Carta abierta para el cristiano que ha perdido a alguien que murió sin Cristo

Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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3 min readJun 21, 2017

Ciertamente no hay palabras que alivien el dolor de manera repentina, o intentos de consuelo que no suenen frívolos, antipáticos e insensibles en una situación como esta.

Lo que escribo a continuación, no busca remediar lo irremediable. No pretendo dar una falsa ilusión. Más bien son palabras que nacen de un corazón que lucha por aferrarse a la esperanza cristiana en un mundo caído.

El simple hecho de ver partir a un ser amado es ya difícil. Jesús mismo ante la sepultura de un gran amigo llora (Juan 11:35). La muerte nunca es presentada en la Biblia como algo positivo. Desde el principio (Génesis 3:3) hasta el fin (Apocalipsis 20:14), la pérdida de la vida siempre traerá dolor.

De manera equivocada se ha dicho que el cristiano no debe entristecerse, pero esto no es verdad. Cristo ante el cuerpo de Lazaro se llena de un dolor fúrico (Juan 11:33), por lo que el pecado humano ha hecho en la creación: traer muerte (Romanos 5:12). Ese hondo sentimiento, junto con el amor, es lo que lo lleva a la cruz para solucionar el problema de raíz (Romanos 5:17). Es por eso que en Cristo podemos llorar a su lado y ante Él (Salmo 13:3).

Ahora en Cristo, se nos ha dado una esperanza insondable: la alegría de la vida eterna (Juan 3:16). Tenemos la promesa de Aquel que no miente y un día dirá “hasta aquí”. Entonces, todo dolor, enfermedad, maldad y rencor serán eliminados de la faz del universo (Apocalipsis 21:4). Aquellos que creímos seremos redimidos a una vida llena de gloria (1 Corintios 15:42–44). Y la muerte no será más (1 Corintios 15:26).

Pero, ¿qué pasará con aquellos que parten a una eternidad sin Cristo? La verdad es que no reciben un trato injusto de parte de Dios, pero tristemente ahí está el meollo del asunto: reciben justicia de parte de Dios (Romanos 2:5). El Señor, dueño de todo y todos, da imparcialmente y de manera precisa lo merecido por los pecados. No más, no menos. Y esto es algo, que desde nuestra perspectiva finita es demasiado lacerante, porque nuestra maldad es mucha (Romanos 3:10).

Pablo mismo, consiente de esta realidad, expresa su profunda y continua tristeza, que lo lleva a desear tomar el lugar de sus amados no creyentes, y ser hecho, él mismo, maldición:

1 Digo la verdad en Cristo; no miento. Mi conciencia me lo confirma en el Espíritu Santo. 2 Me invade una gran tristeza y me embarga un continuo dolor. 3 Desearía yo mismo ser maldecido y separado de Cristo por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza, 4 el pueblo de Israel.

Romanos 9:1–4a

Y este es el sentimiento agudo y agónico que todo cristiano siente al perder a un ser amado que parte sin Cristo. Lo siento, amado del Señor que atraviesas por una situación como esta. Nada de lo que pueda decir cambiará la realidad que Dios, en su soberanía, ha decretado y llevado a cabo. Ante el dolor que embarga tu corazón lleno de tristeza y posibles reproches, oro por ti. Mi ruego es para que el Padre de toda consolación (2 Corintios 1:3) te guarde y llene de certeza y esperanza, que ni aún esto, puede separarte de al amor de Cristo (Romanos 8:38–39).

¿Qué somos los seres humanos ante Dios? Nada, simple barro en las manos del alfarero (Romanos 9:20–21). Si recibo gracia, es para que su gloria brille. Y si recibo justicia, es para que su gloria brille. (Romanos 9:22–23)

Porque todas las cosas proceden de él,
y existen por él y para él.
¡A él sea la gloria por siempre! Amén.

Romanos 11:36

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