Atrévete, aquí te espero

de David J. Giménez en Ediciones SK

Soy Jaime Pina Quilla, detective privado. A diferencia de a lo que estáis acostumbrados, no tengo un amigo en comisaría, las mujeres no me acaban de encontrar el sex appeal que me rebosa por los poros de la piel, no fumo pero bebo y, no como muchos otros detectives, tengo una mente analítica brillante, aunque a veces me quedo inmerso en detalles sin importancia.

Como no tengo un Watson que me acompañe, he tomado la decisión de relataros yo mismo mis últimas experiencias, tal y como me van sucediendo. Y he tomado esta decisión a raíz de lo sucedido esta mañana, que ha hecho que me plantee muchas cosas.

Capítulo 1

La presión no me dejaba respirar. Me encontraba tan desubicado y, a la vez, tan apelmazado que, al principio, no sabía dónde se ejercía tal presión sobre mi cuerpo, hasta que intenté aspirar una gran bocanada de aire y me encontré con la boca bloqueada. Estaba desocupada y cerrada, pero no había forma de abrirla, así que probé de hacerlo con la nariz, aunque siempre deseé aprender a respirar por las orejas. Hasta ahora, no me pareció necesario. Durante el primer intento, tuve la falsa sensación de que realmente conseguía recolectar breves partículas de aire. Pero, fuese cierta o no esa sensación, no podía seguir a ese ritmo, moriría antes de acabar de llenar mis pulmones, así que, el momento de empezar a reunir cantidades ingentes de pánico hasta rebosar o, como se suele decir, cundir, llegó.

Inicié un movimiento pélvico que me ayudó a descubrir que tenía manos y pies atados. Por el sonido ahogado y distante que percibía, como si mis pies estuviesen a kilómetros de distancia, parecía tratarse de unas esposas, pero fue un pensamiento fugaz, tenía cosas más importantes en las qué pensar, pues me estaba ahogando.

Entonces, seguí moviéndome tanto como la presión general, la falta de aire, las presuntas esposas de mis pies y lo que fuese que me estaba agarrando las manos me permitiesen. El insignificante balanceo que conseguí al principio fue aumentando en proporciones ridículas, acuciando mi asfixia. Al balanceo número siete u ocho, vislumbré un resquicio de luz fugaz. El objeto pesado y blando que me oprimía tenía grandes dimensiones. En el balanceo décimo u onceavo, el resquicio me dio algo de aire y esperanzas. El informe objeto que tenía sobre mí cedía, pero sólo si mantenía el ritmo que hasta ahora había conservado. Al quinceavo balanceo, el peso quedó en equilibro unos segundos hasta que se desplomó en el suelo, ofreciendo un sonoro estruendo a los vecinos y un susto de muerte por hundimiento a los que residiesen bajo nosotros.

Me encontré sudoroso, enrojecido y desnudo sobre una cama desconocida en un apartamento, recargado, viejo y diminuto. La decoración era lo que un mal desodorante a un sobaco poco aseado. Respiré hondo varias veces para recordar cómo se hacía y hasta pensé en descansar un poco, pero la curiosidad pudo conmigo y observé todo lo que quedaba a mi alcance visual para hacerme un par de conjeturas rápidas. Algunos lo llamarían defecto profesional; otros, no metas las narices donde no te llaman. Me gusta pensar que soy de los primeros. Pero bueno, en este caso, desnudo y en una cama ajena, creo que me puedo permitir ciertas licencias.

Después de observar algunos artículos de lencería y fotografías varias, repartidas ambas de forma estratégica por la habitación, deduje, con habilidad forense, que lo que me oprimía la boca debían de ser un par de pechos de la talla Titanic, como poco. Esa primera y ágil conjetura la sostuve con firmeza al recordar el peso y consistencia del cuerpo que había tenido sobre mí unos minutos atrás. Por los pliegues que mi piel enrojecida representaba, pude imaginar que llevaba algún tiempo debajo de este prodigioso ser y, con seguridad, que todo este teatro tenía que estar preparado. La molestia tomada era increíble.

Todo el mundo que me conoce sabe que no suelo frecuentar estas compañías, pero no soler no evita el nunca, así que debía de haber alguien que deseaba mi muerte. Eso sí, esta debía ser ridícula y llamativa. En ese momento, me puse a repasar mentalmente quién debía desearme tan morboso final e inmediatamente opté por aplazar tamaña averiguación. No por lo complicada, ni mucho menos, sino por lo extensa. Era más urgente que evitase satisfacer al retorcido homicida escapando de la ridícula trampa que me había preparado y que, al menos esta vez, no le funcionó. No es que lo esperé, pero el tipo le esté poniendo interés desde el principio.

Así que comprobé la robustez de la cama que, después de todo, para albergar en ella todas las noches a ese portentoso ser, delicada no debía ser. A pesar de su apariencia destensada, hasta suplicante, era a prueba de toda catástrofe natural. Descartada esta alternativa, comprobé los agarres de las esposas de los pies y las cuerdas las manos. Nada. Y doy fe de que me dejé parte de la dermis y hasta diría que de la epidermis intentándolo.

Recursos como el grito de socorro o la espera salvadora no acababan de cumplir el requisito principal que me había propuesto, es decir, que nadie me viese en pelotas en este cuchitril acogedor, a punto de ser ejecutado por aplastamiento. Así pues, inicié mi proceso creativo patentado, en el que exprimo mis dotes intelectuales al máximo, revisando cada película, serie y libreto que ha pasado por mis ojos y lo combino con un fuerte sentimiento de desesperación mientras estrangulo el esfínter. Tuve varios momentos de lucidez donde se atisbaban retales de buenas ideas, pero no conseguía concentrarme el suficiente tiempo. Aún tengo que pulir el método antes de comercializarlo.

En uno de estos intentos, una especie de gorgoteo me desconcentró. En ese momento, perdí el control, dominado por la desesperación autoinducida, como parte del método que confeccioné, y grité varias blasfemias y un padre nuestro. Hace algún tiempo, puliendo el método, sentado en un banco público, con el fin de ensayar en un entorno lleno de distracciones, se me confundió con un enfermo del síndrome de Tourette, sufriendo un episodio transitorio. Bueno, dejemos de hablar de mí.

En realidad, el gorgoteo era más bien un murmullo. Enmudecí, tratando de resolver este nuevo misterio cuando, de repente, una mano se posó sobre la cama desde el suelo. Al parecer, el colosal ser con el que se me trataba ejecutar, seguía vivo. Dentro de lo morboso y sádico del escenario, me surgió un absurda esperanza que me avergonzó: esperaba que, al menos, fuese una mujer.

Observé la mano. Estaba desprovista de vello y tenía las uñas pintadas de varios colores. Aún no había soltado el aire en forma de suspiro relajado, cuando un apartado de mi mente, más sereno de lo que debía estar el resto, me recordó que eso no era prueba suficiente. Lo reconozco, me asusté al pensar que podría tratarse de un travestido mastodóntico. Pero, al final, reconocí que, fuese macho, hembra o cualquier otro género que el reino animal hubiese inventado, mi única salvación podía ser ese inmenso ser. Tras ello, inicié un monólogo recitando una colección de mis grandes éxitos.

Un leve temblor advirtió a los vecinos más próximos de que el retoño bastardo de Godzilla se había incorporado. Permaneció sentando en el suelo unos instantes de espaldas a mí. Pelo largo y oscuro, piel lechosa pero, nada, que no había forma de saber si era macho o hembra.

Seguí con mi colección de éxitos más recientes, esperando con ansia que funcionasen, o me vería obligado a recurrir a mi repertorio secreto. Inesperadamente, el retoño, a pesar de su gran volumen, tenía una belleza mortal. Aún teniendo su tez sudorosa y adormilada y el pelo pegado como hebras sobre su rostro, era una preciosidad con varios cientos de kilos de más.

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