los estudios sobre habitar el riesgo contemporáneo deben nutrirse de estas interrogantes, en particular sobre el aporte de las memorias y de los olvidos, para permitir una comprensión más rica de los diferentes procesos socioespaciales que coexisten en los territorios. Es por ello que hemos querido reflexionar sobre memorias y olvidos como como estrategias de habitar el riesgo. Estas miradas ciertamente enriquecerían los estudios actuales sobre riesgo y resiliencia en Chile y América Latina en la medida que aportan elementos novadores y basados en evidencia empírica a los desarrollos conceptuales actuales.

Referencias

Altez, R. (2010). Si la naturaleza se opone… Terremotos, historia y sociedad en Venezuela. Caracas, Venezuela: Editorial Alfa.

Cutter, S., Barnes, L., Berry, M., & C. Burton. (2008). A place-based model for understanding community resilience to natural disaster. Global Environmental Change 18, pp. 598–606.

Dipasquale, L., Ovali, P., Mecca, S., Özel, B. (2014). Resilience of vernacular architecture. En: VERSUS: HERITAGE FOR TOMORROW. Italia, Florencia: FUP Firenze University Press, pp. 64–73.

García Canclini, N. (1989). Culturas Híbridas. Estrategias Para Entrar y Salir de La Modernidad. México, México: Grijaldo.

Holling, C. (1973). Resilience and Stability of Ecological Systems. Annual Review of Ecology and Systematics. Vol. 4, pp. 1–23 https://doi.org/10.1146/annurev.es.04.110173.000245

Jorquera, N. (2017). El rol de lo vernáculo y el conocimiento local en la conformación de un hábitat residencial sustentable. En: W. Imilan, J. Larenas, G. Carrasco, & S. Rivera (Eds.), ¿Hacia Dónde va la Vivienda en Chile? Nuevos desafíos en el Hábitat Residencial, pp. 215–228. Chile, Santiago: ADREDE EDITORA.

Mellafe, R. (1982). Historia de las mentalidades: Una nueva alternativa. Cuadernos de Historia 2, pp.97–107.

Mellafe, R. (1986). El acontecer infausto en el carácter chileno: una proposición de historia de las mentalidades. En: Historia Social de Chile y América. Chile, Santiago: Editorial Universitaria, Santiago.

Onetto, M. (2017). Temblores de tierra en el jardín del Edén. Desastres, memoria e identidad. Chile, siglos XVI-VIII. Chile, Santiago: Ediciones de la DIBAM

Özel, B., Dipascuale, L., Mecca, S. (2015). Resilience and Intangible Heritage of Vernacular Architecture. En: C. Mileto, F. Vegas, L. García Soriano, & V. Cristini (Eds.), Vernacular Architecture: Towards a Sustainable Future, pp. 571–576. Inglaterra, Londres: CRC Press/Balkema.

Palacios, A. (2014). Antecedentes históricos de la “abogacía telúrica” desarrollada en Chile entre los siglos XVI y XIX. Historia Crítica, núm. 54, pp. 171–193.

Richard, N. (2010). Crítica de la memoria (1990–2010). Chile, Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales. 271 pp.

Rojas, S. (2018). ¿Es posible habitar en la contemporaneidad? Conferencia del Laboratorio de Arquitectura, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Santiago, Chile.

Tapia, R. (2019). Terremoto y Cultura Sísmica en sectores populares urbanos de Santiago de Chile. XII Congreso Chileno de Sismología e Ingeniería Sísmica ACHISINA 2019.

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