Huellas e imágenes en el habitar. La definición de Giglia en discusión con el psicoanálisis estructuralista

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18 min readMay 25, 2020

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Por Francesco Sepúlveda Cerda
Doctorante en Territorio, Espacio y Sociedad (D_TES), Universidad de Chile

En Amarcord de 1973, Federico Fellini plasma imágenes de su infancia en Rimini en el arco de un año de vida. El mismo título es una expresión dialéctica propia del norte de Italia cuya traducción literal sería ‘me recuerdo’. Este film ha tenido un impacto tal en la cultura italiana que se ha convertido en un vocablo en sí cuyo significado es ‘evocación nostálgica del pasado’ (La Repubblica, 2018). En esta temporalidad voluminosa del paso onírico de las cuatro estaciones, personajes casi arquetípicos de una pequeña ciudad de los años ’30 conviven orgánicamente a través de la fantasía del director.

The Rio della Salute. (Monet, 1908)

En la antítesis de una pretensión documentalista, el autor se narra en el entramado de la vida en la ciudad, tanto en la rutina como en la ruptura. Se narra pero está ausente, el rol protagónico está entre el tiempo, la ciudad y la interacción entre sus personajes como un todo. Este carácter crepuscular característico de Fellini se puede apreciar en el hecho de que si bien en la película aparecen los elementos geográficos clave de la ciudad (la playa, las llanuras, la arquitectura, el clima) el nombre de la misma no aparece en ningún momento, más aun, ninguna escena de la película fue filmada en la ciudad, fue toda reconstruida para que calzara mejor con los recuerdos e imaginación del director. En efecto, la ciudad de su infancia había irremediablemente desaparecido (en buena medida la segunda guerra mundial se encargó de eso), por lo que el testimonio no podía que ser subjetivo, fabulado. Aun así, por medio del arte, este recordar personal de una ciudad vivida trasciende el individuo y hace contacto con una dimensión del inconsciente asociada a la infancia de un espectador lejano, no necesariamente familiarizado con la ciudad en cuestión.

Cabe preguntarse entonces ¿dónde está esa ciudad? ¿Qué ciudad es recordada? Este particular estilo expresivo del mundo de las artes invita a reflexionar acerca de la relación entre el sujeto y el territorio desde un punto de vista fenomenológico.

En la experiencia del ser humano, la dimensión territorial y la sociocultural se construyen mutuamente, al respecto Conti sintetiza el pensamiento de Santos de la siguiente manera:

“el territorio no es exclusivamente un soporte material, sino que es también la materialidad misma de las construcciones sociales y sus disputas simbólico-materiales, que ciertamente constituyen la base para su (re)producción”
(Santos en Conti, 2016, p. 487).

En este sentido, la identidad es una de las construcciones sociales más relevantes para el ser humano que efectivamente tiene una fuerte relación con el espacio: “…el espacio es necesariamente parte integral de ese proceso de constitución [de la identidad] y también un producto del proceso” (Massey, 1999, p. 107). De manera muy sintética podría plantearse que el territorio es la articulación entre la identidad y el espacio, por lo que es una construcción tanto colectiva como individual compuesta por distintas dimensiones (Beuf y Rincón, 2017). Entre estas dimensiones puede contarse una histórica, simbólica, corporal y existencial -para mencionar algunas- que en su conjunto hacen territorios únicos e irrepetibles pero compartidos en complejas estructuras lingüísticas.

Esta imbricación necesariamente problemática entre el sujeto y el territorio, manifestada especialmente en los conflictos territoriales, si bien hoy en día es un postulado que recibe una mayoritaria aceptación a nivel teórico, ha sido un planteamiento innovador que ha tomado fuerza durante el último cuarto del siglo XX. Tradicionalmente, las ciencias sociales han abordado el estudio del sujeto social separado del territorio o viceversa. De acuerdo a Lindón (2009), ha sido el concepto de habitar que ha cambiado la forma de mirar la relación que los individuos establecen con el espacio, permitiendo hablar del actor territorializado. Por medio del concepto de habitar, la autora da cuenta de la profunda implicación mutua entre sujetos y espacios en la acción del cuerpo afirmando

“… que nuestro actuar en el mundo hace y modela los lugares y al mismo tiempo, deja en nosotros la marca de los lugares que habitamos”
(Lindón, 2009, p. 10).

Por otra parte, según Giglia, “El habitar es un conjunto de prácticas y representaciones que permiten al sujeto colocarse dentro de un orden espacio-temporal, al mismo tiempo reconociéndolo y estableciéndolo” (2012, p. 13).

Según esta definición, el habitar permite estructurar la experiencia del sujeto con el mundo que lo rodea, ubicándolo en un tiempo y espacio determinado que se actualiza en un aquí y ahora consciente. Como dice la autora: “reconocer un orden, situarse adentro de él, y establecer un orden propio” (2012, p. 13). La acción, la capacidad de agencia del sujeto que habita es entonces la principal clave para que él reconozca, lea y actúe en un espacio que, a su vez, le restituye su ubicación como sujeto (Giglia, 2012).

Siguiendo la idea de un individuo que actúa en el espacio, vale la pena preguntarse si el sujeto puede decidir ‘no habitar’ o dejar de hacerlo, si puede reconocer un orden pero no aceptarlo, y por lo tanto negarse a participar de una determinada construcción identitaria de un espacio. Giglia no entra en la descripción de la génesis del sujeto, es decir, en cómo y en qué condiciones el sujeto adquiere la capacidad para realizar este posicionamiento. Considerando que tanto el sujeto como la realidad que habita son construcciones y por ende presentan condicionantes y determinantes relativos, resulta evidentemente difícil afirmar si el sujeto tiene o no esa posibilidad de decisión de acuerdo a la posición de Giglia. Sin embargo, es un elemento relevante para entender el posicionamiento de la autora.

La construcción del sujeto se arraiga sin duda en la primera infancia, momento de la vida en el que la experiencia media una relación no natural entre el sujeto y el mundo. Este experienciar es según Tuan una forma para sobreponerse a los peligros asociados a lo novedoso y aprender de aquellos (1977). Según el autor, los sentidos y la acción kinestésica son aquellos componentes que permiten al infante conocer el mundo y organizarlo de manera espacial durante sus primeros años de vida (Tuan, 1977). A modo de declaración, el autor plantea de la siguiente manera la correspondencia fenomenológica entre percibir y organizar espacialmente el entorno: “Human spaces reflect the quality of the human sences and mentality. The mind frequently extrapolates beyond sensory evidence” (Tuan, 1977, p. 16).

Esta última declaración comparte con Giglia el supuesto de una relación transparente entre sujeto y espacio, organizada en una temporalidad lineal de la presencia.

De manera contrapuesta, quiero volver sobre la definición de Lindón y la idea de que si bien los individuos intervienen los lugares modelándolos, estos a su vez ‘marcan’ a los individuos, es decir, dejan una huella en ellos.

El psicoanálisis como herramienta analítica ofrece una interpretación más cercana a esta última línea argumentativa. El elemento fundante de esta metateoría es la existencia de un inconsciente, el cual está en un permanente diálogo conflictivo con la realidad. Este fundamento del psicoanálisis, a saber que el ser humano no es dueño de sí mismo, representa también desde finales del siglo XIX su principal diferenciador de las ciencias en general y de las ciencias sociales en particular modo. Existen múltiples corrientes al interior de este campo del saber, varias de las cuales son irreconciliables por las diferencias de supuestos asociados al inconsciente. Es entonces preciso señalar que abordaré el concepto de huella e imagen al interior de la propuesta estructuralista freudiana lacaniana para dar cuenta de una forma alternativa de entender el habitar.

A lo largo de su producción teórica Freud ha desarrollado la noción de espacio de manera fragmentada al referirse a la estructuración del ‘yo’ y a la topología del sistema psíquico. En un segundo tiempo, Lacan relee a Freud en clave lingüística y sigue los pasos de este en relación a la espacialidad.

Cuando Freud explica cómo el ser humano internaliza las imágenes que capta del mundo (Tuan hablaría de impresiones) plantea una duplicación representacional de un contenido que deja una huella en dos registros simultáneamente, uno consciente y otro inconsciente, los cuales están separados topológicamente (Freud, 1915). Estos dos registros funcionan paralelamente, pero en dimensiones temporoespaciales diferentes que están separadas por la represión. El inconsciente será el registro que gestiona las ausencias fuera de un tiempo cronológico y un espacio topográfico, mientras que el consciente será aquel registro que media las presencias tanto de la estimulación externa como de las pulsiones internas. El sistema consciente surgiría por la necesidad de autoprotección de la estimulación del individuo en sus primeros meses de vida, pasando de la indiferenciación a la identificación como sujeto. Lo interesante de este planteamiento es que la vida psíquica se desplaza de la tradicional separación entre interior y exterior para situarse entre lo consciente y lo inconsciente, o lo que está presente y lo que está ausente. Es debido a esto que los sueños como manifestaciones de deseos inconscientes adquieren importancia para el psicoanálisis: ellos dan cuenta de una realidad latente, imposible de ser traducida fielmente, en el que se condensan los objetos por la superposición (algo puede ser y no ser o ser varias cosas a la vez) o se desplaza su valor en la dimensión espacio-temporal (algo importante aparece como periférico o viceversa). Estas son las dos operaciones lógicas que rigen en la dimensión del inconsciente.

Por su parte, Lacan realiza un giro relevante en el estadio del espejo cuando describe la primera identificación en el mundo por medio de la imagen en el espejo. El autor explica la primera superación de la desarticulación básica tanto del cuerpo como del espacio, es decir, la indiferenciación inicial del infante. Una superación prematura y ortopédica en la medida en que aparece tempranamente en el desarrollo infantil y no es definitiva. Gracias a la imagen en el espejo, el infante se precipita en una primera identificación con ese reflejo allá afuera, capta la súbita pero frágil totalidad de su cuerpo proyectado y las escenas fugaces que lo enmarcan bajo el mandato Otro de ‘tú eres eso’ (Lacan, 1949). El mundo adquiere una coherencia inicial de impresiones todavía inestables y superpuestas al ‘yo’; solamente el rol del significante logrará fisurar estas imágenes para entramarlas, ya parciales, a una estructura Otra, ajena y vinculante (Torres, 2016), la estructura lingüística del inconsciente.

A partir de esta posición, el mundo se organiza imaginariamente en una ficción producto de la enajenación primera del infante. De otra manera, durante la infancia el primer habitar se produce en una imagen devuelta, organizada pero disociada del ser, permaneciendo la realidad del cuerpo inalcanzable sino por ese ejercicio de verse en otro.

De acuerdo a este enfoque, tanto la estructuración del espacio físico como la del cuerpo avanzan paralelas a la formación de un espacio psíquico desplegado entre lo intra y lo extra, en el que lo que ocurre afuera del individuo es al mismo tiempo lo que ocurre en su interior[1].

En este sentido, sería imposible que un sujeto deje de habitar, menos que lo haga voluntariamente. Lo que sí ocurre es que no todo está representado para un sujeto, porque si frente a la inmediatez de la imagen no hay representación más evidente, en el acto de traer al presente una huella, algo permanece ausente, recluido necesariamente en la dimensión del inconsciente, esto es: la irrepresentabilidad del deseo que hace del sujeto un ser irrepetible con un lugar en el mundo. Este lugar específico condicionado por esta mirada, hace del mundo también una construcción específica, por lo que la construcción social colectiva es un entramado con miradas superpuestas, convergentes, contrapuestas sobre la que se habla de identidades articuladas discursivamente.

El habitar desde un punto de vista psicoanalítico es afirmarse de una ficción para constituirse como una unidad diferenciada y aun relacionada con el mundo, es decir, habitar es identificarse con huellas de objetos ausentes, fantasmales. Esto no quiere decir que el ser humano vive en un espacio abstracto, menos aún privado. Los objetos del mundo y los espacios poseen una materialidad innegable que es al mismo tiempo inaccesible de manera directa por su carácter inconsciente; el mismo cuerpo humano, constituido por procesos radicalmente ajenos al yo, solamente es comprensible a partir de la coherencia imaginaria que lo unifica y diferencia del resto de los objetos como planteé anteriormente.

Las impresiones del mundo, del cuerpo y del yo captadas a partir del estadio del espejo adquieren relevancia en la medida en que si bien fueron efímeras para la consciencia, permanecerán en el inconsciente, reprimidas, pero con un rol determinante en relación a las siguientes identificaciones que el sujeto realizará a lo largo de su vida.

El hogar que describe Sabato en la cita inicial es entonces ese primer espacio seguro en el que uno se reconoce y se refugia habitándolo, es la madre contenedora en la que uno es por vez primera, más allá de la cual está el caos. Ese hogar primero, cálido y familiar con el que el personaje se identifica está perdido irremediablemente en la historia, de él solo aparecen manifestaciones parciales, ecos lejanos de fantasmas que habitan los objetos y los espacios dándole cualidades como ‘frío’ o ‘cálido’. El sujeto habita en sus ausencias proyectadas, y por solo es extranjero cuando el mundo que experimenta también lo es, vaciado de familiaridad, independientemente del conocimiento consciente que se tenga. Así, el habitar conlleva sensaciones sutiles en las descripciones asociadas a la cualidad de la vivencia subjetiva de un cuerpo que se hace presente. Por este motivo me parece acertado el remate de la cita que contrapone una construcción identitaria dura, disciplinaria, impuesta desde arriba, a una identidad delicada e íntima, arraigada territorialmente desde un amor maternal pretérito.

Lo anterior entra en contraposición con la posición de Giglia cuando argumenta que “el extranjero es citadino por excelencia. En la ciudad el desconocido es digno de ser tratado civilizadamente (porque todos son de una u otra manera extranjeros en la ciudad)” (2012, p. 53). Los códigos de la ciudad son leídos desde lugares distintos. En la ciudad algunos son más extranjeros que otros, no tanto por su condición de ser sino por el lugar que están ocupando en ese momento como sujetos o por su lugar de origen.

El habitar urbano, a mí parecer, es muy abundante en cuanto a representaciones por estar ligado preponderantemente a la masificación de la lectoescritura como código universal. Además de las múltiples normas implícitas, en las ciudades existen una infinidad de normas e informaciones escritas en carteles, señaléticas, mapas de recorridos, anuncios, etc. por lo que leer los códigos de la ciudad deja de ser -en buena medida- una metáfora. Más, la utilización de signos universales o con traducción al inglés para extranjeros que se suponen que manejan ese idioma, no es otra cosa que una sucesiva abstracción de la ciudad para hacerla más legible aun. Una ciudad más inclusiva e universal para aquellas personas que comparten esa lógica, pero al mismo tiempo más violenta al borrar de la experiencia histórica de los territorios que los hace más propios y de valor particular. Es ahí donde se instala el malestar de Sabato en una ciudad que trata pulir, limar a la subjetividad de sus lugares y que extravía al individuo por no lograr sujetarlo. De una manera diferente, Fellini rasga intencionalmente la realidad obtusa de su ciudad natal, esa realidad constituida por códigos civilizatorios, estandarizados y estandarizantes, recomponiéndola con la densidad de sus fabulaciones, habitándola con sus fantasmas personales que por medio del arte se vuelven universales. Ambos autores habitan la ciudad desde la memoria, pero con posiciones subjetivas muy diferentes, dando cuenta, a mí parecer, no solo de la indisociabilidad del sujeto y el espacio, sino también de una dimensión Otra, un espacio psíquico inconsciente formado por huellas que construyen la ciudad como desencuentro entre sujetos y espacios.

Ubicándose en algún punto entre las posiciones polarizadas de los dos autores, aquella persona que ha vivido en una ciudad puede rencontrarse (identificarse) con algunas o varias imágenes estándar (códigos) cuando viaja a otra ciudad. Este habitar con cierto grado de independencia del territorio pareciese buscar responder a necesidades funcionales de los individuos modernos productivos. Sin embargo, el indígena que ha crecido en sus tierras ancestrales probablemente se sentirá más extranjero por ser y estar en un espacio ajeno, no familiar, más allá de la comprensibilidad de los signos[2].

De igual manera, en las ciudades hay algunas personas que son más desconocidas que otras para un citadino al habitar el espacio de manera alternativa (por ejemplo el mendigo, el vagabundo, el okupa, el discapacitado, etc.). Más aun, los fantasmas de un habitante siempre difieren del de otro por lo que lo familiar podría rencontrarse en un lugar inesperado, y de igual manera lo no familiar podría estar allí donde se supone que debería haber una familiaridad invisibilizante. En estas rupturas, el espacio aparece junto a un cuerpo, ambos en jaque por una demanda que se hace consciente, una demanda por un habitar que requiere un ajuste. Un simple ejemplo de esto es cuando alguien dice: ‘siempre paso por aquí y nunca me había fijado en eso’, es decir, la realidad consciente de los objetos y espacios es interrumpida por una dimensión inconsciente que se abre y se cierra constantemente a la percepción, a la consideración, y finalmente a la decisión.

En relación al habitar con el otro en la ciudad y siguiendo con la argumentación de Giglia (2012), lo que presenciamos cuando utilizamos los códigos asociados a la interdependencia cotidiana con totales extraños es una serie de supuestos que permite representarnos en la realidad urbana, supuestos imaginarios que nos previenen de la absoluta falta de control acerca de nuestras condiciones y posibilidades, supuestos como ‘esa persona es igual a mi’, ‘esa persona hará lo mismo que yo en esta circunstancia y viceversa’.

El ser humano habita allí donde se reencuentra tanto con otros como en el espacio, donde los códigos familiares nos reubican como sujetos. Sin embargo, ¿qué hace que las cosas sean familiares? La repetición de las percepciones en torno a un objeto, podría ser lo que otorga estabilidad, predictibilidad y seguridad en la exploración del mundo. Como señala Giglia: “La relación reiterada con cierto espacio lo transforma en algo familiar, utilizable, provisto de sentido, en una palabra domesticado” (Giglia, 2012. p. 16). La idea de repetición de las impresiones puede complementarse con su valor significante en la biografía del cuerpo del individuo. Al respecto Lindón escribe: “las prácticas espaciales, los significados, las emociones y la afectividad integran una trama compleja que se extiende experiencialmente, y dentro de la cual se desarrolla la biografía del sujeto” (2009, p. 13). Dado que las percepciones están asociadas a un cuerpo que se desarrolla a través de experiencias ordenadas de manera no lineal en el inconsciente, las primeras experiencias perceptuales (identificaciones) condicionarán a las siguientes y viceversa. ¿Acaso no presentan las manifestaciones artísticas ese eco que conecta subjetivamente el cuerpo del espectador con representaciones no previstas, abruptas de la realidad en una dimensión histórica a veces ajena a la evolutiva?

La infancia como hogar privilegiado de la subjetividad, habita al mismo tiempo el pasado, el presente y el futuro en el inconsciente, y por ese motivo es posible rencontrar a la infancia, siempre difusa por la condensación y desplazamiento, en sus manifestaciones.

Considero que la frase de Fellini “el único verdadero realista es el visionario” da cuenta de una profunda comprensión del sentido del habitar en el inconsciente, en la infancia imaginada. Es por este motivo que el director no buscó de manera arqueológica allí dónde las cosas ocurrieron, por eso utilizó tan solo plástico para representar el mar en una de las mejores escenas del film, él sabía que esa infancia estaba en otra parte, y que explorando por medio del arte esa dimensión del inconsciente podía finalmente convocar los fantasmas de un espectador de otra latitud del mundo, capaz de compartir una misma realidad socialmente construida en lo que denominamos un recuerdo.

Los densos entramados de representaciones imaginarias y simbólicas que tienen cierta permanencia en el tiempo constituyen las manifestaciones culturales de una sociedad. Estos entramados, de acuerdo a la corriente psicoanalítica aquí planteada, son muchas veces conflictivos dado que las unidades imaginarias son todo o nada, no pueden convivir sin perder su unidad, su entereza. El otro en este sentido interrumpe las imágenes ‘propias’ con las ‘suyas’, ajenas e irreconciliables. Es por este motivo que Lacan menciona la agresividad destructiva o autodestructiva frente al espejo como la imposibilidad de compartir el mismo espacio[3] (Lacan, 1949).

Efectivamente como señala Giglia (2012), la ciudad es un escenario interesante para entender cómo las personas logran convivir en la diferencia, cómo logran imbricar significantes e imágenes en configuraciones capaces de mantenerse dinámicamente en el tiempo. El estudio del habitar y el convivir como dimensiones esenciales de la relación sujeto-espacio, resulta significativo en aquellas metrópolis en las que los contrastes son sobresalientes (como por ejemplo las ciudades latinoamericanas).

Sin embargo, los contrastes en época de globalización también pueden encontrarse en los distintos asentamientos indígenas y en el mundo rural. A pesar de que Giglia plantea que:

La sociabilidad urbana implica por un lado la urbanidad en el sentido de código de los buenos modales y vehículo de la distinción social, y por el otro alude a la civilidad como forma de comportamiento apropiada para estar en el ámbito público, esto es, para compartir la ciudad (2012, p. 50).

Considero que lo que existe en estos territorios son formas diferentes de sociabilidad, de civilidad, alternativas al imaginario urbano occidental dominante. En este sentido, este podría ser una buena forma de representar la agresividad del ‘o yo o tu’ del estadio del espejo: civilización o barbarie en vez de civilización y barbarie.

La ruptura de esta disyuntiva desde un punto de vista psicoanalítico se fundamenta a partir del hecho de que ningún imaginario finalmente es perfecto, siempre hay un punto ciego, una falta, y por lo tanto, un deseo inconsciente que moviliza. Esta movilización del deseo será en último término la que otorga el carácter dinámico a una cultura para su producción y reproducción en la acción práctica.

En este sentido, el habitar indígena presenta cualidades relevantes a tomar en consideración que cuestionan ciertas categorías teóricas occidentales que, por lo tanto, necesariamente debiesen ser revisadas. Un ejemplo de esta diferencia en el habitar podría ser el valor de la territorialización del lenguaje en el mundo mapuche. En el acto de estar presentes en el territorio, de prestar atención a los mensajes de la naturaleza, la realización del ül puede interpretarse como la re-flexión de la tierra sobre sí misma por medio del canto. Un canto que sitúa al individuo en un territorio que es parte de su cultura, no ya como una huella, sino como una copresencia. A esto se pueden sumar las distintas reivindicaciones indígenas por el territorio en distintos países de Latinoamérica. En ellas no se busca rescatar una representación del territorio, sino su propia forma de vida con el territorio, una identidad sociocultural y física que solamente vive a través un determinado territorio (Escobar, 2010).

Cómo he revisado brevemente en este ensayo, la metateoría psicoanalítica explica la relación del sujeto con el espacio desde la relación entre lo consciente y lo inconsciente, y dando un valor explicativo preponderante a este último. Sin embargo, como es entendible a partir de la misma posición psicoanalítica, también presenta puntos ciegos. A pesar de tener un enorme poder explicativo, el psicoanálisis se contextualiza en la sociedad europea burguesa del siglo XX buscando intervenir en el malestar de esta, a saber, la neurosis. Es por esto que presenta limitaciones y dificultades para ajutarse o simplemente dar cuenta de estas formas diferentes de habitar.

En este sentido, me pregunto acerca de la diferencias en el habitar entre las tradiciones que se sustentan en la oralidad en contraposición a las que se sustentan en la lectoescritura. No pienso con esto que las culturas basadas en la lectoescritura sean una evolución de las culturas basadas en la oralidad. Además, no se puede desconocer la intervención de otros procesos clave que puedan arrojar luces acerca de las formas del habitar como por ejemplo la modernización asociada a los cambios sociotecnológicos, la globalización como cambio en las relaciones entre local y global, y la acumulación del capital en la consolidación de los procesos capitalistas para mencionar algunos.

Si de todas maneras utilizamos a manera de proyección el recurso provisorio de la contraposición entre oralidad y lectoescritura (cuya función puede analogarse a la de otras dicotomías como centro-periferia, formal-informal, moderno-premoderno) ¿Será que la primera se asocia a un ‘ser/estar presente en un territorio’ por parte del sujeto y la segunda a un representar el territorio para hacerlo accesible desde construcciones socio-espaciales diferentes y fragmentadas? ¿Serán sólo parte de un mismo proceso del habitar que instala el cuerpo del sujeto en una determinada forma en el espacio? Si es así ¿cuáles son los factores que llevan del habitar en la presencia al habitar en la huella? Creo que es necesario dar cuenta teóricamente de las diferentes formas de identificación territorial más allá de lo que ocurre en las ciudades o en el mundo occidental, buscando de esta manera dar cuenta de la diversidad de procesos asociados al habitar.

Notas

[1] Es particularmente decidor el último monólogo del film Memento (2000) acerca del sentido asociado a la reconstrucción psíquica del mundo: “I have to believe in a world outside my own mind. I have to believe that my actions still have meaning, even if I can’t remember them. I have to believe that when my eyes are closed, the world’s still there. Do I believe the world’s still there? Is it still out there?… Yeah. We all need mirrors to remind ourselves who we are. I’m no different”

[2] Como ejemplo de una lógica diferente a la occidental, en Nepal, al poco tiempo después de haber instalado semáforos en la capital buscando modernizar a la ciudad, el gobierno decidió retirarlos porque ‘eran muy fríos’, prefiriendo volver a poner personas a dirigir el tráfico, bastante caótico para los turistas occidentales.

[3] Baste recordar como ejemplo la famosa línea de Robert De Niro ‘You talking to me?’ en Taxi driver de 1976.

Referencias

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