Incondicional

Ediciones SK
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6 min readJan 5, 2015

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de Jean Luc Pastó idea original Vanessa Munera

No comprendo muchas cosas. Por más que insisto, es adverso a mi entender el comportamiento, la conducta de algunos de los que me rodean, hasta de los más allegados. Mi reacción, tanto instintiva como reflexiva, es agradar hasta el sometimiento. Reconozco que la comida me pierde, todos tenemos defectos, el mío es comer, antes que algunos otros. Pero se me alegra con la mínima expresión de cariño, en cierta manera y, visto fríamente, las manifestaciones de afecto que recibo no son tales, más parecen un estadio de inanición sensorial. Después de tanto desprecio, se confunde la normalidad con algo más sublime.

Por esa razón y después de todos estos esfuerzos, que repito hasta mecanizarlos, no comprendo cómo se me puede odiar tanto. Sé que debo pulir mis acercamientos, sus momentos, las réplicas, pero mis limitaciones me impiden sacar más alternativas que las elaboradas hasta ahora. Pero no cejo en el intento, no doy mi brazo a torcer, seguro que lo voy a conseguir, me lo dice mi corazón y la poca razón que tengo. Reconozco su superioridad y mi dependencia.

A estas horas, sé que debo desaparecer por mi bien, aunque se enfurezca buscándome. Ya he probado distintas reacciones, aproximaciones y la consecuencia es la misma. He tomado la alternativa de arrinconarme en la oscuridad, en una parte de la casa a la que no acostumbra a prestar atención, donde las sombras me ocultan, y no aparezco hasta que el cansancio le envuelve o alguna distracción le aparta.

Me podéis llamar cobarde, lo aceptaré con humildad, pero no sé qué más puedo hacer. Estoy subordinado a él, y sé que, en el fondo, él me quiere, por eso estamos juntos, pero debo entenderle para conseguir una manifestación de su aprecio, o al menos, saber interpretarle.

Sus pasos en el eco de la soledad me atormentan, subyungan a mi cuerpo a un incontrolable estremecimiento violentado por temblores que me ovillan y arrinconan, impidiendo gobernar mis actos voluntarios más básicos. No podría reaccionar ni queriendo, ni tan solo mis pensamientos fluyen con normalidad. Se me endurecen los músculos, plegándose, desatendiendo al agotamiento, consumiéndose a la espera de una situación propicia.

Abre la nevera y la cierra. A cada sorbo, va encendiendo las luces de las habitaciones que encuentra a su paso, recorriendo el largo pasillo del apartamento. Clic, cada vez más cerca, clic. Aunque sé que no me va a encontrar, sus pasos contraen mi cuerpo a cada paso, palpita como un inmenso y enfermo corazón. Enciende todas las habitaciones y asoma la cabeza esperando encontrar el objetivo de sus frustraciones. Su parsimonia retrasa el recorrido.

Mi cuerpo rompe a sudar, como si el rocío de la mañana cubriese mi cuerpo, acumulándose hasta convertirse en una fina película que envuelve mi cuerpo, enfriándose y obligándome a bloquear la mandíbula para no ser descubierto.

Finalmente, la puerta de su habitación se cierra. Me quedo a oscuras y espero a que mi cuerpo vuelva a reconocerse a salvo, inundándose de un silencio reparador. Me he debilitado tanto que mi cuerpo exhausto sigue con temblores imprecisos al tratar de erguirse, así que dejo de intentarlo y me tiendo en el suelo, dejándome llevar por la fatiga. Varios crujidos detienen el lento recorrido de mis párpados, aturdidos pero todavía atentos ante el riesgo. Ya no atiendo a los temblores, que van calmándose, ni a los crujidos naturales de la noche.

Un dolor atroz irrumpe en todo mi cuerpo. Abro los ojos y una gran mancha en movimiento retrocede. Reconozco el dolor en la zona abdominal y la espalda, me levanto de un salto inseguro, necesito varias sacudidas y patadas al aire, como aspavientos de terror y súplica, para tratar de recobrar la estabilidad. Entonces, la mancha informe que retrocedía se adelanta, golpeándome en la misma zona dolorida, provocándome un dolor aún mayor y proyectándome contra la pared más cercana para arrancarme un grito desgarrador que se prolonga en forma de aullido sordo interminable, a la par con el tormentoso daño que siento.

Los aspavientos, en contacto de nuevo con el suelo, se convierten en un correteo que consigue evitar los demás golpes, pero una mano sorpresa me agarra del cuello y me abate contra el suelo, impidiéndome respirar. Uno de mis violentos movimientos le araña el brazo y me suelta, no sin propinarme un puñetazo en el costillar primero. Salgo corriendo del cuarto, pero no sé dónde ir y me quedo golpeando la puerta del piso hasta que consigo abrirla y salgo corriendo.

Fuera, en la calle, la desolación me abate. ¿Adónde ir?¿A quién pedir socorro? Le veo salir del portal, dar un par de pasos y detenerse, buscándome con la mirada, mientras en mi ridícula mente, el destino, la vida sin él, se me hace imposible de imaginar.

Una mirada aséptica de él me encuentra al otro lado de la calle, entre dos coches estacionados. ¿Esa es la mirada de cariño o vuelvo a equivocarme? Levanta uno de los brazos con la palma abierta, animándome a volver con él. Mi cuerpo se contrae, se retira unos pasos, sin yo poder dominarlo, le gobierna el miedo y la batalla con el desamparo, el cariño y la dependencia que siento por él.

Se acerca a paso lento y yo sigo paralizado. La calle está desierta, el cielo plomizo enfría un ambiente que me recorre toda la columna. ¿Voy hacia él?¿Es un gesto de disculpa? Miro a mi alrededor, recordando dónde me encuentro, recordando cómo llegué aquí mientras él se acerca. Su mano sigue ofreciéndose, abierta y vacía, mientras se acerca de forma pausada, parsimoniosa. Se queda frente a mí, no dejo que me toque la cara. Sigo petrificado, sin aliento. Se agacha sin apartar la mano que permanece frente a mi cara. Aparto el rostro, negándome a que me toque.

De golpe, la otra mano, oculta tras su espalda, aparece con una correa mientras con la otra me agarra del collar. Mi cuerpo se rebela, pero consigue sujetar la correa a mi collar. Se aparta y tira con furia de mí. ¿Por qué tuve que quedarme esperando?¿Por qué no salí corriendo?

Tiro poseído por una furia que desconocía en mí. Salto, me arrastro, lanzo mordiscos al aire, tratando de soltarme por todos los medios y escapar, sin pensar en las consecuencias, sin medir la fuerza y mucho menos sin pensar en el temor que me asolará cuando esta ofuscante ira, alimentada por el temor, desaparezca.

Patino en el césped de la entrada y acabo volcado en el suelo. La cuerda se destensa por un momento y tiro con violencia, ganando unos centímetros en el recorrido y algo de fuerza adicional, que vence en el lidiar, desprendiendo la correa de las manos de él. Quedo paralizado, mirando la correa fuera del su alcance, ante la sensación de libertad efímera que ese momento me acaba de conceder. El primer paso de él viene acompañado de un grito que no comprendo pero que sé que está cargado de odio hacia mí. Sigo queriéndole, sigo necesitándole. Solo quiero que deje de pegarme.

Salto hacia atrás, evitando que agarre de nuevo la correa y corro, corro sin medida. Le oigo gritar. Y, de repente, un sonido más agudo y ensordecedor se abalanza sobre mí hasta impactarme.

Siento un dolor indescriptible que narcotiza todos mis sentidos y paraliza todo mi cuerpo. Mi cabeza está tendida en el suelo y observo unas ruedas frente a mí. Unos pasos más allá, le veo observándome y negando con la cabeza. Cuando mis ojos empiezan a nublarse, él se da la vuelta y se aleja. Sé que le he fallado, pero no he sabido cómo evitarlo, solo soy un perro.

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