Una herida que nos interpela

Mosaico
Editorial
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3 min readJul 18, 2016

Por Rab. Sergio Bergman

Hace 24 años en Buenos Aires se imprimió la huella de un nuevo conflicto mundial: la del terrorismo fundamentalista islámico internacional con conexión local.

Entonces fue la Embajada de Israel en Argentina. Pudo pensarse que era un ajuste de cuentas de geopolítica global por el conflicto en Medio Oriente.

Esta semana recordamos que ya son 22 los años en los que la masacre de la AMIA terminó con la vida de sus víctimas, que continúan silenciados por la muerte más cruel, gritando en un silencio que aturde el clamor bíblico justicia, justicia perseguirás y el reclamo del Estado de derecho que aún nos debe la verdad y la memoria que sólo exige justicia.

Juicio y castigo a los presentes en Argentina, responsables de la conexión local como del encubrimiento por parte del Estado durante más de dos décadas, culminando en el pacto con Irán — ya declarado inconstitucional y justamente derogado — . Seguiremos exigiendo justicia aun en ausencia por los iraníes que están implicados en esta masacre y aún tienen pedido de captura internacional.

No podemos dejar de recordar en este contexto la muerte todavía impune del fiscal Alberto Nisman, cuyo asesinato forma parte de la misma causa AMIA, tan muerta desde ese, también, 18. Ya no de julio sino de enero, cuando mataron al fiscal por investigar y denunciar el encubrimiento de Irán por parte del último gobierno de Cristina Fernández. Así como liquidaron junto con su vida también la del expediente, en manos, no menos llenas de sangre inocente, como la de los jueces que archivaron y enterraron su denuncia. Por AMIA, y también por Nisman: será justicia.

Buenos Aires inauguró lo que hoy ya sabemos y que en los últimos años, luego del punto de inflexión del 11 de Septiembre en las Torres gemelas, se arraigó en Europa y tiene su raíz en Siria y el terrorismo del Estado Islámico, que hoy lidera lo que en otra época inició Irán con su red internacional de células dormidas, financiamiento y utilización de sus embajadas y diplomáticos; y hoy ISIS utiliza con ciudadanos americanos o europeos para realizar atentados terroristas contra civiles en capitales y ciudades del mundo occidental.

No se trata ya de antisemitismo encubierto de antisionismo en el primer eslabón porteño, la Embajada en 1992 y AMIA en 1994. Tampoco ya es antiimperialismo, como en los atentados a las Torres gemelas ni hechos aislados en Europa. Se trata de una guerra cultural que utiliza el terror y la muerte imprevista, disruptiva en la escena de la vida cotidiana donde, a cualquiera de nosotros y en cualquier circunstancia, puede alguien, en nombre de algo, inmolarse para perder su vida con el solo fin de lograr que se pierdan otras; dejando una herida abierta que interpela sobre el sentido de ser humanos. Tan modernos, sofisticados; innovadores en tecnología, comunicación y consumo; y tan primarios como para volver a preguntarnos si efectivamente hemos evolucionado.

Primates Homo que, sin ser tan sapiens como aparentamos, involucionamos de ese salto cuántico que nos hizo humanos, al afirmar que teniendo conciencia y habiendo cruzado la frontera de una revolución cognitiva en la especie animal podíamos coronar la creación.

Hoy frente al viejo terror, el que recordamos 22 años después de la masacre de la AMIA, como el más reciente de los últimos días en Niza, no podemos menos que asumir junto con la impotencia y el dolor del horror que, aún clamando por verdad y justicia, ya sea por el hambre, la violencia, la deuda de dignidad en derechos que — aun anunciados y firmados — son ignorados y profundos; nos debemos también, ante esta nueva forma de guerra mundial, una memoria universal de cómo pretendemos aún llamarnos humanos; habiendo, hasta el momento, fallado en el intento.

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