Atrévete, aquí te espero

Ediciones SK
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5 min readDec 16, 2014

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Capítulo 5 de David J. Giménez en Ediciones SK

Me lo jugué a cara o cruz, un sistema decisivo, pero al mismo tiempo inofensivo, para tomar decisiones irrelevantes. Ganó el caso de la secretaria anti-estrés, así que primero comprobé la localización del chaval, luego esperé a que ella saliera de la oficina y se acercase hacia donde él se encontraba y donde yo aparqué a escasos veinte metros. Conozco muy bien estos casos y con este no tenía ninguna duda.

Me adelanté lo suficiente como para comprobar el terreno y buscar el mejor punto para no ser visto, pero ese tiempo jugó en mi contra. Un insoportable abatimiento me aplastó mientras esperaba sentado en el coche. No conseguía dominar mis párpados y tampoco los efectos secundarios de los garbanzos. No era necesario preguntarse a qué era debido este decaimiento: casi dos días sin dormir, acompañados de dos intentos de asesinato, una moderada resaca, he tenido peores, por supuesto, y unos garbanzos que agolpaban todas mis pocas reservas de sangre en el estómago.

Eché un vistazo al reloj de pulsera para comprobar de cuánto tiempo disponía, pero lo tuve que mirar dos veces para asegurarme de si el segundero tenía vida propia o solo lo fingía. Se había entregado a los espasmos agónicos pre-mortem. Poco fiable, por lo que miré el reloj del coche; las menos tres horas y, al parecer, nueve sillas. El último número no lo tengo claro todavía. Nada fiable.

Me arriesgué y salí para acercarme a la farmacia más cercana. El reloj que ofrecía la cruz luminosa me daba unos doce minutos de margen. Aproveché la soledad del establecimiento para pedir, sin ambages, una caja de Modafinilo al pimpollo que me miró absorto e inocente, esperando la receta. Le posé ochenta euros en la mesa acristalada, esto para el Modafinilo, le dije, y después, con la otra mano, otros cincuenta, y esta es la receta, volví a decir, clausurando el trato. Para el pimpollo debía ser una práctica habitual, pues no dudó ni un segundo. Salí de la farmacia con una pastilla en la boca sin saber con qué empujarla gañote abajo. Me quedaban cerca de ocho minutos de margen.

Me acerqué al supermercado que se encontraba una manzana más alejado del coche y escogí la botella pseudo-verde que más confianza me infundía. Aguanté a darle el primer trago en el coche, me sobraron escasos dos minutos. En ese tiempo, los párpados seguían empeñados en cerrar el chiringuito. Respiré profundo un par de veces, agarrándome con fuerza al volante, dispuesto a despertarme como fuese y, cuando ya me disponía a sacudirme un bofetón, apareció la secretaria anti-estrés con su flamante utilitario biplaza, regalo de su cornudo marido. Poca idea de esconderse tenía la pobre.

El chaval le esperaba en un Holiday Inn, al otro lado de la ciudad. Aunque yo le vi relajado, él estaba esperando, tumbado en la cama de la habitación, mirando el televisor pero, al llegar ella, me sorprendí, pues la terapia anti-estrés que ella emprendió al llegar, sin demora alguna, me demostró lo equivocado que estaba. No podía saber esconderse, ni mantener una relación clandestina. Pero el estrés lo succionaba con maestría, digna de la orden de las tigresas blancas.

Después de conseguir con facilidad el reportaje fotográfico necesario para cerrar el caso, me quedé en el coche un tiempo más, esperando a que saliesen. Me gusta el trabajo bien hecho y unas fotografías de alguno de ellos saliendo del hotel, completaría el reportaje. Es una manía que tengo.

Me desperté tres horas más tarde sin saber cuándo me dormí. Los ciento treinta euros peor invertidos. Me tomé otra pastilla y salí corriendo hacia la casa del cornudo número dos. Me quedaba poco más de una hora antes de que este llegase del trabajo. Con toda seguridad, había perdido la oportunidad de cerrar los dos casos en el día.

Cuando llegué al apartamento, este estaba vacío y a oscuras. Tomé la decisión de esperar la llegada del segundo cornudo, por si unos minutos antes llegaran los amantes pecadores representando una escena cariñosa. No fue así.

El efecto deseado de las pastillas funcionó. Sufrí algunas taquicardias durante la guardia, que palié con un par de golpes en el pecho y un trago largo de la botella pseudo-verde, pero nada que alguien preparado no pueda superar. Es justo que haga mención a este remedio con más detalle: tomé la decisión de dejar las anfetaminas antes de que estas me dominasen y atendí a las recomendaciones profesionales que aconsejaban el Modafinilo. Parece ser que causan una menor adicción.

La soledad de las guardias nocturnas, donde no debes llamar la atención ni distraerte, nada de luces, ni entretenimientos como música, radio, lecturas varias, con o sin fotografías, son eternas, minantes. Debería tener un compañero, pero trabajo mejor solo. Siendo sinceros, nadie quiere trabajar conmigo. Como habréis comprobado, no suelo caer muy bien. La genialidad suele ser la gran incomprendida y hasta la odiada por la obtusidad del vulgo. También llamada envidia.

Oscureció de repente. No podía fiarme del reloj de pulsera ni del del coche, pero asumí, a partir de varias mediciones, combinando el tiempo sidéreo y el tiempo solar, descontando el cambio horario y ponderando el resultado, que eran aproximadamente las once de la noche. Así que recogí el campamento y me dirigí hacia el despacho. Aparqué algo lejos de él y tuve que caminar unos diez minutos antes de llegar. Me sobrevino una sensación de desamparo al recordar ese deseo ajeno e ignoto de acabar con mi vida. Era, además, explícita la urgencia que tenía ese desconocido de terminar el trabajo y que me seguía de cerca. Haber pasado el resto del día ajeno a esta constante amenaza me acoquinó ligeramente y aceleré el paso. Necesitaba descansar antes de la siguiente embestida.

En el portal del edificio, saqué el revólver y me quedé un tiempo en el rincón más oscuro, hasta que mi vista se acostumbró y subí las plantas sin encender las luces. En el ascenso, sufrí una taquicardia que tuve que superar a bocanadas de aire silenciosas en un rincón de la segunda planta. Tardé tres veces más de lo habitual, abrí con cuidado la puerta, observando cada rincón de la escalera, cerré girando la llave tantas veces como me permitió, deslicé el pasador que nunca había usado y me ovillé sobre la cama desplegada del sofá junto al escritorio, sin descalzarme. Como dije, las pastillas funcionaron con eficiencia. Tardé dos horas en dormirme, pero no me moví ni un ápice.

El sonido de una bocina me despertó, pero seguí en la cama. Unos segundos más tarde, todos los interfonos sonaron. El mío y el de los vecinos. Alguien contestará, pensé, y volví a dormirme.

Unos minutos más tarde, sonó el timbre del despacho. Si era importante, volverían a llamar. Y así fue, volvieron a llamar. Me levanté, me atusé el pelo y golpeé con las palmas la gabardina. Colombo estaría orgulloso de mí, parecía una cama desecha. Ojeé por la mirilla y sólo veía una forma blanquecina. Me froté los ojos, esperando disolver esa telilla que transluce la vista por las mañanas, y volví a ojear por la mirilla. Seguía viendo la misma forma blanca e, inconsciente de mí, abrí la puerta.

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